Política de los gimnasios
2021, 3800 palabras
Hace poco he empezado a ir al gimnasio. No está abierto al público: es un gimnasio muy exclusivo, pero a la vez no es para ricos. Lo montaron unos buenos amigos en una casa que llevan años okupando junto a un colectivo de izquierdas (una rama de la Plataforma de Afectados por la Hipoteca). Es un edificio de nueva construcción en una callejuela de Vallecas: el colectivo lo tomó antes de que vendieran los pisos y desde entonces es suyo de facto, aunque legalmente podrían echarlos en cualquier momento. Pero ya han pasado muchos años y de momento no ha habido acciones decisivas, salvo amenazas vagas y algún amago por parte de la empresa. Pero ningún juez ha dado todavía la orden de desahucio. Han tenido suerte. Hay otros edificios que desalojan en seguida. Yo estuve involucrado en una okupación hace también unos años, en este caso la de un edificio de la calle Toledo, en pleno centro de Madrid: aquel no duró más de unos meses. Lo acababan de reformar para hacer apartamentos de lujo y la empresa promotora empezó a movilizarse inmediatamente (supongo que poniendo bastante dinero de por medio) para que la justicia diese la orden de desalojo cuanto antes, y efectivamente así fue: solo permaneció abierto durante siete u ocho meses. Hoy, en efecto, se alquilan los bonitos pisos reformados como viviendas de lujo, y habrá gente moderadamente adinerada viviendo en ellos, en lugar de okupas desposeídos.
Pesas de metal en el suelo de un gimnasio
El caso es que yo voy al gimnasio que montaron mis amigos en el sótano de su casa okupa de Vallecas, porque ya intenté ir a un gimnasio normal y la atmósfera me resulta molesta y amenazante. Demasiada gente en general. No podía concentrarme en las torsiones y tensiones musculares de rigor, teniendo la ansiedad social activada a cada segundo y pensando en si aquella chica me ha mirado o este hombre quiere usar la máquina donde yo estoy y mejor me doy prisa o a qué máquina podría pasar tras terminar aquí sin tener que compartirla con un mastodonte de dos metros con una toallita al hombro. Demasiadas preocupaciones simultáneas y demasiada poca concentración en lo que realmente importa, que es levantar unos artefactos pesados periódicamente para estimular las fibras musculares y eventualmente romperlas y que luego, en el trabajoso proceso de regeneración, el músculo vuelva a crecer más grande y más fuerte. Eso es todo lo que importa: romperse para luego, proteínas mediante, regenerarse, y acabar teniendo más masa muscular que al principio. (Al menos eso es lo que importa para los hombres: las mujeres tienen otras arcanas rutinas y objetivos donde la atrofia y la regeneración muscular juegan un papel mucho menor habitualmente; más bien se trata de quemar grasa, especialmente en torno a la zona de los glúteos, las piernas y el abdomen, y la constitución muscular del torso y los brazos les da más igual, mientras que para nosotros –los hombres– eso es, con mucho, lo más importante).
Así que tres días por semana me encuentro allí, en ese sótano medio iluminado por luces fluorescentes –alguna rota–, con artilugios y efectos de gimnasia de los ochenta que mis amigos han ido recopilando a lo largo del tiempo: algunos más funcionales, otros directamente inservibles. Hay una fila de bicicletas estáticas que han ido acumulando: algunas encontradas por ahí, otras donadas por gente que las tenía en su casa y ya no las usaba –y se entiende al momento por qué–. De toda la ristra funcionan bien dos: el resto son inoperables. Pero como allí solo vamos normalmente tres personas –mis dos amigos, que a su vez son hermanos, y yo–, tampoco hace falta más. Además, ellos nunca hacen bicicleta estática, y yo solo muy de vez en cuando: nos concentramos –como explicaba antes– en el tren superior. Luego hay pesas despiezables con discos de varios pesos repartidos por el suelo y un par de aparatos donde puedes colocar una barra, montar el número de discos que quieras hasta lograr el peso que quieres levantar, y proceder a levantarla en repeticiones rítmicas estando en diversas posturas: más tumbado, más erguido, etcétera.
El otro día, descansando entre serie y serie, me planteé lo absurdo que resulta ese gasto de energía visto desde fuera. Es, análogamente, como coger una piedra del suelo para luego volver a dejarla ahí: casi la definición de inutilidad, de trabajo vacío, de energía desperdiciada. Calorías que para nuestros ancestros habrían sido preciosas y valiosísimas, conseguidas con tremendo esfuerzo o tras largas penurias –robar un trozo de queso en el caso de un pobre, o una mañana arrancando patatas del suelo en el caso de un agricultor, o cazar un animal en el caso de un cazador–, nosotros las quemamos sin inmutarnos haciendo un trabajo completamente inútil: un gasto de energía que ninguno de ellos se podría haber permitido jamás. Ellos habrían atesorado esa energía y la habrían empleado sabiamente: nosotros la derrochamos como si fuera gratis; como si no costara nada conseguirla. ¡Pero es que no nos cuesta casi nada conseguirla! Unos filetes de pollo, un batido de proteínas, un plato de pasta o legumbres y algo de fruta o verdura: con eso tienes proteínas, calorías y nutrientes como para correr una maratón. Lo que la mayoría de nuestros antepasados habrían ingerido en una semana (con suerte) nosotros lo podemos ingerir en un día como quien no quiere la cosa. Mientras que algunos de ellos –tal vez los más ancestrales– se habrán tenido que preocupar muchas veces de no hacer esfuerzos innecesarios para no gastar la valiosa energía obtenida de un conejo recién cazado o una fruta recién encontrada, por ejemplo en invierno o en cualquier otro contexto de escasez, nosotros tenemos tanta que no sabemos qué hacer con ella, y si nos descuidamos se nos acumula dentro, y el cuerpo procesa esos nutrientes ricos en energía como grasa y en no demasiado tiempo nos convertimos en mostrencos de carne y tejido adiposo con las arterias obstruidas. Merece la pena detenerse un momento en este pensamiento: nuestros antepasados generalmente buscaban alimentarse de la forma más calórica posible, obtener la mayor cantidad de energía posible a través de la alimentación: nosotros, al menos en el mundo desarrollado, ¡buscamos generalmente lo contrario!
Entonces surge necesariamente la pregunta: ¿por qué es esto así? ¿Por qué hoy la gente dedica cantidades monumentales de otrora preciosa energía a subir y bajar rítmicamente unos bloques de acero con el solo objetivo de reventarse –literalmente– los músculos?
La referencia al famoso experimento de la «utopía de ratones» de Calhoun es aquí obligada. A finales de los años 60 del pasado siglo, John Calhoun, un biólogo especializado en la etología de los roedores, construyó un hábitat artificial para ratones que llamó «Universo 25», tras varios experimentos similares en los que había intentado estudiar el desarrollo de varias colonias de roedores en condiciones de abundancia –de alimento, de refugio, con temperaturas benévolas, etc.– y notar que sus predicciones de crecimiento de la colonia no se cumplían: a pesar de las condiciones extraordinariamente favorables, las colonias se solían estancar en cierto punto poblacional en lugar de crecer exponencialmente, como sería lo esperable. En este experimento, Calhoun y su equipo crearon un hábitat artificial donde a los ratones no les faltaría de nada ni tendrían que luchar por nada –ni por la comida, ni por el agua, ni por el refugio, ni por huir de posibles depredadores–, liberó allí a cuatro machos y cuatro hembras escogidos entre los más sanos de su laboratorio, y se dedicó a esperar y ver su evolución. Su idea era estudiar los efectos de la densidad de población en el desarrollo del clan resultante: ¿Qué pasaría al ir creciendo los ratones en número y volverse el espacio del Universo 25 cada vez más limitado? En cualquier caso, se aseguró de que hubiese comida, agua y nidos para todos: los efectos de aumentar la densidad de población se notarían sobre todo en la frecuencia de los encuentros entre ratones –por ejemplo al merodear por las partes centrales del hábitat, donde se encontraban la comida y el agua– y en el tener que anidar más cerca unos de otros.
Las cosas, de nuevo, no fueron como los investigadores esperaban. La población de ratones creció como se esperaba hasta aproximadamente el primer año del experimento, para, a partir de entonces, empezar a decaer hasta la completa extinción otros dos años más tarde. El pico de población, alcanzado cuando el ritmo de reproducción había entrado ya en fase de decadencia, fue de 2200 ratones (en torno al día 600), a pesar de que todavía quedaba espacio suficiente para que la colonia creciera aproximadamente un 80 % más (unos 1600 ejemplares extra). Antes de cumplirse el primer año del experimento (día 315), Calhoun empezó a notar conductas extrañas y antinaturales: hembras que abandonaban a sus crías, machos que dejaban de defender su territorio, un aumento generalizado de la agresividad en ambos sexos y conductas sexuales erráticas, entre ellas un aumento de la homosexualidad. Al final, los últimos mil ratones nacidos a partir del día 600 dentro de los confines del Universo 25 mostraron, como grupo, una conducta extremadamente inusual: evitaban el conflicto y dedicaban todas sus energías al autocuidado. Los experimentadores apodaron a esta última generación de la colonia en decadencia «los bellos» («the beautiful ones» en inglés). En palabras de un científico que lo explica mejor de lo que yo podría parafrasearlo: «[Estos] otros ratones jóvenes exhibían, al llegar a la edad adulta, un tipo de conducta distinto de todos los que se habían visto hasta entonces. El doctor Calhoun llamaba a estos ejemplares “los bellos”. Dedicaban todo su tiempo a acicalarse, comer y dormir. Nunca se relacionaban con otros, se emparejaban ni luchaban entre ellos. Todos parecían, desde fuera, ser ejemplares sanos de la especie, con ojos despiertos y atentos y un cuerpo sano y bien cuidado. Sin embargo, estos ratones eran incapaces de lidiar con estímulos nuevos. Aunque parecían ser inteligentes y vivaces, eran, en verdad, muy estúpidos».
En suma: llegado cierto punto, la colonia no solo dejó de crecer, sino que empezó a decrecer hasta la extinción, y las últimas generaciones de ratones nacidos en ella entraron en un proceso de desestabilización de las conductas y las normas sociales habituales oscilando entre la violencia indiscriminada y la pasividad extrema, el desorden de las prácticas y conductas sexuales y reproductivas y, por último, el aislamiento total y una dedicación obsesiva al autocuidado y la repetición hedonista de los placeres accesibles que no implicasen un esfuerzo (en su caso comer y dormir), hasta llegar al punto de dejar por completo de reproducirse. Hmmm. ¿Dónde he visto un patrón parecido antes?
Muchas conclusiones han intentado extraerse de los experimentos de la «utopía de ratones» de Calhoun, y siempre en apoyo de alguna posición –o teoría– política: para argumentar en contra de la sobrepoblación, para argumentar en contra del estado del bienestar, o simplemente para apuntar a ello como una prueba definitiva de cómo el mundo moderno y las condiciones de abundancia material nos están llevando a la locura y –eventualmente– nos llevarán a la extinción.
Sin intención de exagerar las conclusiones que pudieran extrapolarse de estos experimentos a las sociedades humanas, lo cierto es que yo también veo, como no podría ser de otra manera, ciertos puntos de conexión interesantes entre la utopía de ratones y nuestro mundo (occidental, desarrollado) actual. Qué fuera lo que hizo que los ratones adoptasen tales conductas antinaturales y autodestructivas es materia de debate, y no precisamente para filósofos ni intelectuales ociosos, sino para etólogos y científicos especializados. De modo que, de nuevo, cualquier posible conexión con nuestra propia vida debería tomarse siempre con mucha precaución. Pero no deja de ser sorprendente que una de las razones por las que casi todo el mundo entiende que la colonia empezó a degenerar fuese, más allá de la sobrepoblación (pues incluso en el punto máximo de población todavía quedaba espacio disponible para crear muchos nidos nuevos, de modo que nunca se llegó realmente a agotar el espacio vital), la hiperabundancia de recursos. El no tener que trabajar por la comida, el agua o el refugio, y no tener depredadores de los que huir, se suele considerar una de las causas que precipitaron la catástrofe, para deleite de todo tipo de reaccionarios y cascarrabias que suelen decir cosas del tipo: «Antes sí que había hombres de verdad, no como ahora que están amariconados». Yo también soy uno de esos cascarrabias reaccionarios y catastrofistas, en cierto modo, así que voy a exponer mi propia versión del conocido tópico de «ahora estamos amariconados». Y lo voy a hacer de la mano de otro catastrofista y reaccionario extremo: el teórico «neoludista» y terrorista convicto Ted Kaczynski (alias Unabomber).
No voy a entrar aquí en la fascinante y terrible historia personal de Kaczynski, ni a enjuiciar sus crímenes, que dejaron tres muertos y más de una veintena de heridos en diversos ataques con bombas caseras, a lo largo de casi dos décadas de actividad terrorista en solitario. Me voy a limitar a rescatar una de las ideas centrales de su teoría, expuesta en su manifiesto titulado La sociedad industrial y su futuro: algo que él llama el «proceso de poder» (o «power process» en inglés). Según Kaczynski, todos los humanos tenemos una necesidad innata de hacer cosas, esforzarnos por cosas, y sentir que nuestro trabajo vale para algo. Hasta aquí todo bien: lo firmaría cualquier psicólogo, y seguro que también puede especificarse esto mismo con bastante precisión en términos neurofisiológicos o neuroendocrinológicos, aunque tal vez la ciencia al respecto todavía no esté completamente asentada. Pero la idea principal de Kaczynski es que esta necesidad, que él denomina, como decía antes, «proceso de poder», y que consiste en algo así como sentir que ejercemos nuestro poder sobre algo y que ello resulta en una transformación de la realidad que nosotros hemos llevado a cabo de manera autónoma, con nuestro propio esfuerzo (por resumirlo a mi modo), se ve bloqueada e impedida por las circunstancias del mundo actual, que Kaczynski llama «sociedad industrial» o «sociedad tecnológica».
En condiciones preindustriales, según Kaczynski, el proceso de poder se veía cumplido y satisfecho continuamente, pues las personas hacían trabajos concretos con fines también concretos, claros e intrínsecamente deseables: trabajaban para sobrevivir, mayormente, en el caso de agricultores, cazadores y demás, o bien como guerreros; o, en el caso de las mujeres, en tareas domésticas y de sustento –como traer y llevar agua, limpiar y organizar el espacio vital, etc.–, además de la crianza de niños. Todas ellas tareas con fines claros, directos y deseables por sí mismos: vencer una batalla (y qué bien sabe la cena después de una batalla vencida), criar a un hijo (obvio) o arar la tierra y pastorear ganado para luego comer de ello. Poco más. Hoy en día, en cambio, Kaczynski diagnostica que el origen más profundo de los males de nuestras sociedades desarrolladas y modernas (o industriales, o «tecnológicas») está en la insatisfacción de ese proceso natural. Hoy en día trabajamos por cosas que ni son claras, ni nos resultan intrínsecamente deseables: siempre son fines indirectos que, además, más que venirnos impuestos por las circunstancias, normalmente tenemos que esforzarnos por querer perseguir.
Ejemplo paradigmático: el trabajo asalariado. Supongamos que un trabajador cobra por cuotas o comisiones según la cantidad de informes escritos, o de ventas, o lo que fuera, en un determinado mes. Este trabajador no solo tendrá que esforzarse por vender, o escribir informes, o lo que fuera: tendrá que esforzarse también por motivarse para alcanzar dichas cuotas de ventas o informes. Al trabajador, por sí mismo, como persona, le importa un carajo rellenar 10 informes o 400. No hay ninguna satisfacción intrínseca en eso (más allá de la «satisfacción por el trabajo bien hecho», pero a eso voy): a ti, como a cualquiera, esos papeles te valen un pito. Lo que importa, y por lo que lo haces, es la recompensa económica que te da tu jefe o tu empresa. Pero para poder cumplir la cuota del mes –y llevarte la comisión correspondiente– tienes que escribir esos 400 informes, pongamos, y para eso tienes que motivarte y ponerte como objetivo escribir 400 informes. ¿Es ese un objetivo primario? En absoluto: a ti no podrían importarte menos cada uno de esos malditos informes; es más, escribirlos supone un tedio insoportable. Sin embargo, tienes que motivarte y concienciarte de que escribir 400 informes ese mes es la bomba, es lo que hay que hacer, es un objetivo a cumplir, es lo deseable. No trabajas para ti: trabajas para otro. No te importa lo que haces: le importa a otro. No obtienes recompensa inmediata por lo que haces, como quien planta una patata y unos meses más tarde la desentierra y se la come: tú no percibes directamente el fruto de tu trabajo, sino que trabajas mecánicamente como un zángano en un cubículo iluminado con repugnantes luces fluorescentes, haciendo algo que ni te interesa ni te motiva por sí mismo, y tienes que esforzarte no solo por hacerlo, sino por motivarte para poder hacerlo y no salir huyendo a la mínima; y, a cambio, a final de mes aparecen unos números en tu cuenta corriente y con esos números luego sales a algún restaurante de vez en cuando, y compras el pan, y pagas por cosas que te entretienen y te anestesian, como alcohol, videojuegos, cine, series, televisión por cable, pornografía, etc., para luego poder seguir yendo a trabajar, automotivarte de nuevo para cumplir nuevos objetivos puestos por la empresa o el jefe, y repetir así el ciclo una y otra vez. Estoy pintándolo a la manera del catastrofista cascarrabias, pero aunque sea una representación de la realidad algo sombría y esperpéntica (vista desde arriba, como diría Valle-Inclán) no deja de ser verdad en lo esencial, al menos para una importante mayoría de la gente.
Y, a su vez, esto que Ted Kaczynski vislumbra como el mal radical de nuestro mundo, esta insatisfacción generalizada del «proceso de poder»; el trabajar para otros y no para nosotros mismos, el no saber muy bien en qué –ni por qué– estamos esforzándonos, el no ver claras las recompensas y tener que automotivarnos –casi se me antoja decir autoengañarnos– para seguir haciendo esfuerzos en lugar de abandonarnos al hedonismo y la molicie absolutas (como de hecho hacen, tristemente, quienes no aguantan este régimen inhumano); todo esto, decía, enlaza con el concepto marxista de alienación, por el cual Marx propone que los trabajadores en un sistema capitalista se encuentran enajenados de su propio trabajo –así como también de los frutos de dicho trabajo– y reducidos a un mero depósito de energía o productor de trabajo en la maquinaria capitalista, como piezas intercambiables de una máquina que producen ciegamente algo sin saber bien qué, ni cómo, ni por qué (y obteniendo a cambio un mero salario que les permite subsistir y seguir produciendo ciegamente y funcionando como engranajes de la Gran Máquina). De nuevo, visión catastrofista y sombría, esta vez por la izquierda: pero también, de nuevo, acertada en lo esencial.
El caso es que, llamémoslo como lo llamemos –alienación, insatisfacción del «power process», o de cualquier otra manera–, el fenómeno a grandes rasgos es el mismo, mientras no nos pongamos exquisitos con matizaciones teóricas o interminables debates terminológicos. A lo bruto, grosso modo, sabemos lo que pasa: no estamos enfocando nuestros esfuerzos –nuestra energía– de manera autónoma y satisfactoria, sino al contrario, de manera «heterónoma», porque se orienta según los intereses de otros, o según intereses y objetivos que nosotros no entendemos ni compartimos; e insatisfactoria, porque no percibimos directamente los frutos de nuestro trabajo, sino una medida abstracta, que es el dinero, y la relación entre cantidad de energía invertida y cantidad de dinero recibido nunca está del todo clara ni la entendemos intuitivamente como algo necesario, de modo que se nos aparece –aunque solo sea a nivel subconsciente, sin llegar a verbalizarse nunca– como una cosa arbitraria y absurda.
De modo que, con todo esto en mente, me replanteo mi relación con las pesas del oscuro gimnasio okupa. ¿Realmente llegaré a hacer algo valioso en algún momento de mi vida? Si es así, tal vez el coste energético que ahora me parece gratuito e innecesario tenga, en el fondo, algún sentido. Si alguna vez, en un futuro incierto, llegase yo a ser un gran intelectual o un gran profeta, o un «gurú» moderno, y si para eso pudiese haberme ayudado el levantar ahora algunas pesas de vez en cuando, todo parecería justificado. Pero hay que ver lo que se esconde detrás: las ingentes cantidades de pollo, leche, huevos, carne. Todo eso no sale de la nada. Todo eso es el resultado de la tortura y el martirio de cientos, o quizá miles, de animales. Animales subhumanos, sí, y por tanto éticamente menos relevantes: pero animales al fin y al cabo. Animales como tú y como yo mismo. Animales y plantas que estamos cultivando, criando, alimentando (y después matando y despiezando), para servirnos de sustento: para ser una fuente de energía. Pero ¿en qué invertiremos luego esa energía, ganada mediante el esfuerzo, la mutilación, la tortura y la muerte de tantos otros seres? ¿Realmente merece la pena toda esa destrucción, todo ese sufrimiento?
Mis abuelos trabajaban el campo. Los conejos y vacas y ovejas muertos, además del trigo y la cebada y las hortalizas que cultivaban, tenían un sentido claro: permitir que sus músculos pudiesen alzar el arado y los aperos agrícolas, para permitirles a su vez desarrollarse ellos y su progenie, en una espiral de voracidad cósmica sin principio ni fin a la vista: solo la perpetua reproducción de lo presente. Yo, hoy, no tengo campos que cultivar ni aperos de labranza que levantar con las manos, y tal vez sea por eso que mis manos solo se contentan al levantar pesas de acero vacías de contenido y de significado. El fin se ha perdido. La cadena causal entre lo comido y lo que come deja de estar clara. Levanto las pesas una vez más.
Me gustaría impresionar con mis nuevos músculos de gimnasio a una chica guapa: esa es ahora la principal tarea. Pero no era antes así. Tal vez antes hacían falta menos calorías en general, menos energía en general, menos muerte y destrucción en general, para lograr un mismo objetivo, que ahora requiere mucho más esfuerzo (y muchas más calorías, y mucha más energía, y por tanto mucha más muerte). Cuando levanto las pesas del gimnasio y me bebo un batido de proteínas –proteínas a su vez extraídas de las secreciones lácteas de una vaca adulterada y moribunda–, todo mi cuerpo se vuelve partícipe de una danza infernal, venerable y triste, como un nuevo millón de años añadidos a la ya vetusta edad del universo. Pero antaño, al menos, la danza parecía estar más justificada. El trabajo, el esfuerzo, el sufrimiento, parecían llevar a alguna parte. Hoy todo eso ya no está tan claro.