Sobre la paradoja de la tolerancia de Popper
2022, 1600 palabras
La paradoja de la tolerancia de Popper, en esencia, consiste en darse cuenta de que la tolerancia es un juego de suma cero. Darse cuenta de que si quieres tolerar algo, política o socialmente (es decir, que ese algo exista, o pueda existir, o sea libre de expresarse, manifestarse, estar en sociedad) tienes que reprimir (o inhibir, cohibir, coartar, no tolerar) a quienes buscan lo contrario, o a quienes querrían ver eso soterrado, reprimido, encerrado, o fuera del tablero social (o directamente fuera de la existencia).
Y esto se puede aplicar así a cualquier objeto, cualquier X. Cuando esa X es, como en el caso propuesto por Popper, algo así como el pluralismo político, o la libertad de pensamiento, o lo que se quiera, entonces es cuando la cuestión adopta ese cierto tinte «meta» o «higher-order», y por ello también ese tinte de «paradoja» o cosa rara, porque básicamente entonces estamos diciendo que para que haya tolerancia con la tolerancia (o con el pluralismo político, o la libertad de pensamiento, o lo que sea) hay que ser intolerante con el intolerante (es decir: hay que censurar, cohibir, coartar, etc., al que desearía vivir en una sociedad no pluralista, o sin libertad de pensamiento, o ideológicamente monista, o «intolerante»), y ahí es cuando parece que estamos diciendo algo misterioso y muy profundo, y la gente se vuelve tonta.
Pero si lo dejas de aplicar a este caso «paradójico» o «meta» o «de segundo orden» y lo aplicas a un caso cualquiera de primer orden (p. ej., la cuestión de si la pizza debería o no llevar piña), te darás cuenta de que la estructura profunda no tiene nada de misterioso ni de paradójico, y consiste
sencillamente, como decía antes, en darse cuenta de que la «tolerancia», a nivel social o político, es un juego de suma cero. Si queremos tolerar a los que dicen que la pizza debería poder llevar piña porque así está más rica, tenemos que coartar a los que desearían un monismo de la pizza sin piña; pero lo mismo a la inversa: si quieres tolerar a los que dicen que la pizza no debería poder llevar piña, tienes que coartar a (o ser intolerante con) los que quieren vivir en un mundo donde pueda haber pizzas con piña. En cierto sentido, son dos visiones del mundo contrarias (un mundo donde hay, o abundan, las pizzas con piña vs. un mundo donde no hay o no abundan las pizzas con piña), y son simétricas, es decir, igual de legítimas, y con el mismo peso como reivindicación política: es tan legítimo defender una como defender la otra. Y, de nuevo, defender una (o la tolerancia respecto a una) implica necesariamente censurar, coartar o no tolerar a quienes querrían la otra.
Pero es verdad que, en otro sentido (y quizás era esto lo que Popper tenía en mente), pueden verse como asimétricas, ya que no es lo mismo defender que puedan existir pizzas con piña que defender que no puedan existir pizzas con piña, o que todas las pizzas deban llevar piña. Es como la diferencia entre el operador de necesidad y el de posibilidad en lógica modal: «es necesario que X» o «no es posible que no X» son las posiciones que podríamos llamar «totalitarias» (o «totalistas», si no se quiere teñir tanto el término), mientras que sus contrarios, «es posible que X» o «no es necesario que no X» serían las posiciones «abiertas» o «pluralistas»: puede existir X, pero no todo tiene que ser X (ni todo tiene que ser no X). Es la belleza de la libertad frente al autoritarismo y el dogmatismo: la tolerancia frente a la intolerancia.
Sin embargo, esta visión tiene un problema: presupone que todo funciona como el caso de las pizzas, cuando hay casos en los que esa lógica de «mercado pletórico», o «liberal», no es aplicable. Por ejemplo, intenta aplicar esa «lógica de la tolerancia» al asesinato. Imagina a alguien argumentando: «No, yo no digo que todo el mundo tenga que ser un asesino (¡eso sería dogmático y totalitario!), yo solo estoy diciendo que permitamos que existan asesinos, o que quien quiera ser un asesino pueda serlo libremente. Pedir que no haya ningún asesino, o que nadie pueda asesinar si quiere, o, por otro lado, exigir que todos asesinemos, es tan dogmático como pedir que no existan las pizzas con piña o que todas las pizzas tengan que llevar piña: el término medio pluralista, tolerante e ilustrado entre esos dos extremos dogmáticos es permitir que quien quiera ser un asesino pueda serlo en libertad, al igual que quien no quiera ser asesino no tenga por qué serlo obligatoriamente. ¡Así todos ganamos! ¡Libertad! ¡Tolerancia!»
A una persona que argumentase eso sin duda le diríamos que está chalado. La lógica liberal del «vive y deja vivir» y de la «tolerancia ante la diferencia» no se aplica a casos como el de los asesinos: ahí todos estamos de acuerdo en que hay que ser dogmáticos, autoritarios, intolerantes, incluso fanáticos anti-asesinato (o «asesinófobos»). La tolerancia con el asesinato no es como la tolerancia con las pizzas hawaianas: aquí no hay «pluralismo» ni «diversidad» que valgan. Pero entonces, ¿qué es lo que separa estos dos casos? ¿Y cómo deberíamos considerar otros, como por ejemplo el matrimonio gay: siguiendo el modelo de la pizza hawaiana, o siguiendo el modelo del asesinato?
El problema de quienes se escudan en la paradoja de la tolerancia de Popper para defender que hay que (cómo no) permitirles a ellos vivir como quieran y censurar a los que se opongan, es que están presuponiendo que lo que ellos defienden (p. ej. el matrimonio gay, o cualquier otra cosa) son cosas que habría que juzgar siguiendo el modelo de la pizza hawaiana, donde las opciones maximalistas o dogmáticas, de uno y de otro lado, son las malas, y la opción buena es la del pluralismo de «vive y deja vivir»: no imponer ni una cosa ni la contraria, sino dejar que cada uno elija (y pueda elegir) la opción que más le guste. Pero para el otro bando esto puede no ser tan obvio, porque puede que el otro bando no lo vea como una cuestión de preferencias personales, o de diferencias totalmente legítimas, sino como una cuestión mucho más grave, mucho más «seria». Una cuestión incluso de vida o muerte para la sociedad en su conjunto, al igual que en el caso del asesinato, o en cualquier caso algo igual de trascendente, importante, nuclear o radical: algo innegociable. Y entonces, obviamente, para ellos no cabrá la tolerancia ni la libre elección respecto a eso, del mismo modo que no cabe la tolerancia ante el asesinato, o la violación, o cualquier otra cosa considerada un crimen o un acto inmoral, destructivo, dañino para el cuerpo social.
El problema, por tanto, está en prejuzgar qué es un crimen o un acto dañino para el cuerpo social, y por tanto intolerable, y qué son meras preferencias legítimas. Y, concretamente, prejuzgar que lo tuyo son meras preferencias legítimas y que por tanto el maximalismo o dogmatismo de los otros al querer prohibirlo o erradicarlo es automáticamente una exageración (o peor aún, una inmoralidad en sí misma, porque atenta contra la «diversidad» o lo que fuera), mientras que en los otros casos, donde tú sí eres maximalista e intolerante (p. ej. con quienes quieren practicar en libertad terapias de reconversión para gays o prohibir el matrimonio a las personas del mismo sexo dentro de su estado, comunidad o lo que sea), ahí sí es una cuestión de vida o muerte y hay que aplicar la misma lógica que en el caso del asesinato, y ser todos igual de maximalistas e intolerantes que tú con la opción mala (léase: con la opción que tú consideras mala). Ese es el doble juego, que en el fondo se parece a la estrategia dialéctica (o falacia, según a quién preguntes) del «motte and bailey»: ser maximalista y dogmático cuando te conviene el maximalismo, y minimalista y libertario «live and let live» cuando es eso otro lo que te favorece, y asumir o presuponer que los temas en los que hay que ser maximalista (o seguir el modelo del asesinato) son justo aquellos que para ti son más importantes, y en los que solo puede haber una postura legítima (a saber, la tuya), mientras que los temas en los que hay que ser abierto, flexible y simplemente «dejar que cada uno sea libre de hacer lo que quiera» (o seguir el modelo de la pizza con piña), son justo aquellos en los que tu postura es «una preferencia más» que debería poder expresarse libremente sin que nadie trate de coartarla.
En suma: presuponer como una suerte de verdad a priori en qué es legítimo que haya diversidad de opiniones y en qué no. Pero, en el fondo, ¡ese es el mismo dogmatismo de toda la vida! Quien tiene el poder para decidir qué temas han de ser tratados con la lógica (inflexible, autoritaria, maximalista, «intolerante») del asesinato, y qué temas han de ser tratados con la lógica (flexible, pluralista, libertaria, minimalista, «tolerante») de la pizza con piña, tiene la hegemonía. Y quien tiene la hegemonía y además se aferra a ella intentando argumentar que, en efecto, hay que ser muy tolerante con lo bueno (que curiosamente coincide con lo que él mismo considera importante, valioso, innegociable, etc.) y muy intolerante con quienes, malvadamente, se oponen a lo bueno, solo tiene un nombre: un tirano. Un dogmático, monista, autoritario, maximalista y, sí, intolerante de toda la vida. Y he aquí una segunda «paradoja de la tolerancia», esta vez no de Popper, sino mía:
En nuestros tiempos, quienes más dicen abanderar la tolerancia y el pluralismo son, paradójicamente, los menos pluralistas y los más intolerantes.
¡Oh, el misterio!