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Enciende las luces largas

2020, 2400 palabras

Crees que es importante, pero no lo es tanto. Tienes 20 años y a tu alrededor están sonando trompetas que aúllan: «¡Feminismo o barbarie!» o «¡Fuera salafistas, Alemania para los alemanes!» o «¡Libertad de expresión!» o «¡Ser marica no es delito!» o «¡Make America great again!» Y te parece que a tu alrededor se está librando la batalla del siglo. Pero no es así. Todas son pequeñas batallas, sin duda, y la victoria de uno u otro de los bandos contendientes es también sin duda importante, pero no hay que perder de vista la perspectiva más amplia: ¿Qué imperio mantiene el control del planeta durante las últimas décadas, o sea, quién es actualmente la primera potencia mundial? ¿Es una situación estable o está en proceso de cambio? ¿Cuál es el imperio o bloque geopolítico que le disputa el poder más de cerca a la primera potencia? ¿Cuáles son las proyecciones demográficas a nivel mundial para los próximos 50 años? ¿Y para los próximos 100 años? ¿Y en tu propio continente?

 

A lo mejor da un poco igual que pongan baños unisex o que sigan estando diferenciados por sexo (y da igual en un sentido o en otro, tanto que sí como que no) en comparación con la cuestión de si el paisaje demográfico de tu continente va a sufrir un cambio radical en las próximas dos décadas, o si la ingeniería genética humana va a desarrollarse y emplearse o no en un futuro próximo. ¿Sabes por qué? Porque cuando un pequeño subgrupo de una

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¿El futuro?

una especie empieza a diferenciarse genéticamente lo bastante de otros se crea una subespecie (o una raza, si no te da miedo el término), pero cuando la diferencia llega a ser lo bastante grande (y tampoco hay un punto perfectamente claro y definitivo; los biólogos discuten de estas cosas constantemente) resulta que se crea una nueva especie.

La política humana ha llegado a un punto de cierto consenso general, especialmente en Occidente pero también en el resto del globo, en torno a la idea de que todos somos humanos e igualmente válidos precisamente en tanto que igualmente humanos. El pensamiento racista (o racialista, si distinguimos entre una variante más agresiva e imperialista y otra menos) ha caído en profunda decadencia desde la Segunda Guerra Mundial y en todas partes se extiende cada vez más la idea de que puede haber diferencias raciales pero, en el fondo, si vamos a lo más elemental, todos formamos parte de la misma clase natural (Homo sapiens) y dichas diferencias no son lo bastante importantes como para justificar una división más fundamental, ni biológica ni antropológicamente. Incluso entre los bosquimanos del sur de África y los esquimales del norte de Alaska encontramos una esencia humana común, y lo mismo entre las civilizaciones más avanzadas y los pueblos de cazadores recolectores que aún perduran. El mundo conceptual y social de un sentinelés y de un europeo pueden ser casi inconmensurables entre sí, pero aceptamos que hay una base común a ambos, y que un europeo nacido entre los sentineleses sería un sentinelés más, así como un sentinelés nacido en Europa sería un europeo más, y la única diferencia residual que quedaría en ambos casos sería el color de la piel y, si acaso, alguna minucia genética como tener más o menos vello en los brazos, los orificios nasales un poco más anchos o un poco más estrechos y cosas así. Nada importante.

Fuera de Occidente, donde la ideología antirracista no ha calado aún tan hondamente (no hay que olvidar que el gran impulso antirracista viene de Estados Unidos y su propagación, como es natural, ha sido más intensa entre los países de su órbita imperial, como los europeos, el resto de la Anglosfera e Hispanoamérica, que en el resto del mundo), es de esperar que el racismo estará más a la orden del día y seguramente un ciudadano chino medio, o un árabe, o un somalí, no tendrá tantos reparos a la hora de colocar las distintas razas humanas en una jerarquía (normalmente con la suya en la cúspide, claro) y en declarar cosas como que es más importante la supervivencia de su grupo étnico que la de otros, o enunciados similares. Esto, por descontado, en Occidente es el tabú supremo. Ni Voldemort en la saga de Harry Potter congela tanto los semblantes. Pero también es de esperar, a su vez, que incluso en estas partes del mundo menos «educadas» en las buenas maneras antirracistas de la Pax Americana y los convenios de la ONU el consenso sea también, al menos entre los estratos más refinados y cultos, que en el fondo todos somos una misma especie y que no es legítimo que una etnia o una raza domine a otras, ni mucho menos las extermine, por muy superior que sea tecnológicamente o en cualquier otro sentido.

Sin embargo, esta idea de que todos somos una misma especie y una misma humanidad, tanto a nivel biológico como antropológico, es también discutible (por muy innombrable y tabú que sea la idea contraria), y al final las categorías las creamos nosotros (las diferencias están ahí, son objetivas, pero nosotros decidimos cuándo resultan suficientes para establecer un límite categorial o no; por ejemplo, ¿dónde empieza y acaba el color naranja en la escala cromática? ¿dónde está exactamente el corte que separa la categoría «naranja» de la categoría «rojo»? etcétera), de modo que tampoco haría falta un cataclismo extraordinario para que volviésemos al viejo hábito de concebir la humanidad como una jerarquía de más a menos humanos (con nuestro grupo en la cúspide, claro) o como una especie de club con lista de invitados, donde se puede entrar a partir de cierto nivel de desarrollo tecnológico, cultural, político o de cualquier otra índole (por ejemplo: si has descubierto la rueda eres humano, si no, no), quedando el resto fuera.

Pero imagínate por un momento que la ingeniería genética humana, que ya está desarrollándose (por ejemplo el sistema CRISPR para «editar» el genoma), llegase a un punto de viabilidad y difusión en el que todo el mundo pudiese modificar ciertos rasgos de sí mismo o de sus hijos interviniendo directamente en su genoma. Al principio cosas como «borrar» genes causantes de enfermedades hereditarias graves o mortales, luego cosas como influir en la inteligencia, la altura, la fuerza física o cualquier otro rasgo fuertemente hereditario. Finalmente, con suficiente desarrollo, cambios anatómicos y fisiológicos que seguramente ni nos imaginamos, y cambios en el cerebro que lleven no solo a variaciones de unos cuantos puntos de coeficiente intelectual, sino también a diferencias perceptuales y cognitivas de una magnitud análoga a las que puede haber hoy, por ejemplo, entre un ser humano medio y un cerdo o una vaca.

Ahora imagínate que esa tecnología estuviese en poder de solo un grupo de humanos, ya sea porque son los que tienen dinero para permitírsela, o porque son los habitantes del país donde se inventa y el estado decide hacerla accesible a sus ciudadanos (pero solo a sus ciudadanos) como parte de su sistema sanitario estatal, por ejemplo, o una mezcla de factores. Imagina las desigualdades que se crearían entre ese grupo de humanos, con el tiempo, y el resto de la humanidad. Ya no hablaríamos de una clase social diferente, no. No serían simplemente los nuevos «ricos», el «top 1%» de la humanidad, ni cosas así. A largo plazo, una sección de la humanidad con acceso a esta tecnología de modificación genética se convertiría, literalmente, en otra especie diferente: un nuevo binomio con «Homo» en la primera parte y alguna otra cosa en la segunda. Esto asumiendo que las modificaciones fuesen todas más o menos en una cierta línea homogénea, claro. Si cada grupo de humanos modificados siguiese a su vez una línea diferente, por ejemplo algunos modificando ciertas secciones del genoma y otros otras, no solo se crearía eventualmente una nueva especie, sino varias. Y las consecuencias de esto de cara al mencionado consenso, cada vez más establecido y aceptado universalmente, de que todos somos igualmente válidos por ser igualmente humanos, son obvias: de pronto todo eso volaría por los aires.

Una variante humana modificada por ingeniería genética que tuviese un coeficiente intelectual medio de 130 o 140, o que viviese de manera natural 200 años, o que midiese dos metros y medio (y no digamos ya una mezcla de todas esas cosas), tendría unas ventajas sobre el resto de la población que ya no sería imaginable intentar ecualizar por medio de intervenciones políticas en el ámbito educativo, económico o cultural, como intentamos ahora (a menudo con un idealismo similarmente infundado). Nada de talleres de concienciación sobre la diversidad o de promover la presencia de tal o cual segmento demográfico subprivilegiado en el cine o los videojuegos o las carreras de ciencias. Con unas diferencias genéticas tan sustantivas, toda medida política para corregirlas y equilibrar el terreno de juego sería absolutamente irrisoria. Incluso aunque los sujetos modificados empezasen siendo de familias pobres, o en situación de desventaja por cualquier otro motivo (por ejemplo como resultado de un experimento de ingeniería genética en un país tiránico), ciertas características, como tener una inteligencia dos desviaciones típicas por encima de la media del resto, les harían convertirse en una élite social y económica en una o dos generaciones, si no ya en el curso de sus propias vidas. Del mismo modo, una altura o fuerza física igualmente extraordinaria o características cognitivas como una capacidad de concentrar la atención o de inhibir conductas impulsivas muy por encima de lo normal, llevarían al mismo resultado o a algo muy parecido. Y, de nuevo, si no fuese solo una de estas cosas por separado, sino una combinación de varias de ellas al mismo tiempo, el resultado sería un descabalgamiento tan abismal entre ellos y el resto de sus congéneres que, en rigor, difícilmente podríamos ya considerarlos «congéneres», y seguramente pasaríamos a clasificarlos como una entidad distinta (y lo mismo harían ellos con el resto de nosotros), de modo que se generasen de facto dos especies (o, como decía antes, quizá incluso varias especies) diferentes y muy difíciles de juntar sin que una dominase completa e inevitablemente a la otra (incluso creciendo en las mismas condiciones económicas, sociales, etc.).

Pasado el suficiente tiempo, además, las diferencias se harían cada vez más grandes, y no menos. Lo que podría empezar siendo una diferencia como la que existe entre los europeos y los sentineleses, tanto a nivel cognitivo como a nivel tecnológico y de dominio (o de posibilidades de dominio, es decir, de poder) acabaría siendo una diferencia más parecida a la que puede existir, como decía antes, entre los humanos por un lado y los cerdos, los perros, los caballos o los gatos por el otro. De este modo, la especie entera (me refiero esta vez a la especie Homo sapiens, a la que de momento pertenecemos todos nosotros) podría ser literalmente pastoreada, o en cualquier caso explotada económicamente como un mero recurso, como nosotros explotamos ahora a las vacas o los cerdos, por un grupo de neohumanos o posthumanos relativamente pequeño en comparación. Por supuesto, esta explotación económica no tiene por qué manifestarse de una forma tan obvia como criar humanos en granjas para luego sacrificarlos y descuartizarlos, o extraer de ellos mecánicamente fluidos como la leche materna para el consumo de la especie tecnológicamente superior. Tal vez se les pueda tener en libertad, como gallinas de corral, y extraer de ellos un recurso que ellos ni siquiera sientan como una pérdida; más aún, lo ideal sería que incluso lo cediesen voluntariamente (¿la atención, tal vez? ¿la energía invertida en una actividad placentera? ¿qué tal hacer clic en distintas pantallas de colores?). Free-range humans.

Pero estos derroteros me llevan más allá de lo que quería decir por ahora. La cosa es que esto no es ciencia ficción: es un futuro perfectamente posible dado el curso actual de las cosas. Es, incluso (al menos esta última parte) más bien un presente ya en marcha, y cada vez más en marcha, que un futuro por venir. Súmale que la élite económica ya no sea «solo» una élite económica, sino también una élite genética con una distancia frente al resto de la humanidad análoga a la que existe entre el humano medio y el chimpancé medio (o incluso más) y todo sueño utópico de igualdad y fraternidad planetaria se vuelve absolutamente inviable. A los ricos al menos se les podría –teóricamente– matar (por lo menos aún sigue siendo posible, aunque cada vez más y más inviable), pero a una raza de superhombres de dos metros y medio, 140 de coeficiente intelectual y resistentes a la mayoría de enfermedades conocidas ya no.

Frente a esa posibilidad tan real y tan a las puertas, que gobierne tal partido o tal otro, o que a las mujeres les incomoden los chistes verdes de los compañeros de trabajo o a los hombres les incomode no poder ya contar chistes verdes en el trabajo, o que tal impuesto suba o baje un 3%, parecen cuestiones bastante menos acuciantes. Incluso sin llevar el pronóstico a extremos como los que he presentado aquí, simplemente que una parte de la población mundial (por ejemplo, la occidental, el primer mundo) pueda tener acceso (¡de aquí a no mucho, además!) a intervenciones biotecnológicas que prolonguen su esperanza de vida 5 o 10 años, o los hagan 5 o 10 puntos de C.I. más inteligentes de media, y otra parte no, ya es suficientemente sustancial y éticamente polémico como para eclipsar los rifirrafes de la política local del momento: que si uno ha dicho esto, que si el otro ha dicho lo otro, que si tal partido es más corrupto, que si el otro, etc. No está mal ocuparse de esas cosas, ni mucho menos: son batallas que poco a poco van conformando el mundo y sin duda no es irrelevante qué bando las gane. Lucha por el tuyo si quieres y en la medida que quieras. Pero frente a los cambios tan profundos y radicales que están por venir, o que podrían venir según lo que hagamos con ciertas tecnologías (o, más bien, según lo que hagan los que las tienen), nuestra pequeña política del momento queda puesta en perspectiva, relativizada, reenfocada: enmarcada en un todo más grande y más a largo plazo. Piensa, pues, en grande y a largo plazo. Enciende las luces largas.

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