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Biopolítica

2020, 400 palabras

Son las seis y media y el sol está cayendo. Estoy en una zona elevada de la Casa de Campo con mesas de picnic. Están todas vacías excepto una, en el extremo opuesto al mío, donde hay un grupo de chicos. Por supuesto, no ha sido casualidad que yo me haya puesto en el otro, lo más lejos posible.

El árbol a mi derecha está ligeramente combado, como un pene en erección. Se inclina ligeramente hacia el oeste, justo hacia el sol a punto de desaparecer. En esta suerte de plató son todos árboles jóvenes y ahora sin hojas, con las ramas como sistemas nerviosos en los libros de anatomía, solo que extendiéndose hacia arriba en lugar de hacia abajo. Seguramente fueran plantados a la vez que pusieron aquí las mesas de picnic.

No pintan nada aquí, estos árboles. No son los pinos viejos que abundan naturalmente por el lugar. Los pinos viejos los miran con despecho, invulnerables como son al invierno. Estos alfeñiques plantados hace poco pierden las hojas con el frío: ellos no. Y por ahora son más pequeños que ellos: enclenques y despreciables recién llegados. Pero tal vez en unas décadas, si el gobierno no los quita y los suplanta por otra cosa, llegarán a ser más altos que los pinos viejos, o al menos se pondrán a su nivel. El suelo será tan suyo como de esos viejos agarrotados y cascarrabias que los miran ahora con despecho. Y las parejitas pasearán bajo su sombra en verano y agradecerán que estén ahí, protegiendo del sol las estratégicas mesas de picnic, en las que algunas de ellas también se sentarán a veces.

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Un pino solitario

Y los pinos viejos seguirán agriando el suelo con sus oscuras acículas, y encorvándose más y más mientras envidian la frescura de los heteróctonos, los inauténticos, los extraños: los que antaño fueran solo unos alfeñiques advenedizos recién llegados a su suelo ancestral.

Y quién sabe cómo estará este sitio en cien, doscientos, trescientos años, si no se apisona antes para convertirlo en una urbanización (desde luego las casas tendrían bonitas vistas). Tal vez los alfeñiques recién llegados, algunos combados como penes en erección, que en invierno pierden las hojas y parecen ridículos manojos de nervios extendiéndose hacia arriba, se expandan y sean quienes, a golpe de inseminación, hereden esta tierra, igual que los eucaliptos heredaron las costas de Pontevedra. O tal vez los pinos viejos, exprimiendo en un último esfuerzo su atávica potencia, acaben engendrando pinos nuevos que agrien el terreno y destierren a la especie invasora.

En cualquier caso, ¿por qué tomar partido? Yo no soy pino ni arbolito recién llegado, ni vivo en esta loma, ni mis ancestros vivieron en ella durante siglos o milenios.

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