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Sobre seriedad, esfuerzo y trascendencia

2017, 600 palabras

¿Qué le pasa a mi generación? Una generación infantilizada ad aeternum y envuelta en las tinieblas del pop art y el individualismo barato. Poner en la «biografía» de Twitter cosas como «Amante de los gatos. Aficionado a los chistes malos. Adicto al café. Odio los domingos» se ha convertido en la norma, lo cual muestra que la absoluta intrascendencia se ha convertido en ley. Uno ya no es «corresponsal del New York Times en Francia», por ejemplo: hoy en día uno es «corresponsal del New York Times en Francia», «proud dad» y «amante de los gatos». Estamos educados en el culto a la trivialidad y la ligereza.

Los políticos ya tampoco pueden ser simplemente figuras de autoridad, serias y respetables (y el respeto siempre implica distancia): hoy tienen que ser campechanos, «mostrar su lado humano», reírse y hacer reír; en definitiva, ser «como todo el mundo», lo que implica precisamente hacer gala de su trivialidad. En lugar de buscar la elevación espiritual, la seriedad y la fuerza, cada vez más buscamos lo mundano, lo cómico y lo amable. Y acabamos con treinta años yendo al mismo tipo de fiestas o reuniones sociales a las que podríamos haber ido con quince o dieciséis: tal vez cambiando la litrona por una botella de vino y las pizzas precocinadas por sushi de aguacate con jengibre, pero en esencia es lo mismo. No hay raíces profundas en los apartamentos alquilados, no hay raíces en las parejas que rotan cada pocos meses (o incluso cada pocos años), no hay raíces en las cajas de preservativos discretamente guardadas en un armario junto a las medicinas y la pasta de dientes, no hay raíces en las colecciones de discos, libros o videojuegos sin tener hijos que puedan heredarlos, y desde luego no hay raíces en el sushi de aguacate.

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Carta del Mago en el tarot Rider-Waite

Y así estamos desarraigados por defecto (pues quien se desarraiga conscientemente y por su propio esfuerzo es en verdad admirable), infantilizados por defecto, dando tumbos de un sitio a otro (de un trabajo temporal a otro, de un apartamento de alquiler a otro, de una pareja a otra) sin saber nunca cuándo parar, ni por qué. En estas circunstancias la trascendencia, el esfuerzo y la seriedad se vuelven casi imposibles.

¿Por qué admiramos a los deportistas de élite? Porque a pesar de que luego, por lo demás, sean tan anodinos y vulgares como el resto de nosotros (o incluso, en ocasiones, aún más anodinos y vulgares), dentro de lo suyo están en el top, en la cúspide, en lo más alto: es decir, porque vemos en ellos una chispa de grandeza. Una chispa de trascendencia, de esfuerzo y de seriedad. Vemos un atisbo de esa voluntad pura, de esa pujanza sin objetivo concreto que no es sino puro afán de superación, esto es, de trascendencia. Y verla en ellos, o en cualquier otro que a base de la misma seriedad y esfuerzo haya llegado a lo más alto en lo suyo, nos recuerda que nosotros también la tenemos, o, en el peor de los casos, que la tuvimos en algún momento de nuestra vida.

Pero, como decía, en esta generación la seriedad se ha vuelto impracticable: todo lo solemne, todo lo grave (y por tanto también todo lo trascendente y mágico, pues la magia y la solemnidad van de la mano), todo temor o respeto reverencial, es mirado hoy con una mueca de sarcasmo y condescendencia. Parece ser el consenso general que es mejor estar relajado que estar tenso, o estar alegre y divertido que estar serio y concentrado. Y así vivimos, flotando entre estímulos y pequeños placeres; huyendo de lo profundo, de lo oscuro, de lo serio y de lo mágico, y brincando de fiesta en fiesta, de trabajo en trabajo, de apartamento en apartamento y de condón en condón.

Pero hay una salida: dejar de brincar por un momento, ponerse serio y buscar por abajo las raíces, y por arriba el radiante sol de la voluntad verdadera.

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