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Sobre la simpatía y la moral

2013, 2600 palabras

No hay moral, hay simpatías y antipatías. En realidad se podría reducir todo al concepto de simpatía tomando el término en su sentido etimológicamente estricto: sentir lo mismo que otro ser, sea mutua atracción o mutuo rechazo; sin embargo, para facilitar la comprensión, distinguiré entre simpatía y antipatía, siendo la simpatía el sentimiento de mutua atracción o agregación y la antipatía el de mutuo rechazo u oposición, enemistad, etc.

 

El origen de la simpatía es el sexo: como mínimo se siente simpatía por los propios progenitores hasta cierto punto de autonomía, al menos por la madre, y a su vez los progenitores sienten como propios los dolores y los placeres de las crías, especialmente los dolores. Asimismo, al menos durante el periodo del apareamiento, se siente simpatía por la propia pareja. Es parte del funcionamiento global de lo que podría llamarse instinto animal, cuyo objetivo, visto a gran escala, es la mejora genética de cada linaje a través de la procreación. Por linaje entiendo el «árbol genealógico» de cada individuo determinado, hasta llegar a sus ancestros más remotos, que a su vez es la herencia que junto a su propia aportación traspasará éste a sus descendientes. Evidentemente el animal, a excepción del hombre, no tiene conciencia de estar perpetuando su linaje, como tampoco de estar conservando ni mejorando su especie, como parece querer decirse a veces; sin embargo, sí busca la continuación y la mejora en lo posible de su propio ser o de su propia «esencia» a través de sus crías: de aquí el concepto de reproducción.

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La ciudad redonda de Bagdad diseñada por el califa Al-Mansur

Al menos entre los mamíferos, la tendencia general es que los machos impregnen con su simiente a cuantas más hembras mejor, aunque no sin discernimiento, mientras que las hembras seleccionan cuidadosamente la que va a impregnarlas debido a que son quienes más energía habrán de invertir en el proceso de la pregnancia y la cría. Después, entre las especies gregarias –es decir, que se agrupan para sobrevivir conjuntamente– surge la primera estructura social claramente parecida a la humana: la manada. En lugar de individuos aislados con simpatía por su pareja y sus crías y antipatía o al menos recelo frente a todo lo demás, se generan grupos cohesionados en los que, al menos como automatismo, se defiende o ataca como manada. La mezcla de progenitores y progenie en un mismo grupo homogéneo en el que solo las hembras saben quiénes son sus crías –y eso tal vez no más allá de la autonomía de éstas, perdiéndose entre las demás– genera a su vez nuevos vínculos de simpatía. Ya no solo cuenta la supervivencia de las propias crías, ya que están todas entremezcladas, de forma que se defiende a todas en caso de necesidad, se enseña a todas por igual las técnicas de supervivencia heredadas, por ejemplo la caza en el caso de los cazadores, etc. Esta «gran familia» tiene su equivalente, ya entre los humanos, en la banda de cazadores-recolectores paleolítica. El ejemplo paradigmático de este concepto es el de la horda neandertal, en la que se hace totalmente patente lo dicho anteriormente de las manadas: las crías se educan grupalmente según el sexo, se caza y recolecta en grupos y se genera una organización de defensa y perpetuación del grupo como unidad orgánica, al margen de los lazos de sangre individuales de los que, de nuevo, solo las hembras son conscientes. Este es el origen de la primera ampliación del círculo de simpatía más allá del sexo: la identificación de uno mismo no ya solo con sus padres e hijos, o sea su linaje, sino con un grupo de congéneres. Estos grupos también son llamados clanes, puesto que todos tienen un ancestro o herencia común, a pesar de que la diversificación producida por el apareamiento a lo largo del tiempo haga que sea imposible definirlo como una sola familia.

 

Aquí hay que distinguir entre los conceptos de familia y de clan: por familia se entiende comúnmente un grupo delimitado por relaciones de parentesco o lazos de sangre del que quedan excluidos todos los demás individuos salvo que se emparejen a su vez con un miembro de dicho grupo, mientras que el clan –en este sentido– es un grupo en el que, a pesar de haber una herencia o antepasado en común, los individuos funcionan una vez adquirida cierta autonomía como órganos o partes funcionales de una unidad orgánica al margen de las relaciones de parentesco. Así, en una cultura polígama (o simplemente que no se organice en familias nucleares claramente separadas) como la paleolítica, las crías pasan a ser –como decía antes– responsabilidad de todo el clan, y en el enfrentamiento de todo el clan como unidad contra una amenaza externa se genera una antipatía común, así como la correspondiente simpatía común, siguiendo con la distinción hecha al principio. Esta antipatía común, esto es, el tener un enemigo común a todos contra el cual tienen que hacer un esfuerzo conjunto para vencer, crea a su vez la simpatía común al exigir precisamente eso: extender la solidaridad propia de las relaciones parentales a todo el clan, convirtiéndose todos de algún modo en padres e hijos de los demás, puesto que todos protegen o ayudan al resto y a la vez necesitan de la protección o ayuda del resto. Como aclaración cabe decir que no es necesario que tal amenaza externa sea definida, como un enfrentamiento con otro grupo humano o un desastre natural, sino que puede ser simplemente el propio peligro y resistencia que ofrece la naturaleza de por sí, contra la cual se forma la alianza. Esta simpatía común o solidaridad es la base sobre la que se sustenta todo sistema moral ulterior, con la exigencia a los miembros de la misma comunidad moral de que no hagan al prójimo lo que no querrían para sí mismos: es decir, la exigencia de simpatía. De hecho, todas las grandes religiones en algún punto u otro de su doctrina formulan lo que se viene llamando la «regla de oro», cuya forma canónica es más o menos así: «actúa con tus semejantes como te gustaría que actuaran ellos contigo». La cuestión simplemente está en hasta dónde se amplía el círculo moral, qué se mete dentro y qué se deja fuera.

Evidentemente la solidaridad de una horda neandertal o de una banda paleolítica primitiva de Homo sapiens no se extendía indefinidamente, sino que se ceñía al propio clan, dejando fuera en principio a todos los demás grupos. Más tarde el mismo principio, a saber, que las adversidades comunes generan simpatías comunes, se sigue aplicando y lleva a la constitución de tribus, agregaciones de clanes o grupos de procedencia diversa –ya no común– en aldeas y comunidades sedentarias. Ya estas primeras aldeas neolíticas cuentan con murallas, lo cual vuelve a poner de manifiesto lo dicho anteriormente: la solidaridad no se extendía ni mucho menos indefinidamente, sino que, de nuevo, simplemente se había ampliado un poco más el alcance del círculo de simpatía para acoger a varios grupos sin parentesco entre sí pero que vieron necesario o útil cooperar para asegurarse la supervivencia. Después, con la aparición de las primeras civilizaciones y por tanto las primeras ciudades-estado, se recrea lo mismo pero a escala mayor y de forma cada vez más sofisticada. Durante todo el proceso de civilización, según van cohabitando más individuos en una misma agrupación y se pasa de comunidades primitivas a sociedades políticas, se van disolviendo proporcionalmente las relaciones comunitarias entre los individuos, cuya expresión perfecta es la identificación total del individuo con el grupo propia del clan paleolítico, y se sustituyen por relaciones económicas y jurídico-políticas.

 

Dicho de otro modo, en agrupaciones lo suficientemente grandes y heterogéneas –sociedades–, a las que a su vez acompaña una mayor estabilidad y seguridad, la simpatía por los demás componentes del grupo no surge ya naturalmente, debido a la ausencia de estímulos externos como son las amenazas comunes o la necesidad de cooperar continuamente como única vía para sobrevivir día a día. De este modo se hace necesaria una estructura política y jurídica que a través de las leyes y la administración pública encargada de que éstas se cumplan garantice la paz y la armonía, en la medida de lo posible, dentro de una ciudad que ya no funciona como un solo organismo cuyos componentes apuntan todos a una misma dirección, salvo en tiempos de guerra o bajo una amenaza similar. A este proceso de «desgarro del tejido comunitario» se suma también el efecto de la cultura monógama, que facilita la disgregación de la sociedad en núcleos familiares pequeños y sin parentesco entre unos y otros, y por ello también las oposiciones y enemistades entre sí. En suma, cuando la simpatía y la solidaridad entre los miembros del estado ya no es natural –pues instintivamente no parece necesaria, una vez que se ha alcanzado un cierto nivel de seguridad y estabilidad– sino que debe forzarse, surgen tanto las leyes como el concepto de moral tal como se entiende hoy.

 

En las tribus y comunidades prepolíticas las jerarquías y los modos de organización social, que a su vez componen un cierto sistema moral a base de mitos, leyes no escritas y tradiciones, son solo una primera expresión de lo que se llevará a cabo a gran escala en las diversas civilizaciones, especialmente gracias a la escritura y el subsiguiente desarrollo cultural. Así, la moral de una tribu primitiva es una parte más de su cosmovisión y su herencia cultural particular, que va implícita en la propia conformación del individuo dentro de ésta; las leyes no escritas, enraizadas en la tradición, por las que el individuo debe comportarse de tal o cual manera o ser castigado, son indiscernibles de las costumbres e incluso de las técnicas propias de la tribu que los niños aprenden durante su desarrollo en ella. Solo en una sociedad política que agrega a individuos heterogéneos, incluso de diversas culturas, se hace necesario plasmar las leyes por escrito y se distingue entre el ámbito legal y el moral, que pasa a ser más bien el ámbito de las «buenas costumbres», o imperativos paralegales pero no por ello desdeñables. Así, mientras el sistema jurídico-político se encarga de hacer leyes vinculantes y ejecutarlas en la ciudad, casi nunca a gusto de todos, es necesario que por otro lado se regenere continuamente la cohesión social y se legitime el propio sistema, y esto se consigue con la educación moral y la inculcación de la regla de oro antes mencionada, si bien tal vez aplicada solo a los habitantes de la propia ciudad, o de una región, o de lo que se considere culturalmente como «mundo civilizado» (por ejemplo, la Hélade en oposición a los bárbaros). Queda así ampliado otra vez el círculo moral o círculo de simpatía, por ejemplo en los casos en los que frente a un enemigo externo se aunase toda la polis a pesar de las rencillas internas para defenderse conjuntamente, o más aún, cuando se uniesen varias poleis para luchar contra terceros.

La ampliación del ámbito moral o el llamado círculo de simpatía, pues, va siendo proporcional al desarrollo y expansión de la civilización, puesto que cada vez más pueblos y territorios entran a ser parte de la misma y dejan de ser «bárbaros» o enemigos; también por esto se hace necesaria una moral más fuerte y con mayor peso, pues sin ella la cohesión social se destruiría a medida que los intereses privados desembocasen en una lucha de todos contra todos. Es también por esto mismo que las doctrinas morales en casi cualquier cultura, lo mismo que las nociones de justicia, tienen una forma extremadamente similar: promover el altruismo frente al egoísmo y «dar a cada uno lo que le corresponde». Por último, con el auge de la Roma imperial y el cristianismo, ambos con vocación universal, y el surgimiento a partir de ello de una nueva noción de «mundo» y especialmente de «humanidad», junto a una cada vez mayor abstracción del pensamiento, se empieza a entrever la posibilidad de ampliar el círculo moral a todo el mundo, a toda la humanidad. Esto, efectivamente, obedece a un ejercicio de abstracción por el cual el individuo ya ni siquiera siente o ha de sentir una simpatía forzada por sus conciudadanos –que son, al fin y al cabo, aliados potenciales– sino que siente o ha de sentir una simpatía forzada por todo otro hombre sobre la tierra, sea conocido o desconocido, amigable u hostil, simplemente por ser hombre. Esta es la máxima pretensión de la moral ya aventurada por Platón, promulgada por la Iglesia católica y ahora enraizada desde la Ilustración en el seno mismo de la cultura occidental.

 

El problema es que la humanidad no tiene una estructura lo suficientemente homogénea como para que realmente se cohesione formando una unidad solidaria como lo fueran el clan, la tribu o aldea, la polis, el imperio o tal o cual civilización: por ejemplo, no tiene un enemigo común externo por el que deba aunarse toda, y la lucha por la supervivencia es prácticamente nula en las sociedades avanzadas. Asimismo, hay culturas enteras enemistadas entre sí –siendo el ejemplo más claro el del mundo islámico contra las democracias liberales de Occidente– o sencillamente demasiado diferentes como para agruparse sin una buena razón como las anteriormente expuestas. A pesar de todo sí es cierto que cada vez más, por la globalización y la homogeneización de todas las culturas en una misma civilización –que es precisamente la que constituye originalmente la cultura occidental, heredera de Grecia, Roma y el cristianismo–, y la inculcación cada vez mayor del ideal ilustrado de igualdad, libertad y fraternidad universales, cada vez parece más cerca dicha agregación y por tanto la ampliación efectiva, y no solo teórica o soñada, del círculo de simpatía a toda la humanidad. Dicho de otro modo, cada vez más individuos de las sociedades desarrolladas o avanzadas en el proceso de desarrollo conciben que la humanidad es toda una y la moral ha de extenderse, junto con la igualdad jurídica y política, a todo hombre o mujer, independientemente de la raza, la religión, la cultura de origen, etc. Sin embargo, en todos los casos expuestos desde la aparición de la sociedad política, pero más claramente en este último, o sea, el intento de abarcar en el mismo círculo de simpatía a toda la humanidad, hay un problema fundamental: que la naturaleza humana no está preparada para no tener enemigos.

 

En conclusión, el origen del sentimiento moral está en la simpatía, cuya naturaleza ha sido explicada genéticamente. El alcance de la propia simpatía se va incrementando según las agrupaciones humanas aumentan también de tamaño y complejidad. Con la aparición de las ciudades y por tanto de la sociedad política, la identificación con el cuerpo social se empieza a desvanecer debido a que el sentimiento originario de simpatía empieza a no surgir naturalmente hacia todos los conciudadanos. Es en este contexto que empiezan a hacer falta leyes y normas morales explícitas –escritas y promovidas activamente– para asegurar la armonía y la cohesión social.  Estas normas morales explícitas y de carácter civil o religioso, pero ya no tribal, exigen de los componentes del grupo social en cuestión que sientan simpatía unos con otros y se comporten de acuerdo a ello. Por un proceso histórico de expansión de la civilización se llega a un punto en el que se empieza a considerar que el alcance adecuado para el círculo de simpatía sea la humanidad entera, o sea, constituir la humanidad en un solo grupo social. Esto es a día de hoy un proyecto en desarrollo, que progresa gracias a la cada vez mayor globalización e internacionalización. Sin embargo mi percepción es que al igual que las distintas agrupaciones sociales se definen e incluso generan por las amenazas y enemigos comunes a todos sus componentes, las distintas culturas humanas –al menos las civilizadas, sin contar ya tribus o pueblos primitivos– necesitan una amenaza común y equivalente para todas a fin de verse forzadas a aliarse contra ella, creando así una unidad consistente. La cuestión de si este proceso es o no deseable queda fuera de este análisis.

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