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Política de los corredores con mallas

2020, 1700 palabras

Estoy en el Retiro y no dejan de pasar corredores. Son las ocho de la tarde de un martes laborable de febrero, ya ha anochecido y hace algo de frío. Yo estoy sentado en un banco al borde de la glorieta del Ángel Caído, desde donde el susodicho vigila con gesto trágico los alrededores.

Por cada persona que pasa caminando, es decir, dando un paseo, como gente normal, pasan unas cinco personas corriendo. A veces van solos y otras veces se juntan en marciales pelotones, normalmente capitaneados por duces o caudillos que guían al resto (también conocidos como «monitores»). Otros pelotones son más democráticos: probablemente gente que queda por internet o por algún grupo de Whatsapp al que les invitó a su vez algún compañero de trabajo, y que tienen ya alguna ruta predefinida que hacen siempre igual. (Si no ya habrían surgido líderes, duces y caudillos, tal vez con votaciones de por medio, pero más probablemente autodesignados y sencillamente aceptados por el resto.)

Otros grupos son más pequeños, de tres o cuatro personas, y ahí se ve que al ser amigos ya con cierta confianza, que han quedado expresamente entre ellos para correr, y no por medio de grupos abiertos o semiabiertos donde se puede apuntar cualquier desconocido, no tienen necesidad de establecer liderazgos ni jerarquías claras para elegir la ruta que van a hacer o el ritmo al que van a ir en cada momento. Es de suponer que se compenetran de algún modo ab initio, pues si no seguramente habrían elegido a otros amigos para salir a correr, o, en ausencia de esta posibilidad, se habrían metido en uno de los grupos de corredores anónimos.

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Corredores en un parque

Pero lo más interesante sería traer aquí de pronto, sin aviso, a las personas que un día como hoy pero hace cien años (digamos, por ejemplo, un martes laborable de febrero de 1920) estarían paseando por esta misma zona del Retiro. Resulta muy difícil imaginar cómo sería la composición de tal grupo, una vez arrastrados a nuestro tiempo, pero supongo que habría madres jóvenes con sus hijos (tal vez ya no a esta hora, pero tampoco pasa nada si atrasamos un poco más el reloj de nuestra máquina del tiempo imaginaria: ¿qué son unas pocas horas frente a cien años?); tal vez también traeríamos al presente a alguna desconcertada pareja de novios jóvenes o recién casados, o a criadas y niñeras paseando a los hijos de jóvenes aristócratas, o a señores con largos abrigos negros y sombreros también negros fumando en pipa mientras charlan y pasean lentamente. No lo sé: de hecho puede que no trajésemos nada de esto, sino un parque vacío, porque tal vez la gente no paseaba entonces los martes laborables por la tarde. O quizás los únicos que rondaban por aquí eran maleantes y borrachos piojosos: vete tú a saber. Tampoco me he puesto a buscar fotografías de la época.

Pero, en cualquier caso, pensemos lo que acontecería entre las sienes de esta gente si de pronto se vieran transportados al presente y se encontrasen en medio de esta marea, discontinua pero incesante, de corredores embutidos en mallas apretadas. Quizás lo primero que se preguntarían sería esto: ¿Por qué corre toda esta gente? ¿Huyen de algo? ¿Son atletas, y acaso el viejo Retiro se ha convertido en estos cien años en una especie de circuito olímpico? ¿Están locos?

A pesar de que la primera de estas posibilidades resulta tentadora (que estén huyendo de algo), sobre todo para cualquier joven de letras con cierta dosis de romanticismo, creo que sería más justo darles a estos pobres viajeros temporales involuntarios una respuesta más rigurosa y más desapasionada. Por ejemplo: los corredores corren porque quieren estar más sanos. Es una respuesta plausible, y seguramente sería la que daría la gran mayoría de ellos si se les preguntase directamente. Pero yo creo que hay algo más.

La distribución por edades del grupo demográfico que podríamos llamar «corredores embutidos en mallas» es de, aproximadamente, una persona mayor de 30 años por cada tres o cuatro menores de 30. La preocupación por la salud cardiovascular no es demasiado común entre los chicos y chicas de veinte o veintipocos años, pero en cambio sí lo es la preocupación por el aspecto. Hace un siglo los jóvenes también se preocupaban por el aspecto, sin duda, siendo ­–como siempre lo ha sido— uno de los factores principales en la búsqueda de pareja, pero desde luego algo ha cambiado, porque por entonces ni los chicos se pasaban varias tardes a la semana subiendo y bajando el brazo frente a un espejo de gimnasio ni las chicas se apuntaban a extenuantes clases de spinning.

Seguramente, además, la asimetría entre hombres y mujeres de cara a la preocupación por el aspecto era mucho más pronunciada hace cien años que hoy. En aquel tiempo las chicas jóvenes probablemente invirtiesen una cantidad de tiempo y esfuerzo similar a la que invierten las chicas de hoy en aparecer físicamente atractivas, según los criterios de belleza de cada época, mientras que para los chicos jóvenes seguramente eran mucho más importantes, de cara a su éxito amoroso, cosas como ser habilidoso o inteligente (según el caso), tener buenos prospectos de futuro, ser socialmente dominante, etc. De hecho, esta asimetría me parece que encaja bastante bien con los distintos intereses reproductivos de machos y hembras en general, a nivel biológico: no es que el aspecto físico no tenga relevancia en el caso de los hombres a la hora de encontrar pareja, pero sí parece tener menos relevancia que en el caso de las mujeres. Sin embargo, en los últimos años (quizás la última década especialmente) los chicos jóvenes se han apuntado al gimnasio en masa y se han hecho corredores de mallas apretadas (aunque, dividiéndolos por sexo, dentro de los corredores más jóvenes parece haber más chicas que chicos).

Ahora bien, si los extrañadísimos viajeros temporales que hemos traído a nuestro siglo nos preguntaran por la razón de todos estos cambios, ¿qué les diríamos? Seguramente les intentaríamos hablar de internet, de las redes sociales, de la «cultura de la imagen» en la que nos hemos ido sumergiendo cada vez más, desde los días dorados de la televisión hasta el estado actual con Facebook, Tinder y la inmediatez de las cámaras integradas en los teléfonos móviles, etc. También podríamos intentar hablarles del porno, accesible gratuitamente y sin esfuerzo desde cualquier parte a solo un par de golpes de pulgar, y ver cómo se sonrojan y pasan a mirarnos con una mezcla de incredulidad, extrañamiento y asco. Sin embargo, tal vez hay aún otro factor relevante pero en el que no caeríamos hasta que nos preguntasen extrañados algo así como lo siguiente: «De acuerdo, podemos entender que la gente joven se ponga a correr para aumentar sus posibilidades de encontrar una buena pareja dentro de esta implacable ‘cultura de la imagen’ de la que nos habláis, pero muchos de estos jóvenes ya tienen más de veinte y hasta veintitantos años. ¿Qué les pasa? ¿Son todos ellos solterones incapaces de encontrar pareja? ¿Por qué no han logrado casarse todavía?»

¡Ah! Tremendo golpe. ¿Cómo explicarles que las cosas ya no son tan sencillas? ¿Que «casarse» ya no es un imperativo cultural, sino cada vez más una suerte de horizonte asintótico al que la mayoría de la gente sigue tendiendo en principio, pero sin conseguirlo (exitosamente) salvo en contadas excepciones? ¿Y que con cada década que pasa esa idea se va volviendo cada vez más y más lejana y extraña? No es que la gente haya dejado de tender hacia ese ideal –aunque cada vez más vago y desdibujado— de perfección monogámica: es que las reglas del juego han cambiado. ¿Cómo explicarles que ya no basta con que un hombre trabaje para que él y su novia (pronto esposa) puedan empezar a vivir en una casa propia y así empezar a vivir, en efecto, como una pareja casada y adulta?

Creo sinceramente que les resultaría más fácil aceptar y comprender las maravillas de internet, la neurocirugía moderna y la geolocalización por satélite que esta otra situación, que les parecería casi alienígena: que cien años después de su época ser un solterón triste no es la excepción sino la norma, que las parejas ya no viven juntas (algunas porque no quieren, la mayoría porque no pueden), y que lo normal es pasar por una media de entre cinco y diez parejas sexuales, algunas de larga duración (¡varios años de vida compartida!) antes de «sentar cabeza»; y eso solo los afortunados que consiguen, efectivamente, sentar la cabeza por fin con alguien y no convertirse en solterones ya crónicos y sin esperanza. Y creo además que esta prospectiva les resultaría no solo alienígena, sino profundamente descorazonadora.

Con esto se les desvelaría en gran medida, me parece, el misterio de los corredores embutidos en mallas. No es tanto que la gente de un siglo más tarde haya descubierto de pronto las bondades de la vida activa (aunque también hay algo de eso, sin duda), ni que algunos especialmente desastrosos en el terreno amatorio recurran a mejorar su atractivo físico ­–según los estándares de la época— en un intento desesperado por encontrar por fin pareja y poder casarse. No: es mucho más perverso. Es que hoy es ya casi un requisito indispensable para encontrar pareja; y ni siquiera con vistas a «casarse», sino simplemente con vistas a poder tocar otro cuerpo que no sea el propio, y poder sentir el abrazo –aunque cada vez más efímero y condicionado— de alguien del sexo opuesto.

Cuanto más se liberaliza el mercado amoroso más aumenta la competencia, solo que en este caso ese aumento de la competencia no redunda en un beneficio para los consumidores en general, sino solo en un beneficio para el top más competitivo.

Como nota positiva, las consecuencias eugenésicas de este régimen sí prometen ser notables (algo que nuestros antepasados de 1920 tal vez podrían ver con buenos ojos, al menos los de orientación más académica), pero esa presunta ventaja desaparece por completo en el momento en que se contrasta con la otra consecuencia obvia a nivel demográfico: el desplome catastrófico de la natalidad. Y, en cualquier caso, creo que nuestros estupefactos invitados temporales coincidirían conmigo en que, como política social, es nefasta.

Lo más seguro es que al enviarles de vuelta a su tiempo lo primero que harían sería darle las gracias a Dios, tal vez el domingo o tal vez esa misma noche, por no vivir en ese distópico futuro en el que hordas de corredores embutidos en mallas apretadas auguran, como coloridas trompetas del Apocalipsis, la lenta muerte de Occidente.

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