El abuelo desempolva su fusil
2019, 700 palabras
Tengo la fuerte sensación de que los movimientos políticos se mueven por estética, no por fines racionales. Son símbolos y apegos irracionales, estéticos, por los que la gente mata y muere y lucha toda su vida. Casi parece un juego.
Pero a lo mejor es un juego, y la vida entera es un juego, y resulta que lo racional es una ilusión. A lo mejor matar y morir porque alguien ha insultado a tu equipo de fútbol, o porque los uniformes y los desfiles soviéticos te parecen más bellos que los otros uniformes o los otros desfiles, es la esencia del juego y es lo natural y lo que hay que hacer. ¿Cuál es la alternativa? Se me antoja que el aburrimiento, la paz perpetua: la verdadera muerte, que es la quietud, la nada.
No sé: estoy perdido. Y desde luego si se trata de dos fuerzas complementarias, como yin y yang, desconozco por completo cuál es la proporción adecuada de cada una. ¿Sólo un poquito de guerra? ¿Sólo una pizca de sufrimiento, como quien le echa una pizca de sal al chocolate para realzar su dulzor?
Lo que sí sé es que la paz perpetua, la pura paz, es la lenta muerte del anciano que pasa sus últimos años en una casa gris, comiendo todos los días sopa de pollo, sin nada que hacer más que dar algún paseo de vez en cuando y ver la televisión. ¿Es buena una vida así? ¿Es realmente tan buena la paz como la pinta todo el mundo (al menos en Occidente)? ¿O es que acaso todo el mundo en Occidente tenemos alma de anciano que come todos los días sopa de pollo frente al televisor? ¿Será que somos un pueblo viejo, que tras muchos dolores y sobresaltos en su juventud ahora no quiere más líos y se conforma con la relativa placidez de la senectud?
Quizás es eso. Quizás Occidente es un cuerpo viejo que no quiere más líos ni sobresaltos, ni saber nada de las locuras y las gamberradas de los jóvenes por la calle. Amamos tanto la paz que solo queremos morir tranquilos y que los que luchen y sufran sean otros, pero ya no nosotros: ya no más, ya hemos tenido bastante.
Somos los más racionales del mundo: los demás son jovenzuelos atolondrados. ¿Cómo pueden seguir cortándoles las manos a los ladrones en Arabia Saudí? ¿Cómo puede ser que en el siglo XXI siga habiendo regímenes como el de Corea del Norte, que dedican más presupuesto a fabricar misiles que a alimentar a su población (y darles internet)? ¡Es tan sencillo! ¡Solo tendrían que abandonar todas esas ideas infantiles, supersticiosas, como el culto a los ancestros o el honor transgeneracional, y abrazar la paz!
No sé. Ahora mismo estoy completamente dividido entre mi extremo irracionalista, desde el que veo con naturalidad el tribalismo, la magia con sacrificios humanos y los matrimonios por secuestro, y mi extremo racionalista, benthamiano y pequeñoburgués (que también lo tengo), que ve el sufrimiento como el mayor mal y se pregunta estupefacto cómo es posible que alguien jamás se aliste para luchar en una guerra voluntariamente o se pelee porque alguien ha insultado a su equipo de fútbol.
Ciertamente lo primero es más de hombres y lo segundo más de mujeres. Quizás entonces estoy dividido entre mi polo más masculino y mi polo más femenino, y en ese caso Occidente adopta el semblante, en lugar de un viejo, de una mujer: un Occidente extremadamente feminizado, que ha perdido su virilidad y su agresividad, pero con ello también su capacidad (o incluso su deseo) de defenderse, como alertan –ahora creo que concuerdo– los neonazis.
Sí: en cualquier caso Occidente, ya sea como viejo o como mujer pequeñoburguesa, está en un extremo de la balanza; ha perdido el equilibrio. Por eso, en estos tiempos que corren, el conservadurismo y el antifeminismo y, en su extremo, el fascismo, resultan elementos equilibradores. Una pizca de sufrimiento, de esfuerzo, de dolor –propio y ajeno, como en las guerras– para contrarrestar tanta complacencia, tantos buenos modales y tanta paz.
Sí: apostar hoy por el fascismo es apostar por el rejuvenecimiento, negarse a morir todavía. Pero eso implica también seguir sufriendo, seguir en tensión, exponerse al dolor, en lugar de rendirse a la plácida calma de quedarse viendo la tele y comiendo sopa de pollo mientras los jovenzuelos se pelean por la calle.
Y es una decisión difícil, y yo mismo no estoy seguro. Pero sí, quizás haya que vivir y luchar y aguantar un poco más todavía.