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Malleus Feministarum #3: Hace falta incorporar la perspectiva femenina a todos los ámbitos, como la política, las ciencias, el derecho, etc.

2019, 2400 palabras

En este punto estoy mayormente de acuerdo, con solo una reserva: incorporar la perspectiva femenina no significa necesariamente incorporar una perspectiva feminista o una «perspectiva de género».

Efectivamente, es una reivindicación legítima que haya mujeres en aquellos puestos que por su naturaleza sirvan para representar a una parte de la población; es decir, aquellos puestos que pudiéramos llamar «representativos»: por ejemplo, en la política. ¿Quién va a tener más en mente los intereses de las mujeres como grupo, un hombre o una mujer? Ceteris paribus, está claro que una mujer. ¿Quién va a conocer mejor los problemas que aquejan específicamente a las mujeres, un hombre o una mujer? Ceteris paribus, de nuevo, está claro que una mujer. Si un cuerpo administrativo local (por ejemplo el ayuntamiento de una ciudad, o la junta de vecinos de un barrio, o un comité de empresa) estuviese compuesto en un 100 % o un 90 % de mujeres y tú fueses un hombre, y se aprobasen normas o regulaciones a pequeña escala con el interés de las mujeres en mente en áreas donde hay un claro conflicto de intereses entre los sexos (por ejemplo, la temperatura a la que deben estar las oficinas o los locales, donde el rango de temperatura idónea para ambos sexos es diferente por razones biológicas), seguramente sentirías que ese cuerpo administrativo eminentemente femenino no está representando tus intereses como varón, tal vez por no valorarlos lo suficiente (al no haber suficientes hombres en el comité en cuestión que representen los intereses masculinos) o incluso, directamente, por no entenderlos.

Jane Goodall con una cría de chimpancé

La primatóloga Jane Goodall con una cría de chimpancé

 

Pues bien: de esto mismo se quejan las mujeres cuando la situación es a la inversa (cuando el cuerpo que se supone que ha de representar los intereses de todos es eminentemente masculino), y es una queja legítima.

El approach racionalista, arraigado en el pensamiento ilustrado de la Modernidad, consiste en suponer que las decisiones se toman de forma fría, desapegada y neutral, teniendo en cuenta los «hechos objetivos» y llegando a conclusiones también objetivas y racionales sobre el mejor curso de acción a seguir. Pero, aunque esto funciona como un ideal regulativo del proceso de deliberación pública y toma de decisiones, no deja de ser eso: un ideal, una aspiración a la que intentar aproximarse, pero nunca un reflejo del proceso real, en el que intervienen todo tipo de factores «irracionales», como la percepción de unos y de otras sobre cuál es la temperatura ideal para tener en una oficina. Precisamente por el reconocimiento de que nuestra racionalidad es imperfecta y no podemos tener en cuenta todos los factores relevantes, al estar limitados por nuestra propia perspectiva (por ejemplo como hombres o como mujeres, como blancos o como negros, como ricos o como pobres, con las diferentes experiencias vividas y percepciones de la realidad derivadas de cada uno de esos rasgos), cobra importancia la representación en toda empresa deliberativa donde diversos grupos con diversos intereses tienen que ponerse de acuerdo y formar consensos sobre las acciones a emprender y las normas que imponer como grupo. En términos generales, dado que nuestra perspectiva siempre está limitada y condicionada por múltiples factores, es razonable esperar que un negro representará mejor los intereses de los negros en la comunidad; un blanco los de los blancos, una mujer los de las mujeres, un hombre los de los hombres, un pobre los de los pobres, un rico los de los ricos, etcétera.

Este argumento de la representatividad es central en la cuestión de las «cuotas» (la imposición de un número mínimo de miembros de tal o cual condición –por ejemplo mujeres, o minorías étnicas– en los cuerpos de naturaleza representativa, proporcional a su presencia en la población general), pero ese es otro tema. Lo que quiero señalar aquí es sencillamente que el ideal moderno-ilustrado de la racionalidad perfecta, universal, desencarnada, sin sesgos derivados de nuestra constitución como seres parciales y limitados, y por tanto con vivencias y formas de ver la realidad también parciales y limitadas, es una fantasía que debemos superar si queremos ser realistas. Estos sesgos no tienen por qué limitarse al sexo, la raza, la religión o la cultura: un individuo más paranoide no percibe la realidad exactamente igual que otro menos paranoide; un individuo más ansioso y aprensivo no percibe la realidad exactamente igual que otro menos ansioso y aprensivo, un individuo con niveles altos de testosterona no percibe la realidad exactamente igual que otro con niveles más bajos, etc. Eso no quiere decir que no se pueda hablar de objetividad en absoluto, ni que cada uno de nosotros estemos «encerrados» en nuestra perspectiva particular sin esperanza de poder salir de ningún modo de ella mediante el raciocinio, pues de hecho podemos (aunque nunca llegando a una especie de «perspectiva neutra» y perfectamente universal, como supone la idea de la racionalidad ilustrada); el «encerramiento» en la propia perspectiva no es absoluto, pero la apertura de ésta en pos de la objetividad tampoco es nunca absoluta ni perfecta.

Así pues, es bien sabido que hay campos científicos, como la medicina, la psicología, la etología, etc., donde la inclusión progresiva de las mujeres como investigadoras a lo largo del siglo XX ha llevado a revisiones sustanciales de algunos de los modelos teóricos e incluso de la metodología. En el caso de la etología, por ejemplo, Sarah Hrdy narra en su artículo titulado «Empathy, poliandry and the myth of the coy female» cómo la incorporación de una perspectiva femenina de la mano de etólogas como Jane Goodall y otras durante el siglo pasado llevó a revisar la visión comúnmente aceptada de las hembras, especialmente entre los primates, como seres sexualmente «tímidos» o eminentemente pasivos durante el cortejo, y llevó a descubrir que en algunas especies (como los bonobos) esto es completamente erróneo, mientras que en otras (como los chimpancés), a pesar de ser una caracterización más acertada, dista de ser universalmente válida y deja ciertos fenómenos sin explicar. A su vez, Hrdy argumenta que la manera en que esta y otras creencias científicas en el campo de la etología fueron puestas en cuestión obedece a la perspectiva propiamente femenina que aportaron las mujeres que entraron a formar parte de dicho campo, por ejemplo teniendo una mayor «empatía» a la hora de observar a los animales en lugar de una visión más desapegada o teórica, o viéndose reflejadas en las hembras que estudiaban y proponiendo así explicaciones etológicas nuevas, que pasaban desapercibidas o sencillamente no se les ocurrían a los investigadores varones, precisamente por aproximarse al fenómeno desde su propia perspectiva (en este caso, siendo una perspectiva femenina frente a otra masculina).

Esto no quiere decir que haya algo así como una «ciencia masculina» y una «ciencia femenina», así como no hay una «ciencia blanca» y una «ciencia negra» o «no-blanca», o una «ciencia hetero» y una «ciencia gay» o «no-hetero» como se aproximan a proponer algunos dentro de la llamada «teoría de género» y disciplinas afines; pero sí quiere decir que la incorporación de nuevos sujetos –con sus propios sesgos, vivencias y perspectivas particulares– a una disciplina, incluso en el ámbito de las ciencias y el pensamiento teórico más en general (incluyendo la filosofía, etc.), aportará normalmente visiones nuevas, nuevas formas de aproximarse a los fenómenos a estudiar, etc.

Es importante insistir en que esto no implica que haya una «verdad científica masculina» y una «verdad científica femenina». En el caso anterior de la etología, por ejemplo, no hay dos «verdades» contrapuestas sobre las dinámicas sexuales de las hembras chimpancés (una en la que son más pasivas y otra en la que son más activas) entre las que podamos alternar alegremente: lo que hay es una verdad científica objetiva (las hembras chimpancés se comportan de tal y cual manera) que, no obstante, para ser descubierta en toda su profundidad y complejidad, requiere de una investigación también compleja y múltiple, la cual se puede beneficiar del input de investigadores con perspectivas distintas que puedan aportar algo nuevo a la cuestión gracias a sus perspectivas particulares. No siempre tiene por qué ser una cuestión de género ni de otras identidades concretas (como la raza, la cultura o la orientación política, por ejemplo), sino que, como decía, también influyen las disposiciones psicológicas, los tipos de personalidad, la experiencia vivida y demás. Cualquiera puede tener, en principio, una perspectiva potencialmente novedosa y fructífera que aporte algo más al debate.

 

Por otra parte, en el ámbito judicial, en el que últimamente en España se ha reclamado una mayor «perspectiva de género» (especialmente a raíz de la sentencia del caso de La Manada en 2018), también parece obvio que la labor de interpretación y aplicación de las leyes llevada a cabo por los jueces podrá adquirir matices distintos dependiendo de los sesgos particulares de cada juez, incluyendo también los sesgos derivados de su género y de su experiencia vivida como hombre o mujer. Por ello, en este ámbito también sería aplicable, prima facie, el argumento anterior de la representatividad: cuanto más equitativo o proporcional a la población general sea el reparto de «sesgos» entre los jueces, más «representados» estarán los intereses de los diversos grupos sociales a la hora de servirles justicia.

 

No obstante, creo que en este caso hay una diferencia fundamental. Mientras que en el caso de la ciencia la «diversidad de sesgos» puede contribuir positivamente al desarrollo teórico y metodológico, y en el caso de la política y la administración es útil para que los intereses de los distintos grupos estén representados y pueda luego llegarse a consensos que tengan en cuenta todos esos intereses, en el caso de la tarea judicial parece que no debería haber lugar para los sesgos de ningún tipo, y que ésta debería limitarse a la aplicación exacta de las leyes. Es decir: la propia confianza en el sistema judicial se derrumbaría si en un caso de divorcio, por ejemplo, el hombre o la mujer pudiesen intuir (correctamente) que llevan las de perder en función de cuál sea el sexo del juez que les ha tocado. Lo mismo si, por ejemplo, las sentencias por delitos de malos tratos o «violencia de género» fuesen más o menos duras dependiendo del sexo del juez. Y lo mismo si, por ejemplo, un juez negro castigase más duramente los «delitos de odio» contra personas negras que sus contrapartes blancas, o si un juez homosexual castigase más duramente los «delitos de odio» contra personas homosexuales que sus contrapartes heterosexuales. Todo esto resulta, a todas luces, inaceptable. La administración de justicia sí es un ámbito en el que se debería poder exigir la máxima racionalidad e imparcialidad de los jueces, esto es, la anulación de sus sesgos particulares en favor de la aplicación metódica y cuasi-matemática de lo previsto en las leyes.

Ahora bien, sería una ingenuidad suponer que esto va a ser siempre así, en parte porque librarse de los propios sesgos es prácticamente imposible (aunque puede entrenarse), y en parte también porque las propias leyes no pueden aplicarse con precisión y universalidad matemáticas, al no cubrir en el texto de la ley todas las contingencias y eventualidades que pueden darse en la práctica, de forma que la interpretación siempre es inevitable. Ante este panorama, pues, mi solución es la siguiente: Dado que la aplicación del principio de representatividad (permitir e incluso incentivar la diversidad de «sesgos» identitarios de forma que todos estén representados en proporción a la población general) lleva, en este caso –al contrario que en la ciencia o la política–, a una consecuencia práctica inaceptable (a saber, la destrucción de la confianza pública en el sistema judicial), la única solución factible sería, a mi juicio, redoblar los esfuerzos para hacer que los jueces sean realmente imparciales, mediante un intenso entrenamiento psicológico en detección y prevención de sesgos cognitivos de toda clase, especialmente el sesgo de confirmación, y los sesgos perceptivos derivados de sus vivencias personales, por ejemplo como hombre, mujer, blanco, negro, pobre, rico, etc. O tal vez hacer las dos cosas: incentivar la diversidad de identidades en el cuerpo judicial y al mismo tiempo proporcionar dicho entrenamiento e insistirle a la población en la imparcialidad y la meticulosidad de los jueces a este respecto –derivadas, justificadamente, de dicho entrenamiento–, para que no se diese el efecto de erosión o destrucción de la confianza explicado anteriormente.

Para terminar, quiero volver a mi afirmación inicial de que no es lo mismo incorporar a una disciplina una perspectiva femenina que una perspectiva feminista o «de género», ni incorporar una perspectiva como persona negra que incorporar una perspectiva propia del activismo antirracista o de los «estudios poscoloniales», o una perspectiva como persona pobre que una perspectiva marxista, etc. Todas ellas pueden ser valiosas para enriquecer el debate en un ámbito determinado, pero no deben confundirse. Desear aumentar la representación femenina en diversos ámbitos, como la política, la investigación científica o filosófica, el mundo empresarial o la judicatura (sin dejar de tener en cuenta la problemática recién expuesta respecto a esto último) es una reivindicación legítima siguiendo el principio de representatividad, pero no debe hacerse equivaler automáticamente a incorporar una perspectiva feminista o «de género» en dichos ámbitos, que es otra cosa bien distinta, tal como aumentar la representación de personas de clase trabajadora en la política no debe hacerse equivaler automáticamente a incorporar una perspectiva marxista, ni aumentar la representación de personas de clase alta debe hacerse equivaler automáticamente a incorporar una perspectiva «liberal» o cualquier otra perspectiva económica concreta. Son cosas distintas, aunque en la práctica puedan darse juntas en más o menos ocasiones.

Por último, siguiendo la lógica de la representatividad, también debería ser legítimo reclamar mayor presencia y representación masculina en aquellos casos en los que la situación esté invertida y los cuerpos administrativos (o científicos, o políticos) relevantes estén ampliamente dominados por mujeres. Por ejemplo, en una empresa en la que el departamento de Recursos Humanos fuera en un 80  o 90 % femenino, los trabajadores varones tendrían exactamente las mismas razones para reclamar una mayor representación que las mujeres en otra cuyo departamento de Recursos Humanos fuese en un 80 o 90 % masculino. Y la misma situación detallada por Sarah Hrdy respecto a la etología podría darse a la inversa en el caso de una ciencia con un cuerpo de investigadores altamente feminizado, donde las perspectivas particulares de los investigadores varones pudiesen aportar nuevas aproximaciones observacionales, nuevas propuestas teóricas, etc. Y si estos últimos ejemplos (hombres reclamando mayor representación o aportando cosas valiosas a un campo científico por su perspectiva específicamente masculina) te causan cierta suspicacia o te suscitan serias dudas, mientras que los primeros (mujeres haciendo lo mismo en circunstancias opuestas) te parecen perfectamente relevantes y justos, quizá sea precisamente porque tienes un particular sesgo derivado de tu sexo, tus vivencias o tu ideología. Y lo mismo a la inversa, claro.

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