Política de las orugas procesionarias
2020, 2500 palabras
Sentado en un montículo de hierba en el Retiro, frente a una de las puertas principales, escucho música con los auriculares mientras veo pasar a la gente por los caminos. Estoy de cara al sol, que de vez en cuando asoma intermitentemente tras nubes de distintos tonos de gris. Me gusta este montículo porque me permite ver a la gente que pasa por los caminos alrededor desde cierta altura: dominando el terreno, por así decir, igual que les gusta hacer a los gatos.
De pronto, mirando casualmente el suelo en torno a mí, me doy cuenta de que al lado de mi pierna izquierda está pasando una hilera de orugas procesionarias. Como sugiere su nombre, este tipo de orugas (no sé si tal vez todos los tipos de orugas) tiene la peculiaridad de que se mueven en grupo formando una cadena en la que una (llamémosla la oruga principal) abre camino, la segunda sigue a esta llevando el morro pegado a su trasero, la tercera hace lo propio con la segunda, y así sucesivamente. Hay una curiosa transitividad en ello, aunque en un solo sentido: la oruga B sigue a la oruga A (la principal) mientras que la oruga C no sigue a A directamente, sino a B, que es la que tiene pegado el morro a ella; pero, al hacerlo, sigue también en el fondo a A, aunque sea de forma indirecta. En términos de esta «transitividad del liderazgo» ocurre algo equivalente en el caso de las aves que vuelan en grupo, formando estructuras de punta de lanza, y probablemente suceda lo mismo con los bancos de peces: uno toma la iniciativa, otros –automáticamente– lo siguen y detrás va el resto, pero desde luego los que van detrás no están siguiendo al primero directamente, sino a otros.
Fila de orugas procesionarias
En el fondo ninguno sabe hacia dónde está yendo: solo confía en otros. Pero, ¿sabe el líder mismo (la oruga o ave o pez principal, en cada caso) hacia dónde está yendo? Mi impresión es que no, o al menos no mucho mejor que el resto. Las probabilidades de que la ruta que él está eligiendo lleve al grupo al éxito (por ejemplo, a encontrar comida) o, por el contrario, a la perdición, no deben de ser tan distintas de las que tendría cualquiera –o casi cualquiera– de los otros. Tal vez en el caso de las aves haya ciertos líderes habituales, «pájaros alfa» ya consagrados en el grupo por sus éxitos pasados o por cualquier otro rasgo que les haga ser automáticamente más confiables que el resto, pero cuesta más imaginar esto en el caso de los peces, y mucho más en el caso de las orugas.
De hecho, más bien, parece haber cierta arbitrariedad en ello: en el caso de las orugas, por ejemplo, da la impresión de que buscan continuamente, por instinto, agarrarse siempre al trasero de otra, y la que por algún azar queda, tras cualquier reorganización, en el primer puesto de la cadena, sin trasero al que agarrarse a su vez, sencillamente acepta con estoicismo el papel de líder y echa a andar guiándose a golpe de intuición: probando caminos, experimentando con rutas posibles, pero más o menos como podría hacerlo cualquier otra que se encontrase de pronto en esa misma posición. Y, en efecto, cuando la hilera se rompe por alguna circunstancia (por ejemplo, si algo o alguien cogiese a alguna de las orugas y se la llevase, dejando la cadena sin un eslabón intermedio), en caso de que la oruga convertida de pronto en líder de la segunda sección de la cadena no logre encontrar a la otra sección y reengancharse a ella, pasará a actuar como una «oruga principal» a su vez, buscando caminos por sí misma, en lugar del trasero de otra oruga al que agarrarse.
Resulta fascinante y terrible a la vez ponderar el papel que juega el azar en que uno de estos grupos de orugas procesionarias sobreviva o no, y la enorme responsabilidad que acarrea la oruga principal. En concreto, la cadena que pasa al lado de mi pierna está rota: algo ha hecho que una de las orugas intermedias se saliese del grupo, y en este momento está apenas a diez centímetros de él (ahora a su vez dividido en dos), pero sin poder encontrarlo. Explora a izquierda y a derecha, buscando con ahínco a sus hermanas, que están muy cerca desde mi perspectiva pero en paradero desconocido desde la suya. Al mismo tiempo, la oruga que ha quedado ahora liderando la mitad posterior de lo que hasta hace poco era una sola fila, tras algunos titubeos, se pone en marcha para encontrar el trasero de oruga más cercano. Pero en vez de avanzar en línea recta, lo que le haría encontrarse con la otra mitad del grupo, se retuerce sobre sí misma y va hacia atrás, desestructurando así más todavía lo que quedaba del orden anterior y haciendo mucho más improbable una potencial reconstrucción, siquiera en parte, de la cadena original. Tal vez incluso haya sido yo, al hacer algún movimiento inconsciente, quien rompiese la fila sin darme cuenta, y siento cierto dolor al pensarlo.
Con todo, mi piedad por ellas encuentra un extraño límite cuando intento imaginarme el tipo de conciencia que poseen. Su conducta cuasimecánica de buscar rutas ciegamente, por puro ensayo y error (si no están enganchadas al trasero de otra) o simplemente seguir a la que tienen delante (si lo están) resulta más parecida a una primitiva inteligencia artificial que a lo que nosotros llamamos «conciencia». Tampoco pretendo ponerme a barruntar ahora en voz alta sobre filosofía de la mente, sino solo dejar constancia de que mi compasión (o mi simpatía) por las pobres orugas a mi izquierda parece depender, de algún modo, de que sean seres más o menos conscientes tal como se entiende comúnmente la conciencia (esto es, por analogía con lo que nosotros experimentamos como –y llamamos– «experiencias conscientes»). ¿Sienten algo parecido a lo que yo llamo «sentir»? ¿Ven algo parecido a lo que yo llamo «ver»? ¿Cómo es, fenoménicamente, ser una oruga?
Y esto tiene algunas implicaciones importantes. Por ejemplo: ¿por qué no siento la misma simpatía ante el sufrimiento de una oruga perdida, que se ha visto separada del grupo y no sabe volver, que ante el sufrimiento de un cachorro de gato perdido, que maúlla y lloriquea llamando a su madre? Pero, más aún: ¿se puede siquiera hablar de «sufrimiento» en el caso de la oruga? Sin duda hay algún mecanismo fisiológico de estrés que se activa en el momento de percibir que se ha separado de la otra oruga que tenía delante, puesto que hay una diferencia conductual evidente: pasa de seguir tranquilamente al grupo, con el morro pegado al culo de la oruga precedente, a girarse y retorcerse como loca (aunque a velocidad de oruga) buscando algo. Antes no buscaba: ahora sí. Antes no estaba «sufriendo»: ahora sí. Pero, ¿y si aplicásemos la misma regla al cachorro de gato? Su estado de sufrimiento no es más que una respuesta fisiológica, mecánica, al verse sin su madre. Su estrés no es más que una respuesta fisiológica, mecánica. ¿Y si aplicásemos la misma regla a los humanos?
De pronto, se abren dos opciones radicalmente distintas, pero conectadas: puedes ver a las orugas más como humanos (sufriendo, sintiendo, teniendo estados de conciencia fenoménica como los nuestros, aunque tal vez a un nivel de «resolución» muy inferior, etc.) o puedes ver a los humanos más como orugas (casi-máquinas, cuyos preciados estados mentales no son más que respuestas fisiológicas venidas a más). Tal vez, si no se quiere equiparar una cosa con la otra, la única salida posible sea establecer una gradación de complejidad cognitiva entre, por un lado, los humanos, y por el otro las orugas (o bichos aún más simples cognitivamente, hasta llegar en último término a los microbios). Pero una gradación tal implicaría también inevitablemente una jerarquización, al menos en términos de simpatía: sin necesidad de postular que unas especies sean «mejores» que otras, simplemente atendiendo a las diferencias que nos surgen naturalmente a la hora de empatizar con unas o con otras, habría algunas que saldrían mejor paradas. Por ejemplo: matar gatos resultaría peor que matar hormigas. Pero, ¿no es acaso ya así?
Sigamos por un momento esta vereda. Una gradación basada en la complejidad cognitiva, si se tomase lo bastante en serio, implicaría también situar, dentro de la propia especie humana, a ciertos subgrupos o poblaciones por encima o por debajo de otros según ese mismo parámetro. Por ejemplo: los pigmeos del Congo tienen unas capacidades cognitivas presumiblemente muy inferiores a las de los coreanos y japoneses. Según este criterio, estaría justificado lamentar menos la muerte de un pigmeo del Congo que la muerte de un coreano o japonés, tal vez en la misma medida en que lamentamos menos la muerte de un topo que la muerte de un castor, o algo parecido.
Muchos vegetarianos hoy, por ejemplo, sienten menos escrúpulos ante la idea de comer insectos, como grillos u hormigas, que ante la idea de comer cerdos, vacas o gallinas, a pesar de que la cantidad de insectos que han de morir para lograr una misma ración en términos energéticos siempre será mucho mayor que la cantidad de cerdos, vacas o gallinas que han de morir para proporcionar una ración equivalente. Esto nos lleva inevitablemente a la conclusión de que las vidas de unos animales valen más que otras: la vida de un cerdo vale, pongamos, lo mismo que la vida de mil grillos. La vida de un grillo, a su vez, quizás valga lo mismo que la vida de mil amebas. Y la vida de un humano tal vez valga lo mismo que la vida de mil cerdos. O tal vez más, o tal vez menos. Pero el caso es que la jerarquización es ineludible. Decidir matar a una colonia de hormigas, o llamar a un exterminador para que lo haga, es un acto éticamente problemático (al menos desde ciertos sistemas éticos), pero sin duda no tiene la misma carga ética que decidir matar a una colonia de gatos o contratar a alguien para que lo haga, ni mucho menos a una colonia de humanos. ¿Y cuál es la base de esta diferencia, que nos resulta tan intuitiva y natural? Tal vez sea la complejidad cognitiva, o tal vez la cercanía genética, o tal vez cierta familiaridad adquirida.
Si respondiésemos esto último, a saber, que se trata de cierta familiaridad adquirida; es decir, que por alguna razón –tal vez arbitraria– hemos llegado a apreciar más a los gatos que a las hormigas, pero podría haber sido igualmente al contrario, habría que preguntarse lo siguiente: ¿puede observarse esta arbitrariedad en otros casos, o siguen todos un mismo patrón? Quizás podría aducirse que valoramos más la vida de los perros que la de los delfines, a pesar de que estos últimos poseen una mayor complejidad cognitiva –por lo que parece–, debido a que sencillamente estamos más familiarizados con unos que con otros. Y tal vez algo parecido podría decirse respecto a las gallinas y los pulpos. Un pulpo es, al parecer, más inteligente que una gallina, pero sin embargo tendemos a empatizar más con las gallinas que con los pulpos. ¿Por qué? Por pura familiaridad; lo cual puede entenderse, en cierto sentido, como una razón arbitraria.
Pero, ¿y si apartásemos el factor de la familiaridad en la medida de lo posible y comparásemos dos especies que nos resultasen igual de extrañas pero que, no obstante, tuvieran un grado de complejidad cognitiva muy distinto? Por ejemplo, imaginemos que unos astronautas encuentran vida en otro planeta y se topan con dos especies alienígenas: una consiste de organismos unicelulares y microscópicos, parecidos a lo que en la tierra llamamos «amebas», mientras que la otra consiste de organismos pluricelulares y macroscópicos, parecidos a lo que en la tierra llamamos «orugas». ¿Por cuál sentirían más simpatía? Está claro que por los alienígenas pluricelulares. Y si luego descubriesen una tercera especie, ya no solo pluricelular sino con algo parecido a una columna vertebral, y con algo parecido a pelo cubriéndole el cuerpo, y morfológicamente parecida –aunque desde luego también sustancialmente diferente– a lo que llamamos «ratones», ¿cabe alguna duda respecto a por cuál de ellas sentirían más simpatía o compasión?
Por lo mismo, las confusas –y quizá sufrientes– orugas procesionarias a la izquierda de mi pierna me dan menos pena que una camada de cachorros de gato maullando desesperadamente por haber perdido a su madre. Y si tuviera que elegir entre salvar a un gato y salvar a una oruga, elegiría –no sin cierto dolor, pero al mismo tiempo sin dudarlo– salvar al gato. Y entre salvar a un gato y salvar a un humano elegiría, de igual modo, al humano.
Pero hay una posibilidad que no he examinado todavía y que merece cierta atención: la posibilidad de que, tal vez, junto al factor de la complejidad cognitiva esté también en juego el factor de la cercanía o similitud genética. Tal vez no prefiero al gato frente a la oruga porque el gato sea más parecido a mí en términos cognitivos, sino también –o incluso principalmente– porque es más parecido a mí en términos genéticos. Al fin y al cabo, ¿a quién preferirías salvar, si tuvieras que elegir: a un desconocido que sabes que es –te lo han asegurado– tu familiar, o incluso tu hijo biológico, aunque nunca hayas tenido contacto con él, o a un desconocido que no tiene ninguna relación consanguínea contigo, y con el que tampoco has tenido nunca ningún contacto? Ceteris paribus, creo que casi todos escogeríamos salvar al familiar o hijo biológico, por mucho que no lo conozcamos, antes que al desconocido absoluto. (Nótese el «ceteris paribus»: esto no es decir que no pueda haber otros factores que podrían alterar nuestra decisión y eventualmente cambiar su sentido; solo que este es también un factor que tendríamos en cuenta en nuestro cálculo.)
Y, bajo esta perspectiva, ¿a quién preferirías salvar, si tuvieras que elegir forzosamente: a un pigmeo del Congo o a un japonés? Tal vez, si eres –como yo– español, resulte una pregunta difícil de responder. Pero, ¿y si tuvieras que elegir, también forzosamente, entre salvar a un japonés o a un turco? ¿Y entre un turco y un italiano? ¿Y entre un italiano y un español? Por supuesto, si –por alguna extraña razón– eres un japonófilo convencido, preferirás al japonés frente al turco por razones que nada tienen que ver con su cercanía genética; y quizás lo mismo si eres un ardiente fan del Cinquecento y te parece que Italia es lo mejor que le ha pasado al mundo. Sin embargo –y, de nuevo–, ceteris paribus, probablemente si eres español preferirás al español frente al italiano, al italiano frente al turco y al turco frente al japonés, y tal vez, aunque más dubitativamente, al japonés frente al pigmeo del Congo.
Las orugas procesionarias a la izquierda de mi pierna están jodidas, quizá sufriendo. También lo están muchos gatos callejeros. También lo estamos muchos de nosotros. La pregunta es: ¿Por quién te sacrificarías antes, por un niño humano cualquiera o por un cachorro de gato callejero? ¿Y por un niño humano cualquiera o por tu propio hijo? Quizás de la respuesta a estas dos preguntas se sigan más cosas de las que nos gustaría admitir.