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Malleus Feministarum #2: ¿Por qué la gente me mira raro cuando digo que no quiero tener hijos (y a los hombres no)?

2019, 3200 palabras

Otra variante de este tópico podría ser: «¿Por qué la gente, cuando digo que no quiero tener hijos, me insiste en que algún día cambiaré de parecer y querré tenerlos, mientras que no hacen lo mismo con los hombres?»

Hay dos respuestas muy a mano. La primera es que se espera de las mujeres –más que de los hombres– que tengan hijos y que quieran tenerlos, porque tradicionalmente la crianza y la familia es un terreno eminentemente femenino, y más aún, porque se considera comúnmente que para las mujeres tener hijos es un paso vital importantísimo –si no el más importante– mientras que para los hombres lo es menos. Tsk, será que no han leído suficiente teoría de género.

La segunda, específicamente sobre la variante de «¿por qué me dicen que algún día cambiaré de parecer y querré tenerlos?», es que eso del «reloj biológico» es muy real. La fertilidad femenina empieza a decaer a partir de los 27 años y cae más aún a partir de los 35, y es parte del acervo de la sabiduría popular que cuanto más se acerca una mujer a esos años más intenso se vuelve su deseo de emparejarse y tener hijos, o como mínimo –según este estudio– su deseo sexual. Por supuesto esto no es una regla infalible, ni puede olvidarse que hay factores sociales y culturales implicados de raíz en el deseo de tener hijos, de modo que es difícil diferenciar hasta qué punto el deseo apremiante de emparejarse a largo plazo y tener hijos de una mujer de 30 años, pongamos, puede deberse a este hipotético automatismo biológico o a las expectativas sociales asociadas al género.

Madre con sus dos hijos

Madre con dos hijos

En cualquier caso, sea primariamente por razones biológicas o sociales, es un hecho que parece darse con cierta regularidad: basta recorrer de pasada algún foro femenino de internet para ver que el efecto está ahí y que muchas mujeres entre los veintitantos y los cuarenta se enfrentan con creciente ansiedad al problema de querer tener hijos pero no tener con quién, o narran cómo cada vez les dan más envidia los bebés de sus amigas, o cómo algo que antes era no más que un leve siseo en el fondo del subconsciente les apremia desde hace un tiempo con una fuerza cada vez mayor. En suma: es algo que pasa con bastante frecuencia, y por tanto no es de extrañar que la gente suponga que a ti, si eres mujer, también te va a pasar.

En cuanto a los hombres, la fertilidad también decae con el tiempo, aunque tarda más en empezar (a partir de los 40 aproximadamente) y se han observado correlaciones entre padres tardíos y mayor riesgo de autismo, hiperactividad y otros problemas en los hijos, aunque los expertos siguen en disputa sobre ello; pero el caso es que en muchas ocasiones un hombre puede seguir teniendo hijos con 60, 70 y hasta 80 años, mientras que para las mujeres llega un punto de infertilidad completa con la menopausia, generalmente entre los 45 y los 55, y durante los años previos a ese punto es progresivamente más difícil llevar a término un embarazo exitoso. Es razonable pensar que por eso los hombres no han desarrollado un mecanismo biológico que aumente sus ganas de tener hijos a partir de cierta edad, mientras que, por otra parte, sí haya sido así en el caso de las mujeres, en cuyo caso la ventaja de un mecanismo tal de cara al éxito reproductivo resulta más evidente.

Pero, volviendo al principio, ¿por qué se debería esperar de las mujeres, más que de los hombres, que tengan hijos y aun que quieran tenerlos? ¿Por qué no considerar la reproducción como un fenómeno que afecta a ambos sexos por igual, si al final ambos tienen que ponerse de acuerdo (o como mínimo sus gametos) para que se produzca? Pues bien: para empezar, porque no los afecta a ambos por igual. Louann Brizendine, neuropsiquiatra e investigadora sobre la neuropsicología de las mujeres, escribe en su libro El cerebro femenino:

«La maternidad te cambia para toda la vida», me advirtió mi madre. Tenía razón. Mucho después de mi embarazo sigo viviendo y respirando para dos, enganchada a mi hijo, en cuerpo y alma, con un cariño más intenso de lo que creía posible. Soy una mujer diferente desde que nació mi hijo y, como médica, valoro por qué. La maternidad te cambia, porque transforma el cerebro de una mujer, estructural, funcional, y en muchas formas, irreversiblemente. Podría decirse que es la forma en que la naturaleza asegura la supervivencia de la especie. ¿De qué otro modo podría explicarse que alguien como yo, sin el menor interés hasta entonces por los niños, se sintiera nacida para ser madre al salir de la neblina inducida por los fármacos en un parto difícil? Desde el punto de vista neurológico era una realidad. Profundamente hundidos en mi código genético estaban los disparadores de una conducta maternal básica, formados por las hormonas del embarazo, activados por el parto y robustecidos por el contacto directo, físico, con mi hijo. (L. Brizendine, El cerebro femenino, RBA Bolsillo, 2018, p. 138.)

Estos «disparadores de una conducta maternal básica», «profundamente hundidos en el código genético» de las mujeres, no se encuentran de igual manera en los hombres. La explosión hormonal que tiene lugar cuando una madre abraza por primera vez a su hijo tras el parto, que los vincula de forma tan profunda e implacable que la separación física resulta hasta dolorosa, no tiene paralelo masculino. Un padre puede querer a su hijo, sin duda, pero no está equipado con el mismo set de mecanismos psicobiológicos para sentirse furibundamente vinculado a él desde el momento mismo de estrecharlo entre sus brazos por primera vez, como sí ocurre con la madre. Esto, junto con el hecho obvio de que entre los mamíferos son las hembras –las madres– quienes amamantan a las crías, y no los machos,  explica también en parte por qué en todas las culturas humanas (sin excepción, que yo sepa) son las mujeres las que se encargan de la crianza de los niños, al menos durante los primeros años de vida, y no ha existido nunca un orden paritario por el cual las mujeres y los hombres se repartiesen por igual la crianza durante esos primeros años críticos de vida (y esto, de paso, pone en duda también la pretensión de que tal paridad sea incluso deseable, como proponen quienes abogan por equiparar los permisos de paternidad con los de maternidad).

De modo que, en primer lugar, tener hijos no es un evento igualmente importante en la vida de hombres y de mujeres, y esto es así por razones estrictamente biológicas, más allá de las cargas culturales asociadas, que sin duda también existen. (De hecho, desde un punto de vista sociobiológico, el que los hombres se interesen por la paternidad es probablemente más achacable a factores principalmente culturales que a factores innatos; mientras que en el caso de las mujeres, por efecto de esa «explosión hormonal» posparto antes referida, los factores innatos tienen mucho más peso.) Por tanto, respondiendo a la pregunta que sirve de título a esta sección, es natural y razonable, y no un mero producto de la «opresión patriarcal», que se asuma eso de que la crianza y la familia son terrenos eminentemente femeninos, y que tener hijos es, generalmente, un paso más importante en la vida de la mujer que en la del hombre.

Esto no significa que todas las mujeres quieran tener hijos llegado cierto punto, ni que deban querer tenerlos, ni que no existan hombres que desean tenerlos más que sus respectivas parejas: tan solo significa que hay razones tras el hecho de que, si eres mujer, la gente tienda a preguntarte cosas como «¿estás pensando ya en tener hijos?» o dé por hecho que los vas a tener –o querer tener– algún día, y que esas razones no pueden resumirse a la ligera como meras manifestaciones de un patriarcado opresor que impone la carga de la paternidad a las mujeres de manera arbitraria, liberando a su vez de ella –también arbitrariamente– a los hombres. La cuestión es que esa división sexual del trabajo de crianza no es arbitraria, ni es simplemente producto de un sistema «hecho por los hombres para favorecer a los hombres», que es como suele concebir el feminismo mainstream esa noción difusa y compleja que es el patriarcado: tiene razones de ser profundas, biológicas, instauradas en parte en los propios mecanismos neurofisiológicos de las mujeres. Que ahora quiera cambiarse el orden tradicional por haber cambiado también las condiciones de vida en las sociedades modernas, y quiera liberarse a las mujeres de parte de esa profunda y gigantesca labor ancestral, es una cosa; pero lo que no puede pretenderse es que dicho orden haya surgido meramente por capricho de los hombres o para oprimir a las mujeres, que es lo que subyace a buena parte de la suspicacia feminista contra la maternidad, manifestándose en preguntas como la que pone título a esta sección.

Por último, una nota para ambos sexos: aunque tener hijos ha sido ligado por varios estudios a una mengua en la felicidad de los padres, al menos en algunos países (no así en otros como Noruega o Hungría, donde la felicidad de la gente con hijos de hecho se incrementa), un estudio reciente sugiere que, si tenemos en cuenta el desarrollo a largo plazo y no el estado inmediato durante los años de crianza, las personas con hijos terminan siendo más felices (en general) que las personas sin hijos. Los autores argumentan que ello puede deberse a que, como han señalado otros investigadores, tener hijos contribuye a tener una vida comunitaria más activa, estar más próximo a la familia y los amigos y tener, en general, un mayor grado de integración social:

¿Por qué las personas con hijos han experimentado un relativo aumento en su felicidad durante las últimas décadas? Una explicación potencial es que tener hijos puede proteger a los padres frente a factores sociales y económicos que reducen crecientemente el bienestar, por ejemplo el decaimiento de la implicación política y comunitaria, el distanciamiento frente a familiares y amigos o el crecimiento de la inseguridad económica. (…) Una conjetura es que las personas con hijos no han sido tan vulnerables a estos cambios, y como resultado se han blindado frente a la caída del bienestar subjetivo. En efecto, investigaciones anteriores muestran que uno de los beneficios asociados a la paternidad es un aumento de la conectividad social. (C. Herbst & J. Ifcher, «The increasing happiness of US parents», Review of Economics of the Household, 14 (3), pp. 529-551. La traducción del fragmento es mía.)

Esto casa bastante bien con la idea de sentido común, fácil de comprobar ocasionalmente, de que a largo plazo, más allá de las dificultades y desavenencias asociadas a la crianza –especialmente durante los primeros años–, tener hijos resulta en una mayor felicidad general. Dicho en palabras de abuela: con 20 o 30 años puede que no quieras tenerlos por no cargarte con esa responsabilidad, pero con 50 o 60 (y no digamos ya 80) te alegrarás de haberlos tenido. Y esto, sumado a las razones vistas anteriormente, creo que es aún más cierto para las mujeres que para los hombres, por ser una experiencia especialmente trascendental y satisfactoria, a nivel psicológico, para las primeras en comparación con los segundos. Por eso, si eres una mujer joven y tu abuela te pregunta insistentemente cuándo tendrás hijos, o te dice cosas como «ya cambiarás, ya lo desearás» cuando le dices que no tienes ningún plan de tenerlos, no hay motivo para ofenderse: hay muchas razones para que tu abuela lo diga, y razones que no tienen nada que ver con pérfidos complots patriarcales para oprimirte y subyugarte mediante la maternidad.

Por último, más allá de la cuestión específica de la maternidad, quiero aprovechar este espacio para tocar brevemente un tema que a mi parecer está en el centro de lo que podría verse como la enfermedad del individuo contemporáneo: el desarraigo. En el marco del liberalismo individualista y el capitalismo de consumo actual, tanto a hombres como a mujeres, pero quizá especialmente a las mujeres (y no en menor medida por los nuevos vientos traídos por la segunda ola del feminismo y mayo del 68) se nos dice que la felicidad está en el consumo de experiencias. «¡Ten nuevas experiencias, viaja, conoce mundo, trabaja en un trabajo interesante, descúbrete a ti mismo! (Y luego ya, si acaso, cuando tengas 35, emparéjate y forma una familia)». No hay consejo más pernicioso, especialmente para las mujeres. Como evidencia anecdótica, permítaseme citar el abrumador testimonio de una mujer que siguió este consejo; pero tengamos en mente que no es la única, sino que en el fondo representa una tipología cada vez más común: mujer de 35-40 años, occidental, sin pareja estable, sin hijos, desarraigada y desesperada.

Me siento como un fantasma. Soy una mujer de 35 años y no he conseguido nada. Mis veinte y mis treinta han consistido en un zigzagueo constante por toda la Costa Oeste, un par de escaramuzas en el extranjero y múltiples trabajos en puestos mediocres sin verdaderas oportunidades de medrar. También he sido un modelo paradigmático de monogamia en serie. Mi relación más larga y con más esperanzas de prosperar (tres años y medio, ¡yupi!) terminó hace dos años. Nos mudamos a una nueva ciudad (mi cuarta mudanza), nos fuimos a vivir juntos y acto seguido nos sumergimos en una ruptura traumática que me lanzó a mi quinta y actual ciudad y mi enésimo nuevo trabajo.  No tengo nada valioso que mostrar después de todos estos años de cambios rápidos y decisiones apresuradas, que antaño racionalizaba como la marca de ser aventurera, exploradora y vivir una “vida original”. No tengo ahorros, y he acumulado tantas deudas a raíz de mis mudanzas, malas decisiones y falta de estabilidad profesional que puede que nunca llegue a jubilarme. (…) No tengo familia cerca, ni una relación estable cimentada sobre años de crecimiento conjunto y experiencias compartidas, ni hijos. Aunque hago amigos con facilidad, he dejado atrás a la mayoría de ellos con cada ciudad de la que me he mudado mientras que ellos han continuado creando hondas raíces: matrimonios, casas en propiedad, carreras profesionales, comunidades, familias, hijos. Tengo algunas amigas cercanas, algo por lo que estoy agradecida, pero la vida se vuelve cada vez más ajetreada y nuestras conversaciones ahora se espacian de mes a mes. La mayoría de las noches las paso sola con mi gato (menudo cliché). Solía considerarme una persona creativa: buena escritora, poética, apasionada, curiosa. Ahora, después de muchos años de trabajos insignificantes pero exigentes, múltiples rupturas, mudanza tras mudanza y problemas económicos, estoy francamente exhausta. (…) Verdaderamente me siento como un fantasma. Nadie sabe quién soy ni dónde he estado. No he mantenido un amigo, amante o enemigo durante el tiempo suficiente como para que eso ocurra. (…) Mi apatía se está manifestando de maneras extrañas. Estoy bebiendo demasiado, y cuando por fin veo a mis amigos en alguna ocasión termino emborrachándome y poniéndome triste o amargada, y les alejo de mí. Cuando tengo una cita con un hombre, siento la presión de hacer avanzar la relación demasiado rápido (mudarnos juntos, casarnos, “tengo que tener hijos en un par de años”; ¡una fiesta!), y mientras tanto sigo intentando ser el bellezón de 25 años que era hasta lo que parece ser solo un momento. Solía pensar que era yo la que lo tenía todo claro. ¡Una vida de aventuras en la ciudad! ¡Viajar por el mundo! (…) Ahora me siento increíblemente vacía. Y estúpida. ¿Cómo puedo crearme un futuro que me ilusione después de todos estos años perdidos? (Fuente: The Cut, «Ask Polly», 28 de noviembre de 2018, mi traducción.)

Decía que esto representa una tipología cada vez más común entre las mujeres, pero también se aplica a los hombres. Hay multitud de hombres que llegan a los 40 años sin una carrera profesional sólida, sin pareja estable y sin hijos y se ven en la misma espiral de desengaño y oportunidades cada vez más exiguas de asentarse y formar una familia. La diferencia está en que los hombres tienen más margen de tiempo (para una mujer, los 40 ya son un límite prácticamente insuperable, mientras que para un hombre cabe todavía alguna posibilidad de remediarlo), y también en el hecho de que el atractivo masculino alcanza su pico más tarde que para las mujeres (algunos estudios incluso lo ponen en torno a los 50, aunque no el atractivo puramente físico, sino en general, incluyendo factores como la personalidad, la situación vital, etc.) y puede mantenerse todavía durante un tiempo, mientras que el femenino va decreciendo de manera lineal a partir de los 20 (según ese mismo estudio basado en datos de aplicaciones para buscar pareja). Además, mientras que para una mujer la edad ideal de una potencial pareja masculina va aumentando de forma proporcional a su propia edad, la edad ideal de una potencial pareja femenina para un hombre se mantiene constante entre los 20 y los 23 años, al margen de que él mismo tenga 20, 30, 40 o 50 años (según otro estudio basado en datos de OKCupid): es decir, que la presión ejercida por el factor de la edad es mucho más pronunciada para las mujeres que para los hombres. Y no, esto tampoco es por un complot patriarcal: es principalmente (aunque siempre hay cierta influencia cultural en ello) el modo en que el deseo sexual de hombres y mujeres se ha ido diferenciando a lo largo de la evolución. Por eso, aunque el desarraigo afecta a ambos sexos y sus efectos son seguramente igual de perniciosos (depresión, adicciones, y una desesperanza que en algunos casos puede incluso llevar al suicidio), las mujeres en esto tienen una carrera contrarreloj más apurada que la de los hombres, y han de tener tanto más cuidado frente a la ilusión que nos vende la sociedad actual de que se puede ser perfectamente feliz estando solo, en una ciudad a miles de kilómetros de tu familia y amigos, sin pareja y sin hijos, con tal de que estés en un trabajo «divertido» y puedas pagarte viajes, entradas a conciertos y travesías en kayak.

 

Para la vasta mayoría de la gente la felicidad no está ahí, sino en el arraigo derivado de tener a la familia y los amigos cerca, tener una pareja estable, y sí, a largo plazo, tener hijos y una familia propia. Así que, a no ser que seas una de esas rarísimas excepciones, una de esas personas que podrían ser perfectamente felices viviendo solas en un refugio de montaña observando los cambios de tonalidad en el canto de los grillos, o viajando continuamente de un lugar a otro como un vagabundo errante, desconfía de los que te venden el desarraigo y la «búsqueda de nuevas experiencias» como el valor máximo al que se puede aspirar en la vida. No nos convirtamos en la mujer del consultorio de The Cut.

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