Inclusión, intolerancia e inmigración
2024, 2600 palabras
Imaginemos una sociedad donde hay un 10% de población inmigrante y un 1% de población xenófoba que desearía no convivir con inmigrantes en absoluto. En este escenario, ser inclusivo (en un sentido máximamente abstracto, puramente cuantitativo) implicaría excluir a la parte xenófoba para incluir a la parte inmigrante, ya que, si ambas son incompatibles (aunque la incompatibilidad venga solo por un lado: eso no afecta al puro cálculo cuantitativo que estoy proponiendo aquí), habría que apostar por incluir al grupo más grande de los dos, independientemente de cualesquiera otros factores, y en este ejemplo la parte inmigrante es 10 veces más grande que la parte xenófoba; por lo cual, para ser máximamente inclusivo, como decía, habría que incluir a la primera y excluir a la segunda.
¿Pero qué pasaría si fuera al revés? Si la proporción de población inmigrante fuese del 1% y la proporción de población xenófoba que no quiere convivir con inmigrantes fuese del 10%, esta noción máximamente abstracta de inclusión dictaría que hay que excluir a la población inmigrante para incluir a la población xenófoba, que es 10 veces mayor.
Esto choca con las intuiciones (y seguramente también con los deseos) de la gente que suele emplear términos como «inclusión» o «inclusividad» en un sentido político en la actualidad, y probablemente, para ellos (léase: para la izquierda progresista) el primer resultado (excluir a la población xenófoba para incluir a la inmigrante) sea aceptable o deseable mientras que el segundo (excluir a la población inmigrante para incluir a la xenófoba) sea inaceptable o indeseable, a pesar de ser resultados cuantitativamente idénticos, pues en ambos casos se estaría incluyendo y excluyendo a exactamente el mismo número de personas.

La intolerancia a veces está justificada.
Esta aparente incoherencia puede explicarse principalmente de dos maneras:
(i) Los progresistas, al hablar de «inclusión» o «inclusividad», no están interesados en incluir al mayor número de personas de manera abstracta, sino que están interesados específicamente en incluir en el todo social a ciertos grupos concretos (inmigrantes, minorías sexuales o lo que fuese) por razones externas al cálculo de inclusión-exclusión puramente cuantitativo; por ejemplo, por razones políticas o ideológicas.
(ii) Consideran que, dado que la mutua exclusividad o incompatibilidad entre estos grupos es (ex hypothesi), asimétrica o unidireccional y no simétrica o bidireccional; es decir, dado que hay un grupo que no quiere convivir con el otro pero el otro no tendría (de nuevo, ex hypothesi) ningún problema en convivir con el primero, entonces lo justo es excluir del grupo total al subgrupo que es unilateralmente intolerante: he aquí la Paradoja de la Tolerancia de Popper.
(También pueden darse estas dos explicaciones a la vez, pero de momento tratémoslas como razones separadas.)
Sin embargo, imaginemos un escenario con este tipo de asimetría y veremos que las cosas no son tan sencillas. Digamos que yo tengo un vecino que suele poner la música demasiado alta por las noches, de modo que a mí me molesta, y por ello soy intolerante respecto a él: desearía no convivir con él (por ejemplo, echarle del edificio o de la comunidad de vecinos donde ambos estamos). En cambio, el vecino no tiene ningún problema semejante conmigo. No obstante, en lugar de ser esto una muestra de una suerte de intolerancia irracional e injustificada por mi parte (podríamos llamarla «vecinofobia»), esta asimetría por la que él es más tolerante conmigo que yo con él tiene, a todas luces, una razón de ser evidente: que yo no hago ruidos que le molesten a él mientras que él sí hace ruidos que me molestan a mí.
En este caso, está claro que tratarme a mí como a un «hater» indeseable e irracional y a él como una pobre víctima que no merece ser objeto de tal intolerancia por mi parte, solo porque yo no quiera tenerle de vecino, sería injusto conmigo. O dicho de otro modo: mi intolerancia hacia este hipotético vecino, aunque unilateral, estaría en este caso justificada. Lo justo sería tener en cuenta no solo la asimetría en cuanto a la tolerancia o intolerancia mutua, tomada por sí misma, sin contexto, sino examinar las razones que tiene el individuo o grupo intolerante para no querer tolerar al otro: puede que sean buenas razones.
De hecho, centrándonos en el caso de la inmigración, hay un argumento muy poderoso a favor de la legitimidad de esa asimetría. También hay casos donde en realidad la intolerancia es simétrica; es decir, donde una parte de la población autóctona es intolerante con los inmigrantes pero también una parte de la población inmigrante es intolerante con la población autóctona; por ejemplo, exigiendo que cambien sus costumbres para acomodar las suyas, como en el caso de algunos grupos de inmigrantes musulmanes en el Reino Unido y otras partes de Europa, reivindicando que se sustituya el sistema jurídico tradicional de dichos países por la Sharía o ley islámica.
Pero supongamos un caso en que esta relación de intolerancia es asimétrica, obviando ejemplos como el recién mencionado. En este escenario, imaginemos que una parte de la población autóctona es intolerante con los inmigrantes pero los inmigrantes no son intolerantes a su vez con la población autóctona, y solo quieren vivir con ellos en paz. Pues bien: aun en este caso la asimetría de la intolerancia puede estar justificada si, como en el ejemplo de mi vecino y su música molesta, hubiera algún tipo de perjuicio que los inmigrantes infligiesen a la población local pero que la población local no infligiese a su vez a los inmigrantes. Y parece que hay ejemplos de sobra en los que esto es así:
1. La inmigración (especialmente ciertos tipos de inmigración, por ejemplo de trabajadores poco cualificados o personas con bajos niveles de educación, o bajos niveles de inteligencia, o bajo nivel económico, etc.; o con frecuencia todas estas cosas a la vez, ya que están fuertemente correlacionadas) tira a la baja los salarios al aumentar la demanda de empleo y no crecer la oferta de manera proporcional, de tal modo que la parte ofertante –los empresarios– pueden imponer condiciones más favorables para ellos –en este caso, peores condiciones laborales o salarios más bajos– al saber que el exceso de demanda hará que, incluso con peores condiciones, podrán seguir teniendo candidatos dispuestos a llenar sus puestos de trabajo vacantes (el análogo en el caso de un producto o mercancía cualquiera y no la fuerza de trabajo sería subir los precios, sabiendo que el exceso de demanda absorberá la subida). Además, este perjuicio es asimétrico; es decir, la población inmigrante no se ve perjudicada en sus prospectivas de encontrar empleo al emigrar al nuevo país, sino que se ve precisamente beneficiada, a costa de que se resientan las posibilidades de encontrar empleos bien pagados y de calidad de los locales.
2. La inmigración presiona al alza también los precios de la vivienda, como mínimo en las zonas donde se concentra (por ejemplo en las grandes ciudades), por una dinámica muy similar a la anterior: a mayor demanda y siendo la oferta relativamente inelástica (se podrían construir más casas en principio, pero eso no está exento de costes sociales, paisajísticos, ecológicos, o económicos, si fuese el estado el que lo hiciera con dinero público), la parte ofertante puede imponer condiciones más favorables para sí y más desfavorables para la parte demandante, en este caso subiendo los precios, con la tranquilidad de que, incluso con esas condiciones más desfavorables, la oferta será absorbida por el exceso de demanda. Y evidentemente este perjuicio o daño también es unidireccional, es decir, asimétrico: los inmigrantes hacen subir los precios de la vivienda en el país que los recibe, perjudicando así a la población local (especialmente a las clases medias y bajas), pero la población local no les impone a ellos un coste análogo. De nuevo, los inmigrantes ganan algo a costa de la población local, pero no a la inversa (salvo los empresarios y los bancos, que estarán encantados de tener por un lado mano de obra más barata y por otro más capital al subir el precio de los inmuebles).
3. La inmigración también tensiona el mercado de trabajo y hace subir el desempleo de la población nativa, al menos en condiciones en las que el mercado de trabajo se encuentre en equilibrio o ya con cierto nivel de desempleo. La única circunstancia en la que la inmigración de un gran número de personas en edad de trabajar a un país no haría aumentar la tasa de paro sería si hubiese pleno empleo y una oferta de trabajo tan abundante que todos los puestos vacantes fuesen absorbidos por la población recién llegada y aun así siguieran quedando más puestos de trabajo disponibles para satisfacer por completo la demanda de empleo de la población local (aunque aquí hay otros matices que habría que tener en cuenta, principalmente qué tipos de puestos de trabajo serían ocupados por unos y otros; pero en términos puramente cuantitativos baste con estas pinceladas generales). Pero estas condiciones de pleno empleo y, más aún, de sobreabundancia o exceso de puestos de trabajo libres, no suelen darse, y menos aún en los países europeos y en especial en Europa meridional, donde el desempleo es un problema estructural de nuestras economías desde hace décadas, especialmente agravado desde la crisis de 2008. En países como Grecia o España (siendo ahora el país con más paro juvenil de Europa y uno de los mayores del mundo), agravar este problema de paro endémico aumentando aún más el número de personas demandantes de empleo mediante políticas de inmigración laxas es especialmente grave y dañino para la sociedad; y, de nuevo, en especial para las clases medias y bajas. Este aumento del desempleo o tensionamiento del mercado de trabajo también es unidireccional: al inmigrar al país X, la población inmigrante le impone ese coste a la población autóctona del país X, pero dicha población autóctona no le impone a su vez ningún coste análogo a la población inmigrante.
4. La inmigración también genera conflictos culturales derivados de las dificultades que surgen en el proceso de integración de los recién llegados, y estos conflictos, aunque suelen ser algo más simétricos que los anteriores (los vecinos de un lugar pueden tener problemas con los inmigrantes que se han asentado allí y los inmigrantes a su vez pueden tener problemas con los vecinos, por ejemplo por sentirse discriminados o atacados), también siguen adoleciendo de una asimetría fundamental, y es que, en general, consideramos que tienen más derecho a imponer sus condiciones sobre la forma de organizar una sociedad o un espacio (por ejemplo, una comunidad de vecinos, pero también un estado, etc.) quienes llevan más tiempo viviendo y formando parte de ella que quienes han llegado más recientemente. También podría pensarse que, a lo largo del proceso de integración, las subsiguientes generaciones de inmigrantes, nacidas ya en el país de acogida, pasarán a ser ciudadanos cultural y moralmente indistinguibles de los nativos. Pero no es eso lo que muestran los datos.
5. Por otra parte, la inmigración también suele acarrear problemas sociales, especialmente en forma de un aumento de la criminalidad y la inseguridad. En el caso de los países europeos, es frecuente que entre determinados tipos de delitos, como atracos, asesinatos (incluyendo feminicidios), violencia de género y agresiones sexuales, ciertas poblaciones inmigrantes estén sobrerrepresentadas (en ocasiones en proporciones extremas, como un x40 o x70 respecto a la población autóctona) como perpetradores de ese tipo de delitos a razón de su proporción de la población general. Y esto también es obviamente asimétrico: si la población inmigrante comete más delitos del tipo X per capita que la población autóctona, evidentemente quien se ve más perjudicada de las dos por este nuevo orden de cosas (frente al anterior en el que solo estaban ellos) es la población autóctona; a lo que hay que sumar, además, el agravio comparativo de que ante cada asesinato, cada violación o cada crimen cometido por un inmigrante, surgirá siempre la duda de si acaso, de no haber dejado entrar en el país al perpetrador (o a sus padres), ese crimen no se habría cometido. (O surgiría, si no fuera por el tremendo poder de la propaganda, el adoctrinamiento y la censura que llevamos décadas padeciendo en Occidente, y que hacen que tales preguntas críticas rara vez se formulen.)
Y los ejemplos podrían continuarse.
Por todo ello, la relación que existe entre una población local y una población inmigrante, cuando se dan al menos algunas de las circunstancias recién expuestas (o todas, como en el caso de las poblaciones nativas europeas con respecto a las poblaciones inmigrantes venidas del Tercer Mundo), es ya profundamente asimétrica, de tal manera que la población migrante tiene mucho que ganar y muy poco que perder al inmigrar a un país más desarrollado (pongamos, a un país europeo u occidental), y les impone en el proceso severos costes a los nativos, mientras que la población nativa, por el contrario, tiene por lo general mucho que perder y muy poco que ganar al pasar a convivir con una población inmigrante, especialmente de países más pobres o menos desarrollados o con peor capital humano, y no les impone apenas costes (salvo los derivados, justamente, de su rechazo o intolerancia, en la forma de actitudes xenófobas, racistas y demás), a la vez que les brindan numerosos beneficios: un mercado de trabajo de mayor calidad que en sus países de origen, mejor calidad y nivel de vida, subsidios estatales, costosos servicios públicos, etc.
Por todo ello, decía, la relación entre ambas poblaciones es ya, desde el principio, profundamente asimétrica, y hay una que claramente se beneficia netamente del proceso mientras que otra es netamente perjudicada (en ocasiones de manera muy grave). Por tanto, sería esperable que la población perjudicada resintiera a la población beneficiada en ese intercambio asimétrico, y más aún, sería esperable también que la población perjudicada fuese intolerante con la población beneficiada en el proceso, pero no a la inversa, de tal modo que los locales no quisieran convivir con los inmigrantes mientras que los inmigrantes no tuvieran ningún problema en convivir con los locales (al fin y al cabo ¿por qué iban a tenerlo, si son ellos precisamente los que han querido inmigrar allí, y los que se ven asimétricamente beneficiados en el proceso?).
Es por esto que este ejemplo de la inmigración es perfectamente análogo al que yo proponía antes del vecino imaginario y su música demasiado alta, donde mi intolerancia respecto a él no es equiparable a su falta de intolerancia respecto a mí, sino que esa situación de «intolerancia asimétrica» está justificada por el hecho de que él me impone a mí unos costes o perjuicios que yo, a mi vez, no le impongo a él.
Y por tanto, en ambos casos, apelar a la Paradoja de la Tolerancia de Popper y declarar que lo justo es siempre excluir al intolerante para incluir a la otra parte es, en realidad, una solución injusta, porque no tiene en cuenta las causas por las que se da (y que justifican) esa intolerancia asimétrica.
Así pues, si la justificación para no ser inclusivo de manera puramente cuantitativa o abstracta (cosa que, como veíamos, podría beneficiar unas veces a los intolerantes y otras veces no, dependiendo únicamente de cuál de los dos grupos sea más numeroso), y en cambio insertar en el cálculo de la inclusión-exclusión características que hagan que un grupo haya de ser privilegiado sobre otros más allá de su numerosidad; si la justificación para hacer esto, decía, es la Paradoja de la Tolerancia de Popper, y la supuesta injusticia de la intolerancia asimétrica, entonces habrá que responder que esa intolerancia asimétrica bien puede estar justificada. Y en el caso de la inmigración en los países occidentales durante las últimas décadas, como hemos visto, lo está de sobra.
Y si la justificación es la primera, a saber, que hay que privilegiar a ciertos grupos por razones políticas o ideológicas, de nuevo más allá de la cuestión numérica (e incluso contraviniendo explícitamente este criterio, de tal modo que se prefiriese incluir a un determinado grupo 10 veces más pequeño que otro, aunque eso supusiese excluir al otro 10 veces más grande, por ejemplo), entonces cabría decir que hablar de «inclusividad» en ese caso sería una farsa y una mera artimaña retórica, y que más bien habría que hablar de «excluir al enemigo para incluir al amigo», que es algo más viejo que el cagar, y aproximadamente igual de noble.