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Exaltación de la meada matinal

2020, 4000 palabras

No te imaginas la proeza que es ir a mear y encender la luz del baño y apuntar a la taza del váter y saber que estás meando. La cantidad de sangre que se ha derramado para que puedas apuntar y mear, y no digamos ya para que puedas ser consciente de que estás meando, o cortar y reanudar el flujo a voluntad (y sin mencionar ya el baño, el interruptor de la luz, la casa, el ecosistema entero en el que todo eso tiene lugar). La sangre derramada, las vidas perdidas, el cúmulo de cadáveres que te sostiene. Sabes lo de las hormigas que para cruzar un reguero de agua se sacrifican para hacer de puente a sus compañeras, ¿no? Ellas mueren para que sus congéneres puedan seguir desfilando sobre sus cuerpos agonizantes, moribundos o ya muertos hasta la otra orilla, que a lo mejor está a veinte o treinta centímetros, pero que ya es un precio elevado a pagar en vidas. Pues imagínate lo mismo elevado a la máxima potencia. Cada vez que meas, meas sobre una montaña de cadáveres. Muertos beatíficos, muchas veces benditos; héroes en cierta forma, si se quiere ver heroísmo en el sacrificio de las hormigas o en la ejecución mecánica o cuasimecánica de algoritmos instintivos o cuasiinstintivos (según el caso: hay cierto disenso) en un patrón fractal que se expande repitiéndose ad infinitum. Da las gracias, porque cuando meas, el universo entero mea contigo. Tus salpicaduras (o las salpicaduras causadas por tu chorro eyectado al impactar contra la cerámica, o las salpicaduras del chorro eyectado de tu uretra, según donde pongas los límites) son el llanto alboreante de un recién nacido, una celebración de la vida y la muerte, la culminación de millones de

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Estatua de un niño meando

vidas y titánicos esfuerzos (no estoy exagerando), la recompensa de milenios (qué digo, ¡eones!) de torturas y penurias y noches agobiantes que no parecen terminar nunca; la noche eterna del mundo joven está contenida y a la vez disolviéndose, clareando: el alba naciendo de la boca de tu uretra. La culminación de la historia del universo en tu meada matinal. Tus ancestros bendiciéndote desde el sueño profundo en las entrañas de la tierra. Tú viviendo donde ellos vivieron. Meando en torres cada vez más altas, en sitios cada vez más limpios y luminosos y bellos. Vigoroso, cada vez más alegre, cada vez más alto y más sano, óptimo; desde su perspectiva, inmenso. Imagina el amor de tus abuelos multiplicado por millones. Todo cayendo sobre ti. Tu río de orín como el cantar de la alondra, como un jilguero triunfal anunciando la perfección del mundo, el fin de lo conocido y el bienhallado apocalipsis. Vítores e himnos por el mundo de ayer, ya completado. Te has pasado el juego. Pero no eres tú: tus ancestros se han pasado el juego a través de ti; están viviendo en ti, están meando contigo en este mismo instante. Cada gota que sale de tus entrañas es suya también, al margen de que la relación sea de participación o de analogía o de estela que sigue ululante a un pendón frontal: lo que tú quieras, pero es suya también de algún modo. El alma de cada gusano y de cada zorro, de cada cerdo sacrificado, de cada pino o matojo o puñado de espigas, de cereales, de lavanda; el alma entera del mundo contempla en tensión, por un instante, a su heredero. A su producto refinado, de número incalculable (si alguna vez alguien contó, ya se ha perdido la cuenta); nuevo ensayo, nueva generación, nueva iteración. Vanguardia de hoy y retaguardia de mañana. Nuevo soldado. Nuevo run de la IA. Han llegado los refuerzos. El entrenamiento continúa. La misión prosigue. La producción no cesa. El fractal se expande. Tu meada ha anunciado el fin del mundo antiguo y ha celebrado su perfección. El universo entero se ha coronado y se ha glorificado en ese instante, con tu cuerpo y tu uretra como ejes articulándolo y tú, corazón de corazones, centro secreto, núcleo místico del cosmos. Pero eso es solo un instante. Un estado del sistema. Una foto del pasado. Esta fábrica no cesa. Millones de cadáveres santos te miran y te saludan desde el sueño de la tierra; si los apilasen y te pusieran encima serías rey invicto de la creación, erguido sobre una montaña de calaveras. ¿Pero cuántos millones de cadáveres más seguirán apilándose? ¿Hasta dónde crecerá la montaña? ¿Cuál será el nuevo prototipo? ¿Lo celebrarás también tú beata y mansamente, como se celebra con amor a los nietos, cuando seas tú uno de los sagrados cuerpos de la pila, mero biocombustible para generaciones futuras? ¿Cuando ya no mees sobre el verde mundo, sino que sea otro el que esté meando y disfrutando del sol por las mañanas (y quizás hasta de soles nuevos y de mañanas dulcísimas, con olores para ti inimaginables) y sus gotitas te salpiquen a ti? Sí, sí lo celebrarás, porque si no la vida no merece ser vivida y las batallas no merecen ser luchadas, y todos amamos la vida y la lucha. Es mejor el dolor que el aburrimiento y es mejor la guerra de la vida que la paz de la muerte. Todo por ver el sol. Todo por mear de vez en cuando, descargando la oprimida vejiga con un silbido placentero. Todo por encontrar la relajación, la satisfacción periódica de unos deseos puestos ahí a su vez por alguien que no eres tú. La vida se justifica porque estamos programados para que nos guste. Pero no, es algo más: la vida se justifica por el misterio. La vida se justifica porque queremos conocer al programador, o al menos llegar hasta el final del programa. Si estamos tejiendo un tapiz, queremos ver el tapiz terminado. Queremos saber por qué es tan importante poder comprar una casa en el centro de más de ochenta metros cuadrados, idealmente con un par de cuartos de baño, y cómo mejorar el plan de márketing de la empresa. Células de un gran cuerpo. Hormigas-puente. Soy un nanobot cumpliendo una nanotarea, vale, pero ¿cuál es la tarea total? ¿Estoy contribuyendo a la impresión 3D de un consolador de silicona, o a oxigenar artificialmente la sangre de un enfermo? Porque no es lo mismo formar parte de una cosa que de la otra. No, pero te olvidas del fractal: ¿qué pasa si en vez de un enfermo cualquiera es el rey de un país? ¿y el emperador de muchos países? ¿y el gobernante del planeta entero? Y lo mismo el consolador: forma parte de un marco más grande. Una mujer lo comprará para masturbarse, y en su mundo habrá guerras e invasiones aéreas y miles y millones de generaciones viviendo y muriendo y luchando como en el nuestro. El patrón se mantiene a distintas escalas. Pero tal vez esa sea la respuesta entonces: la expansión infinita, la expansión por el gusto de expandirse, como los niños juegan por el gusto de jugar y los hombres conquistan por el gusto de conquistar y las mujeres amamantan por el gusto de amamantar. Entonces el núcleo de todo es el juego, y Nietzsche tenía razón. Hay que actuar por el puro rebosar de intención, de voluntad, de deseo: explorar por explorar, descubrir por descubrir, ir a más por ir a más. El ser mismo del cosmos es juego, exploración y expansión, y nosotros somos simplemente ese ser manifestándose (nosotros entre otra infinidad de cosas, pero todas cortadas con el mismo patrón). ¡Pero ni siquiera podemos decir que ese sea el ser del cosmos, pues como mucho podemos decir que ese ha sido hasta ahora! Tal vez sea solo una fase, y la siguiente escala sea otro ciclo todavía mayor, en el que esto es solo (desde hace trece mil millones de años o donde quieras poner el origen del cosmos) una fase, como la primavera o la infancia; tal vez el cosmos mismo sea un nanobot con una nanotarea en otro sistema mayor, y con un ciclo de vida, con fases y momentos, del que tal vez nosotros (los que estamos vivos en la Tierra hoy) seamos la infinitésima parte de la infinitésima parte de una sección temporal. Mis células son piezas de una máquina más grande, que es mi cuerpo. Mi cuerpo es una pieza en una máquina más grande, que es el universo (pon escalas intermedias donde quieras, esto es solo un esquema ilustrativo), y tal vez el propio universo sea una pieza en una máquina más grande aún, aunque quede fuera de nuestra comprensión (¡por ahora!). Pero ese es precisamente el significado de la frase anterior: ¡la vida se justifica por el misterio! Igual que tú eres la cúspide de la creación en el momento de mear por la mañana (y si no lo has sentido aún piénsalo la próxima vez que lo hagas) y de que tu orina repiquetee suavemente sobre la cerámica de la taza del váter, e igual que te eriges como rey glorioso sobre una montaña de cadáveres, también eres el experimento número incalculable y el infinitésimo run del programa, el soldado raso enviado a morir y la hormiga-puente tendida para que pase apisonándote un ejército infinito de hormigas superiores. Tu razón de ser es un misterio, pero al mismo tiempo ese misterio es suficiente razón de ser. ¿Cuál es el nanopropósito de tu nanotarea dentro del conjunto? ¿De qué región infinitesimal del gran telar te estás encargando? ¡Depende de la escala! ¡Y tal vez el conjunto, según se expanda, no deje de escalar! Así que es una pregunta sin respuesta: es como preguntar por el final de un regreso infinito o por el último número natural. Pero entonces, yo aquí pequeño y haciendo mis cositas, ¿qué misión tengo? ¡Pues la que quieras, hombre! Si quieres ser prosocial y ayudar al proceso, dale duro. Promueve campañas contra la contaminación atmosférica y ten hijos y cumple las leyes y dona dinero a una ONG de vez en cuando y sé bueno con los demás. Estarás contribuyendo (infinitesimalmente también, pero algo es algo) a la expansión de tu grupo, sea como sea que se defina tu grupo. Y si quieres ser antisocial e ir por ahí rompiendo cosas y ensuciando las calles y malogrando lo que han hecho otros, pues también puedes. Pero ojo: igual de refilón, indirectamente y sin tú mismo buscarlo, acabas sirviendo también al propósito del grupo. A lo mejor te conviertes en un paradigma del mal y desde entonces nadie vuelve a hacer lo que tú hiciste, o igual tus gamberradas le sirven al grupo para ponerse las pilas y buscar la forma de protegerse en el futuro de elementos nocivos como tú. ¡O igual terminas aniquilándolo! Pero en ese caso lo más probable es que haya otros cientos de miles de millones, incontables, grupos alternativos avanzando poco a poco, alegres y primaverales, en la misma línea de expansión. Si acabas con los humanos serán los ratones, si acabas con todos los seres de la Tierra serán los de otros planetas y si no es hoy será dentro de billones de años, pero la voluntad de poder rebosante, el gozo infantil de la vida, seguirá encontrando un camino. Pero supongamos que eres prosocial y estás colaborando con tu grupo, de extensión cualquiera (sea tu familia más próxima o toda Gaia), y te da la sensación de que tus esfuerzos no son solo para satisfacer tus deseos animales –que también– sino que están en función de algo, de un fin superior, por ejemplo tus hijos (o versiones de esto: «dejarles un mundo mejor a tus hijos», etcétera). Y, desde esa tesitura, te preguntas: ¿cuál es ese fin? Pues ahí es donde te digo que no hay respuesta: tu fin llega hasta donde llegue tu vista. Si lo que quieres es colaborar por el bien de tus hijos, pues hasta tus hijos. Si piensas a diez generaciones vista, pues el fin de tus actos será que efectivamente contribuyan en algo a que en diez generaciones tu grupo, definido como sea, haya mejorado en el parámetro que sea, en la medida que sea. Eres prosocial, eres un buen hijo, honras a tus ancestros, el sedimento de cadáveres santos sobre el que se yergue tu mundo, y quieres que la cosa mejore (en la medida que sea, según el parámetro que sea) para los que vendrán más adelante, cuando tú seas a tu vez un cadáver apilado: eres un buen hijo y un chico excelente; definitely a good boy and a jolly good fellow. Pero tampoco puedes prever, ni ver a secas, las consecuencias de tus actos a otras escalas más grandes. Si tu grupo (pongamos Gaia, la Tierra entera como megaorganismo) es solo una pieza en una máquina mayor, igual que tú eres solo una pieza en la máquina-Gaia (o en la máquina-familia-Pérez), su función en esa otra escala no te resulta accesible desde aquí. El magnífico objeto que tú estás contribuyendo a producir, y cuya compleción resulta ya casi inimaginable, puede ser apenas un mero tornillo en otra máquina todavía mayor, y ahí la perspectiva se pierde por completo. Lo único que permanece es la voluntad de seguir, cada uno en lo suyo –cada uno en su escala, en su tareíta particular– y el misterio de saber que esa voluntad de construir piezas para máquinas cada vez mayores no la has elegido ni la tienes solo tú, sino que a la vez la compartes con todo otro ser en el universo (o con el universo en sí), y el mismo hecho de que tengas deseos (en un sentido o en otro, prosociales o antisociales, egoístas o altruistas, más básicos o más refinados, más brutos o más conscientes) se debe a que tú mismo eres una pieza de esa inmensurable maquinaria en expansión. Dicho de otro modo: que tú tengas voluntad de poder se debe a que la máquina misma tiene voluntad de poder. Tú eres una expresión de la máquina, un microrrecoveco en el patrón fractal de la máquina, expresando lo mismo que la máquina expresa: deseo de crecer e ir a más, explorar y jugar, descubrir (¿descubrir qué? ¡no se sabe, esa es la gracia!), avanzar (¿hacia dónde? ¡hacia lo nuevo! ¡hacia lo mejor!) y abrir caminos en la noche. Traer luz al mundo. Tú eres una nanopartícula lucífera (o lucígena) de la gran máquina lucífera (o lucígena) que es el cosmos, y que en este punto ya tiene sentido llamar Dios. Pero no solo eres parte de Dios, no solo eres pieza de la máquina o célula del cuerpo: eres una versión de Dios, una versión de la máquina, una versión del cuerpo total (tal como el feto en la tripa de tu madre era una versión del tuyo). La evolución (no solo biológica, sino en general), el proceso mismo de expansión y autoiluminación del cosmos o de la naturaleza –o de Dios, si se me concede ya esta licencia retórica–, no tiene un fin, justamente porque la recursividad a escalas cada vez mayores, al modo de un fractal (nuestro universo como pieza de otro universo, etc.), hace imposible la prospectiva de cuál sería dicho fin. En todo caso se podría decir que el fin de la evolución es siempre desbordarse a sí misma (y, por ello, a sus propios fines intermedios o pasados), y ese desbordamiento constante, recursivo, es la voluntad de poder nietzscheana y el instinto de exploración del niño. Entre ser un buen hijo (o una buena pieza, prosocial) y ser un mal hijo (una mala pieza, antisocial) la diferencia no está en que en un caso Dios, como padre o figura separada, te juzgue bien y en otro te juzgue mal y se enfade o se decepcione contigo. La diferencia es que tú mismo estás más in tune con el cuerpo del mundo o, por el contrario, en una relación más antagónica con él. Y probablemente seas más feliz si estás moviéndote al mismo ritmo del resto que si vas a destiempo con ellos (aunque, de nuevo, solo sea porque estamos programados para ser más felices así, esto es, para sentir placer cuando hacemos funcionar bien a la máquina), de modo que en cierto sentido deberías acompasarte a ese ritmo y bailar con el resto en lugar de ser un amargado resentido en el rincón dándole vueltas una y otra vez a lo estúpidos y odiosos que son todos. Al final, si tiendes demasiado a hacerlo, no te reproducirás (o ese rasgo, manifestado en ti como parte del fenotipo extendido, no se reproducirá) y se irá purgando del cuerpo colectivo. Es decir: el propio sistema se va depurando de rasgos o elementos que contribuyan menos a su optimización, en favor de otros que contribuyan más. A lo mejor en vez de felicidad habría que hablar, pues, más de salud. Ser más prosocial es más saludable que ser más antisocial. Pero, de nuevo, como siempre hay errores y defectos y cosas raras, puede que aparezcas tú, un defecto humano (aunque no sea culpa tuya), antisocial y no prosocial, fracasado y resentido y mezquino y malo, y la líes un rato hasta que los anticuerpos del sistema te neutralicen y te purguen. Pero lo que plantea esto en el fondo es: ¿tiene algún sentido que yo haga las cosas bien y sea prosocial y sea un buen chico si, en caso de que hiciera todo lo contrario, el sistema también acabaría aprovechándose o apropiándose de mí para hacerse más fuerte y evolucionar a mejor? Es decir: ¿por qué esforzarse por ir a mejor ahora si simplemente haciendo lo que te salga, o incluso siendo activamente malo, el sistema irá a mejor (y presumiblemente llegará al mismo punto al que habría llegado si tú hubieras hecho las cosas bien) eventualmente? ¿Es simplemente una cuestión de tiempo, de hacer las cosas bien cuanto antes? ¡Pero eso es ridículo si el proceso no tiene un fin! Pero es que la respuesta no es esa: la respuesta es que ir a mejor es estar tú mejor. Por eso hablaba de salud: contribuir a tener una comunidad limpia y agradable repercute a su vez en tu propia calidad de vida; no es un deber opuesto a tu propio placer, sino que las dos cosas están sintonizadas, en simbiosis. Por eso con quince años te revuelves y creas violencia a tu alrededor y a la vez tú mismo estás violento y revuelto, y con cincuenta (si has hecho las cosas bien) estás más tranquilo, generas más tranquilidad que violencia a tu alrededor y tú mismo estás más feliz. Las dos cosas van acompasadas. ¿Pero cuál es el objetivo entonces? ¿Estar todos cada vez más tranquilos y que todo esté cada vez más y más quieto hasta que ya nada se mueva? En ese caso el dolor terminaría, y terminaría también el conflicto, ¡pero con ello terminaría también el impulso primitivo, la voluntad de ir a más y a mejor! No, es que no es lo mismo tranquilidad que quietud per se: con tranquilidad me refiero a armonía. La recursividad de las escalas del conjunto, máquinas como piezas a su vez de otras máquinas más grandes, se encarga de que la quietud absoluta no llegue nunca, sino solo a escala. Una fase se completa, una máquina se termina, tal vez incluso un universo: ahí se aquieta el cosmos. Pero eso a su vez no hace sino abrir otras fases más grandes. Si en algún momento llegase la compleción absoluta (una cosa, por otro lado, tan impensable como que se detuviese el tiempo en un instante concreto y todo permaneciese igual ad infinitum) solo podría significar que el juego ha terminado, que nos hemos pasado el juego, literalmente, y si no hubiera nada más que hacer después (algo, de nuevo, que parece inimaginable) tampoco estaría tan mal, ¿no? Significaría que por fin podemos descansar; que Dios mismo puede por fin descansar, dormir, reposar en un perfecto equilibrio termodinámico perenne sabiendo que ha cumplido su función, exactamente igual que hacemos nosotros. Pero en cualquier caso este escenario de compleción absoluta es una fantasía, una proyección humana: tenemos que asumir que el fin (ahora ya sí en el sentido de final, término) del cosmos es incognoscible desde nuestra perspectiva (o tal vez desde cualquier perspectiva interna a él mismo). O sea, que lo de la salud tiene que ver con la armonía, no con la quietud: con vibrar a la misma frecuencia o a frecuencias compatibles con el entorno, o con el cuerpo, o con el sistema, o bailar al mismo ritmo que los otros, acompasados: no con estar más quieto, como una sardina enlatada o un sistema frío y con pocos intercambios de energía. A lo mejor termina el dolor como estímulo del crecimiento (pues eso es lo que es ahora) y el crecimiento se vuelve más placentero que doloroso. ¡Pues fantástico! Pero seguirá habiendo crecimiento. A lo mejor no nos imaginamos las nuevas formas de placer, ni las nuevas contrapartidas negativas de ese placer (lo que ahora es a veces dolor, otras veces aburrimiento, incomodidad, miedo, horror, tensión): a lo mejor seguirá habiendo creación y destrucción, pasión y lucha, gloria y honor, solo que a una escala para nosotros ahora incomprensible, colosal, cósmica. Pero, de nuevo: ¿crecimiento hacia dónde? ¿Todo eso, toda esa expansión y lucha, aunque sea placentera (y no digamos ya si es dolorosa), para qué? ¿Qué la justifica? ¡Ah! Llegamos al último pináculo, a la cima de todo. Lo hemos rozado una y otra vez pero ya es hora de dar el paso y volver a decirlo: ¡No hay un «para qué»! ¡El proceso no tiene un fin predeterminado, y por tanto no cabe un «hacia dónde» final, ni un «para qué» final: la única respuesta posible en esa línea sería «para seguir creciendo»! Pero hay otra posibilidad de responder a esto: justificar el crecimiento porque quiero. Justificar la expansión y la lucha por el placer de expandirse y luchar. Pura voluntad que colma el cuerpo y rebosa y se extasía en su desbordarse y extenderse por todos lados, como un líquido sagrado, como una luz cada vez más resplandeciente. ¡Eso es la voluntad y no otra cosa! ¡Líquido que rebosa, luz que irradia y niño que explora en todas direcciones! La paradoja es que, si te preguntas entonces a qué obedece ese deseo, o de dónde viene tu voluntad de expandirte, o por qué tu voluntad es de expandirte y no de otra cosa, la única respuesta es que ese es el gran misterio. Es como preguntar por qué existe el cosmos, o «por qué es el ser y no más bien la nada». Literalmente: es la misma pregunta. Preguntar por qué la voluntad tiende a expandirse o por qué nosotros tendemos a jugar a este juego de construir máquinas que luego a su vez son piezas de otras máquinas mayores, y en el que además estamos programados para experimentar placer cuando lo hacemos bien (o sea, cuando jugamos tal como el juego quiere ser jugado), es exactamente igual que preguntarse por qué el cosmos mismo existe, pues no conocemos otro ni que funcione de otra manera. La única modalidad posible de la existencia es la de la voluntad de poder, la del niño, la de jugar por jugar, porque quiero (que es lo mismo que decir: porque el cosmos quiere, porque la vida quiere, porque Dios quiere), y sin preocuparme por (y sin poder saber, en cualquier caso) la máquina que se construirá con las piezas que yo fabrique. Yo las fabrico porque quiero, y si me preguntas por la razón de que quiera eso solo puedo apuntar al cielo y decir: «no soy solo yo, es la Existencia misma».

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