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La teoría freudiana como herramienta de análisis de los fenómenos culturales

2015, 5100 palabras

Según dice Freud en su ensayo El malestar en la cultura, de 1930, la cultura humana consiste básicamente en la supresión de los instintos «primitivos», bien por mecanismos de represión –a su vez directos o indirectos– o bien por sublimación, esto es, por la sustitución de un instinto primario por una actividad distinta, más elaborada o elevada pero cuyo motor sigue siendo ese mismo instinto. Con la distinción entre «represión directa» y «represión indirecta», que no utiliza el propio Freud, aludo a los dos métodos que Freud sí menciona en la obra para que los instintos queden inhibidos o en cualquier caso para evitar su libre expresión: la coerción externa, punitiva, por parte del entorno cultural, y la coerción interna que parte del propio individuo (concretamente de su superyó), es decir, de su propia conciencia moral.

Pero antes de entrar de lleno en el asunto principal, creo útil adelantar algunas notas sobre la estructura conceptual del psicoanálisis freudiano, que de una forma u otra yo seguiré y asimilaré en lo subsiguiente, pues presupone varias cosas que merecen ser explicadas. Primero, presupone que existen algo así como instintos, en el sentido de fuerzas ciegas que constantemente pugnan por salir de nosotros, por expresarse. La propia palabra «instinto» (del latín instinctus) comparte raíz con «instigar», «estimular» (instinguere), «punzón» (stilus) y «aguijón» (stimulus). Una fuerza que nos pincha y nos aguijonea interiormente, pretendiendo salir, casi (o incluso) a costa de nuestro propio ser, que se lo impide. Es interesante notar que se trata de algo que no reconocemos como parte del yo, pues precisamente el yo es esa estructura general de la cual los instintos intentan escapar, o a la cual instigan para que actúe de tal o cual manera, pero siempre de este modo alienígeno, ajeno a nuestro ser normal.

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Sigmund Freud en sus últimos años de vida

Por otro lado tampoco hay más que ver ciertos patrones comunes para conjeturar que la percepción que tenemos de los instintos es la misma o muy parecida transculturalmente: en culturas más primitivas, sean pasadas o presentes, se habla con toda naturalidad de demonios de la lujuria, la ira o los celos que son los causantes, por posesión o intrusión en el alma de alguien, de sus arranques de lujuria, ira o celos respectivamente, y también valen como responsables de tipos de «locura sagrada», como el éxtasis místico o la creación artística o la facilidad verbal (me refiero tanto a las Musas como a los variados daimones en la cultura griega, por ejemplo). Del mismo modo, cuando nosotros decimos que alguien está «poseído por el deseo» no nos alejamos demasiado de esta noción antigua de estar literalmente poseído por una entidad ajena (un demonio o espíritu): el sentido de la enajenación, de que una fuerza extraña rompe o atraviesa el yo habitual, permanece el mismo. El yo con el que nos identificamos según esta concepción común y transcultural, que es a su vez la que recoge y utiliza el psicoanálisis en su construcción teórica, es una estructura que contiene a los instintos (aun reconociendo que nacen en su interior, en algún lugar más profundo, y abandonando por fin la idea de que son entidades externas, como demonios o dioses), evitando que salgan o dosificando su salida de una forma que podríamos llamar racional. El yo con el que nos identificamos es, pues, un yo racional constituido por la cultura, que es la que a través del lenguaje y los usos compartidos (todo tipo de rituales, normas e instituciones en sentido amplio) prescribe lo que es aceptable y lo racionaliza para legitimarlo de cara a los individuos.

 

Nosotros somos este yo racional y cultivado, ya con nombre –y tal vez apellidos–, con roles sociales y con una posición cultural definida (como «el herrero», «el hijo del herrero», «la madre del herrero y otros tres hermanos», etc.), insertos en el juego de rituales, normas e instituciones que a su vez, a través de diversas formas de legitimación, hemos aceptado no como un estado de cosas arbitrario o contingente, sino como un orden necesario y lógico de la realidad, o, más bien, como el orden necesario de la realidad. Es en este contexto en el cual se puede entender la identificación del yo subjetivo con el yo racional o social, un yo que fundamentalmente se dedica a cumplir imperativos sociales: cumplir ciertos roles como niño, ciertos roles como adolescente y joven, ciertos roles como adulto y ciertos roles como viejo, pero todos socialmente prescritos; es decir, dedicado a «hacer lo que hacen los niños», «hacer lo que hacen los viejos», etc., que quiere decir en el fondo «hacer lo que deben hacer los niños» o «hacer lo que deben hacer los viejos” según los estándares de cada cultura. Y esto es, a su vez, lo que permite que haya una dicotomía y una lucha constante entre el yo así constituido y las «pulsiones instintivas» con las que el individuo ha dejado conscientemente de identificarse, pero que no obstante, biológicamente, siguen estando ahí. Cuando alguien dice «yo no soy así», lleno de arrepentimiento tras haber cometido algún pecado (en sentido amplio), esto es, tras haberse «dejado llevar por sus impulsos», confirma esta división interna y se resitúa (con la culpa que conlleve) en el lado culto, normal y razonable, tanto de la sociedad como de su propio ser.

Sin embargo, la propia noción de instinto es confusa y da lugar a ciertas paradojas o aporías, como al considerar por ejemplo el caso de un soldado en la guerra, que pretende activamente no morir pero a la vez está dispuesto a sacrificar su vida por un bien mayor (¿qué clase de «instinto» funciona en ese caso?), y por otra parte es lo bastante maleable como para aplicarla a prácticamente toda clase de conductas humanas, que seguramente serían mejor explicadas mediante otros conceptos (hablando, por ejemplo, de los motivos que llevan a una persona a suicidarse o matar a otra, en lugar de simplemente hablar de un «instinto de muerte» que no parece explicar nada). Pero no pretendo aquí desarrollar estas posibles críticas, sino solo dejar constancia de ellas.

Por otra parte, la teoría psicoanalítica presupone la existencia del inconsciente: una parte de la topografía anímica en la que se dan procesos o sucesos psíquicos que no son accesibles a la consciencia, pero que no obstante se suponen para dar cuenta de otros fenómenos ya apreciables, por ejemplo conductuales. Freud defiende la idea del inconsciente frente a los críticos que ya surgieron a finales del siglo XIX (siendo entre ellos el más prominente, quizás, el pragmatista norteamericano William James) aduciendo que solo la existencia de una actividad psíquica inconsciente pero efectiva puede explicar los fenómenos observados en la hipnosis (en los que el hipnotizado ejecuta tareas sugeridas por el hipnotizador tras salir del trance pero sin llegar a saber por qué lo hace –esto es, sin ser consciente del comando verbal que se le dio durante el trance hipnótico–) o la propia práctica psicoanalítica con pacientes histéricos o con otros trastornos, según explica Freud en su breve ensayo titulado Algunas observaciones sobre el concepto de lo inconsciente en el psicoanálisis de 1912. Es en este inconsciente en el que, desde la teoría psicoanalítica, se generan gran parte de los procesos que luego dan lugar a nuestras emociones y conductas visibles, y es allí también donde los instintos, cuyo alcance conceptual antes explicaba, funcionan y se desarrollan para luego «salir» a la actividad consciente de una forma u otra, a veces transfigurándose o sustituyendo su objeto, dado inconscientemente (y que no sale a la luz por ser intolerable para la parte consciente, por ejemplo por vergüenza), por otros que la consciencia tolera o puede justificar racionalmente.

 

Así se enlaza todo lo dicho hasta ahora con la teoría a la que aludía al principio, y que Freud explica en El malestar en la cultura: la teoría de la represión de los instintos y tendencias inconscientes y su expresión mediada por la sublimación, que es quizá lo más interesante para un análisis psicosociológico de la cultura en términos freudianos. El mecanismo psíquico de la sublimación es descrito por Freud como «la facultad de permutar la meta sexual originaria por otra, ya no sexual, pero psíquicamente emparentada con ella», y cita como ejemplos de ello el arte, la religión, la ciencia o la política, por cuanto todas estas actividades humanas tienen de «libidinal», en un sentido amplio, y cuyo origen último para Freud está en la pulsión sexual. La libido es, en su teoría, puro deseo amorfo y abstracto de contenido, como una fuerza pura que puede luego dirigirse en varias direcciones o moldearse para adoptar distintas formas concretas: deseos de poder o reconocimiento social, deseos de creación y expresión artística o de otra índole, etc. Al margen de las posibles y pertinentes críticas a este «pansexualismo» freudiano de la voluntad, que en último término reduce a esta a una dicotomía entre una pulsión positiva (la libido abstracta o «Eros», cuya raíz es siempre sexual) y una pulsión negativa (el antes mencionado «instinto de muerte», más abstracto e indefinido todavía), creo que este concepto de sublimación, con algunos matices, puede ser rescatado para explicar parcialmente la dimensión psicológica de fenómenos sociales como, efectivamente, el arte, la política o el deporte, como intentaré mostrar en los párrafos siguientes. Asimismo, el concepto de inconsciente en un sentido amplio, no estrictamente psicoanalítico (y que yo reformularía más bien como «subconsciente», aludiendo a una actividad psíquica efectiva «por debajo» de la consciencia, pero no totalmente inaccesible a esta), y el concepto de instinto o pulsiones instintivas pueden ser también utilizados, creo yo, para elaborar relevantes análisis psicosociológicos de las áreas antes mencionadas. Distinguiré, por ello, entre dos aplicaciones de la teoría freudiana según me refiera, respectivamente, a la parte «productiva» o «activa» de tales fenómenos culturales o a la parte «receptiva» o «pasiva» de estos (por ejemplo, al artista y al receptor de la obra de arte respectivamente, o al político y a los ciudadanos a los que el político se dirige).

 

1. Por la parte productiva o activa

Un análisis psicológico de fenómenos culturales como la política, la actividad académica, la actividad artística o los deportes, tal y como se dan en nuestros días, pero también de la vida social en general, permite ver –en algunos casos mejor que en otros– una cierta división entre las justificaciones racionales que los miembros de cada institución dan de sus acciones, tanto de cara al público como de cara a sí mismos, y un submundo de motivaciones veladas, subrepticias, de un orden que yo llamaría «instintivo» y que funciona siempre, y sirve de fundamento a la propia actividad, pero sin llegar a explicitarse nunca. Es decir: además de las funciones socialmente admitidas y explícitas de todas estas actividades –y tantas otras–, estas también tienen funciones psicológicas para los propios agentes que normalmente quedan en la sombra y que un análisis en términos freudianos (aunque sea con matices y sui generis como el que propongo) permite hacer visibles.

Por ejemplo, es un lugar común en la política, especialmente dentro de los sistemas democráticos liberales orquestados a partir de la pugna entre distintos partidos, que cada miembro activo de la facción que sea declare solemnemente su honestidad y su intención profunda de proponer lo mejor no solo para su propio grupo y los que sean afines a él, sino para todos los ciudadanos. Sin embargo, resulta imposible en la práctica encontrar a uno de ellos que llegado el caso critique abiertamente a su propia formación o a sus líderes (el presidente del partido o el candidato a las elecciones, por ejemplo), llegando hasta el punto de justificar mediante malabarismos retóricos cualquier acción criticable por su parte. ¿Por qué es esto así? Podría decirse que por una cuestión estratégica, para no ceder terreno ante sus adversarios, y sería cierto, pero la pregunta entonces sería: ¿qué lleva a un individuo particular a seguir esta «estrategia de grupo», a adoptar líneas de actuación e incluso de razonamiento ya prescritas, a identificarse más allá de todo raciocinio con un grupo al que siente que pertenece? Y la respuesta está en las emociones, la implicación interpersonal de carácter puramente emocional (o «erótico», diría Freud), que a su vez podría analizarse en términos de «instintos», como el que da lugar a la estructuración jerárquica de los grupos sociales: el compromiso emocional con el líder o líderes del grupo, que funcionan a modo de «padres» o «madres», y con el resto de miembros, que funcionan como «hermanos» o «hermanas», o la visión de los grupos antagónicos como enemigos en un sentido primario, irracional, que de nuevo se forja en un nivel subconsciente e instintivo en el que el individuo se percibe a sí mismo como parte de una «manada» que ha de defender a toda costa y cuyos adversarios son elementos peligrosos, amenazas para la propia existencia del grupo y por tanto de su persona.

 

Se podría argüir que esto no siempre es así, y que políticos de facciones contrarias llegan a tener buenas relaciones personales más allá de sus discrepancias políticas, o que algunos llegan a criticar a sus superiores en un ejercicio de distanciamiento, pero estas conductas tampoco escapan a un análisis en términos de pulsiones instintivas. En el primer caso (el de los adversarios políticos con buenas relaciones personales) la cuestión está en la familiaridad: del mismo modo que un conductor puede enfadarse con otro hasta verlo como un enemigo absoluto y llega a decir de él las peores cosas, cuando en otras circunstancias –por ejemplo, habiendo sido presentados por un amigo en común– ambos individuos podrían haber llegado a ser grandes amigos, así también sucede que cuando no se conoce a alguien resulta fácil caricaturizarle de algún modo y suponerle como miembro de una colectividad estereotipada (por ejemplo, como un «rojo» o un «facha»), dando rienda suelta a todos los prejuicios que se tengan sobre el grupo al que pertenece, mientras que al conocer personalmente a alguien en las circunstancias apropiadas –circunstancias sociales en las que el conflicto ideológico se diluya, como comidas comunitarias, festejos u otros ritos sociales– se llegará a tener una impresión subconsciente de la persona como amiga o por lo menos no peligrosa, no amenazante, de modo que queda cada vez menos circunscrita al estereotipo asignado y cada vez más «personalizada», y por tanto menos extraña y menos fácil de prejuzgar automáticamente como malvada o amenazante. Todo esto enlaza con la cuestión más general de la simpatía por familiaridad, que es un fenómeno psicológico bien conocido, y la cuestión de la humanización y la deshumanización, de la que luego hablaremos.

 

El mismo mecanismo explica la tendencia universal a considerar a las personas desconocidas como «la gente», atribuyéndoles ciertos defectos ab initio (como cuando se dicen cosas del tipo «el problema es que la gente solo piensa en sí misma») y en cambio sentir que los propios amigos –y uno mismo– son individuos únicos y especiales que escapan de ser clasificados de la misma forma, o lo que permite, por ejemplo, que alguien sea generalmente receloso de los homosexuales, los argentinos o los géminis pero a la vez tenga amigos homosexuales, argentinos o géminis concretos sin que sienta contradicción alguna. Al personalizar a un sujeto y «extraerlo» de la masa se le deja de percibir como la expresión de un tipo (o estereotipo) y por tanto se le dejan de atribuir las características que se le atribuyen a dicha masa de sujetos indiferenciados, o por lo menos se le toleran al ser vistas solo como una parte de una totalidad más amplia (la persona en sí).

 

Por lo que se refiere a la objeción de que un miembro del grupo también puede ser crítico con los líderes del mismo, la respuesta es fácil: se suele ser crítico con los líderes en tanto que miembro, a su vez, de un subgrupo determinado que aspira al liderazgo (por ejemplo, habiendo facciones enfrentadas dentro del mismo partido político), pero los mismos mecanismos de identificación y pertenencia al grupo antes mencionados funcionan igualmente en este caso. Algo muy parecido puede observarse en el terreno académico, también siempre dividido en distintos «bandos», y donde –de nuevo– las implicaciones emocionales con personas y grupos subyacen a toda la actividad propiamente «racional» (por ejemplo, científica o filosófica). Cada escuela o corriente académica contiene no solo un cuerpo argumental o una doctrina más o menos fija, sino también gustos y aversiones asociadas tanto en lo político como en lo religioso e incluso en lo estético, y todo esto (quiénes son los adversarios, qué es mejor y peor e incluso qué es de buen o mal gusto) va incluido en el aprendizaje del sujeto que se «inicia» en una de tales corrientes o facciones académicas. Es decir: cada uno de estos grupos académicos tiene claras afinidades que se muestran en la forma de vestir, los gustos estéticos y el estilo de vida en general, de forma que la cohesión del grupo aumenta a medida que este se expande por más terrenos de la vida de los miembros.

Pero todas estas relaciones se forjan a nivel subconsciente, de forma que el individuo las naturaliza sin siquiera planteárselo, simplemente como «lo que hay que hacer», de la misma manera que durante la socialización primaria aprende «lo que hacen los niños» y después «lo que hacen los jóvenes», etc., solo que en este caso sería algo más parecido a «lo que hacen los sociólogos de izquierdas» o «lo que hacen los científicos creacionistas». Toda esta infraestructura de comportamientos, gustos y afinidades compartidas es lo que se podría llamar tal vez la parte «estética» de la identificación con el grupo: más allá de la asimilación de las ideas o del argumentario propiamente racional de cada grupo, existe una mímesis gestual y comportamental de los novatos hacia los líderes o personas de referencia, como se observa fácilmente en agrupaciones políticas, corrientes académicas y otro tipo de grupos sociales, en las que la forma de hablar, vestirse, etc., de los líderes es mimetizada por el resto del grupo junto con la parte «racional» o eidética (por ejemplo, la ideología política en el caso de un partido). En todos estos casos es patente la relevancia de un posible análisis en términos de instintos, en el sentido de fuerzas inconscientes que guían nuestra acción incluso sin desearlo: por ejemplo, el instinto de agregación, con sus particularidades como la mímesis ahora mencionada o la necesidad de sentir la pertenencia a un grupo de aliados o una «familia» frente a enemigos exteriores, que subyacen a todos los casos comentados tanto en la política como en el mundo académico.

Por otro lado, pero siguiendo dentro de la parte «activa» de mi exposición, es decir, con el foco puesto en los agentes y no en los receptores de los actos, hay otros casos que podrían ser examinados a la luz de ideas freudianas como las de «represión«, «inconsciente» y «conciencia moral» o «superyó». Por ejemplo, el arte tiene una inmensa potencia psicoterapéutica desde el punto de vista freudiano, en la medida en que permite expresar de forma socialmente aceptable contenidos de la psique que no podrían expresarse por otras vías, como deseos o preferencias subconscientes. No hace falta abundar en ejemplos para hacerse una idea de esto: tanto a través del simbolismo y los significados ocultos –pero presentes para el artista– como de forma más directa el autor puede permitirse, no solo socialmente sino también de cara a sí mismo (aquí entra en juego la distinción entre represión «externa» por parte de la sociedad y represión «interna» por parte del superyó), mostrar deseos y emociones que si no fuesen expresados a través de un producto artístico serían censurados, o bien por la sociedad o bien por su propia conciencia de culpa por sentirlo o desearlo.

 

Un caso similar de liberación de deseos reprimidos se da en los deportes de competición, en este caso al permitir liberar las pulsiones agresivas y belicosas que se generan naturalmente en nosotros (especialmente en los varones) sin dar lugar a verdaderas situaciones de conflicto ni romper el orden de convivencia social. Dicho claramente: cuando un jugador de fútbol logra traspasar las defensas rivales y marcar un gol probablemente siente, y hace sentir a los seguidores de su equipo –por el mecanismo de identificación antes mencionado– algo parecido a lo que sentiría un soldado al abatir de un disparo a un combatiente enemigo permitiendo a su unidad avanzar y tomar un enclave estratégico. Valores tradicionalmente militares como la valentía, el heroísmo, el liderazgo, la camaradería (enlazando por aquí con el tema de la pertenencia y la identificación con un grupo), la obediencia o la beligerancia, así como el propio desempeño físico y estratégico que garantiza la victoria frente a un enemigo, son traspasados tal cual a los deportes de competición de toda clase, desde el waterpolo hasta el boxeo, que se convierten hasta cierto punto en canales por donde reencauzar la agresividad espontánea que la sociedad, en forma tanto de leyes como de normas morales, reprime. Este mismo fenómeno de reencauzamiento de la agresividad y de transposición de las estructuras militares a la sociedad civil se ve también en otros ámbitos, como –de nuevo– el sistema de partidos políticos (donde es fácil ver el parecido de estos con la jerarquía y el comportamiento militar) o el mundo empresarial, en el que cada vez más se tiende a formar a los empleados como miembros de una «gran familia», o lo que es lo mismo, como militantes de un ejército, creando lazos de solidaridad y sentimiento de cohesión grupal, una fuerte jerarquía, respeto por los líderes y compromiso con los objetivos grupales (intentando que cada trabajador ponga los objetivos de la empresa por encima de sus propios objetivos individuales).

 

No obstante, donde se aprecia más claramente el matiz de la liberación de una suerte de «energía reprimida» es en el caso de los deportes por la inmediatez del enfrentamiento físico, que es una forma más primitiva y por tanto que satisface más fácilmente, o de forma más directa y obvia, los instintos de lucha o agresión. Y esto es, a mi juicio, un ejemplo perfecto de lo que llamaba «sublimación» al principio de este escrito, en un sentido ligeramente más amplio que el del propio Freud pero con un funcionamiento idéntico: un instinto básico, como el de agresión o lucha, se canaliza a través de actividades que lo satisfacen parcialmente o de forma mediada por la cultura, de forma que el objeto instintual queda «sublimado». Ya no se trata de, lisa y llanamente, neutralizar a un enemigo en una lucha a muerte, sino de vencerlo, por ejemplo, en un juego de competición con reglas concretas o en una pugna política por la mayoría electoral, siempre dentro de un contexto que permita la expresión de cierta agresividad o beligerancia pero sin que llegue a una verdadera lucha mortal, que supondría un desgarro del tejido social o comunitario.  Sin embargo, como explica Freud, el motor sigue siendo el mismo.

 

2. Por la parte receptiva o pasiva

Esta segunda parte del análisis podría entroncarse con la estética como disciplina filosófica, entendida a su vez en un sentido ancho, no como mera «teoría del arte», sino como un estudio general de los fenómenos culturales en tanto que fenómenos estéticos, o por cuanto tengan de estético en cada caso. Utilizo, pues, el significado etimológicamente ceñido de «estética» derivado del griego aisthesis, que podría traducirse por «percepción sensorial», separando esta dimensión de otras como la pragmática o la lógica. Así pues, también son objetos de la estética los coches, los trajes, las zapatillas deportivas o los logotipos comerciales o políticos, en la medida en que se consideren en su dimensión estética (por ejemplo, el diseño del coche, el traje o la zapatilla, o la belleza –capacidad de atracción– del logotipo) y no en sus otras dimensiones posibles (por ejemplo, la mecánica del coche, la calidad material de la zapatilla, la comodidad del traje o el contenido puramente «lógico» de un logotipo o un eslogan). De hecho, las propias instituciones sociales tienen una parte estética, y mi tesis es que esta parte estética no es accesoria, sino que está en el fundamento mismo de su efectividad como instituciones, en virtud –precisamente– de la influencia privilegiada de dicha dimensión estética en las profundidades de la psique humana, afectando directamente a los instintos y las tendencias subconscientes. Esto es lo que intentaré mostrar brevemente en lo que sigue.

Algunos buenos ejemplos de la utilización de la estética para establecer instituciones sociales se encuentran en la religión, donde ciertos atuendos distinguen no solo a la clase sacerdotal del resto de la población (un patrón recurrente a través de todas las culturas), sino también a los distintos rangos, de haberlos, dentro de la propia institución religiosa (como en el caso de la Iglesia Católica). La diferenciación que permite saber quién es miembro de cada clase o grupo social es, a este nivel, puramente estética, pues un sacerdote  católico sin su sotana y eventual alzacuellos no es reconocible como tal fuera de sus funciones, lo mismo que un juez o un militar. Pero más aún, la propia institución exige que realice sus funciones vestido como sacerdote, como juez o como militar, identificándose como tal, de forma que los propios implicados en la acción (sea una misa, un juicio o un desfile) sepan reconocer su posición social incluso sin conocerle personalmente. Esto no es que refuerce la institución (como la judicatura o el sistema de justicia en general, o la Iglesia Católica, o el ejército de tal o cual país) sino que, considerada en abstracto, esta discriminación o diferenciación puramente estética es condición necesaria –aunque no suficiente– de la institución misma. Es decir: aunque no se obligase a los jueces a ejercer su cargo vestidos con cierta indumentaria –lo cual sería ya tremendamente rupturista– seguirían teniendo que existir símbolos que permitieran su reconocimiento como juez, por ejemplo su posición en la sala, la decoración de la sala misma con banderas y otros símbolos nacionales (como representaciones del jefe del estado) y demás. Si faltase todo esto, su autoridad como juez se vería reducida a un ámbito comunitario, local, pero se imposibilitaría su reconocimiento a escala nacional o interprovincial. Los símbolos territoriales como escudos, banderas y demás, y los rasgos identificativos en los propios individuos a través de la indumentaria –incluyendo no solo la vestimenta sino también accesorios, peinado y rasgos impresos en el propio cuerpo como tatuajes u otras marcas– , sostienen el propio alcance y la efectividad de las instituciones, que de otro modo no podrían mantenerse.

Pues bien, una vez establecido esto cabe considerar en qué sentido decía que esta dimensión estética de las instituciones tiene una influencia privilegiada en el subconsciente y los instintos humanos, y de nuevo algunos ejemplos allanarán el terreno para una explicación posterior. Aquí hay algunas ilustraciones de propaganda de guerra de distintos países con motivos recurrentes (o tópicos) que se enraízan fuertemente en lo que Freud llamaría el «inconsciente colectivo», y que apelan sin duda al instinto de protección de la progenie mostrando niños y familias (nacionales) que hay que proteger del enemigo:

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

Niños

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

Familias

Por otra parte, los líderes institucionales (o figuras simbólicas) también son representados con niños, en actitud paternal o de maestro respectivamente, por la misma razón: el efecto automático que produce, a nivel instintivo, el arquetipo del «buen padre» o el «buen maestro», de nuevo siendo la ternura con la infancia un factor que ataca directamente a las pulsiones más primarias, inspirando confianza y amabilidad:

 

 

 

 

 

El buen padre

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

El buen maestro

 

Por último, los procesos de humanización y deshumanización, que mencioné anteriormente a raíz del ejemplo de la persona que prejuzga a un desconocido de manera que se lo asume como un miembro indiferenciado del colectivo en cuestión (o la masa en general) y del que solo conciben los rasgos típicos atribuidos a tal grupo o tal masa a falta de rasgos que lo individualicen como sujeto, se muestran claramente en los dos sentidos, tanto humanizando como deshumanizando según sea la intención. Se podría decir que los ejemplos anteriores de líderes con niños son, justamente, intentos de humanizarlos de forma que quien vea la imagen sienta una cierta simpatía por ellos, es decir, los perciba no solo como figuras de autoridad sino como amables, cercanos y familiares, de modo que la simpatía surja espontáneamente. Y en sentido contrario también ocurre que para despojar de humanidad y de familiaridad a los enemigos, de forma que se bloquee este surgimiento espontáneo de la simpatía, se les representa con rasgos bestiales –preferiblemente ferales, agresivos– o tapados con cascos o máscaras de aspecto amenazador que los homogeneicen, los despersonalicen o los deshumanicen, como se puede ver en multitud de películas y videojuegos. El mecanismo psíquico es sencillo: si te lo puedes imaginar compartiendo una cena con su mujer y sus hijos, sentirás una cierta compasión cuando el bueno de la película lo mate (o, en el caso de un videojuego, cuando tú mismo como jugador tengas que matarlo). Y esto, sin duda, también es explotable en la propaganda de guerra presentando a los enemigos como «demonios», bestias o fanáticos sin sentimientos humanos. Algunos ejemplos de deshumanización y despersonalización del enemigo (o «los malos») pueden verse claramente en obras de ficción como La Guerra de las Galaxias o El Señor de los Anillos, pero también en infinidad de videojuegos.

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

Propaganda antialemana de la Primera Guerra Mundial

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

Orcos en El Señor de los Anillos

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

Soldados del Imperio en La Guerra de las Galaxias

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

Enemigos deshumanizados en videojuegos (Dishonored y Mass Effect)

 

En suma, desde el punto de vista del receptor o del sujeto paciente (por ejemplo, de la política, la publicidad o el arte) destaca la fertilidad de un análisis en términos freudianos para sacar a la luz patrones psíquicos que funcionan «por debajo», a nivel inconsciente o subconsciente, y que sin embargo moldean y conforman de manera efectiva nuestra concepción de la realidad. Vivimos en un mundo codificado estéticamente, y sabemos quiénes son los buenos y los malos en una película antes de que hagan nada, con solo ver cómo se les presenta cinematográficamente (la música, los planos, los colores asociados a cada grupo), del mismo modo que podemos saber si alguien es sacerdote, juez o militar –pero también otras cosas, como si es rico o pobre, de derechas o de izquierdas o cuál es su música favorita– «leyendo» (esto es, descodificando) su indumentaria. Por último, también sabemos bien quiénes son nuestros enemigos: aquellos a quienes nos cuesta imaginar compartiendo una agradable cena en familia con su pareja y un grupo de hijos sonrientes.

(Nota: algunas de las imágenes, concretamente las de propaganda de guerra y líderes políticos, fueron extraídas de una charla de José Barrera en Youtube titulada "Supernatural: Magic and Spelling as Mind Control", ahora tristemente eliminada de la plataforma.)

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