top of page

Malleus Feministarum #4: ¿Por qué si un hombre se acuesta con muchas mujeres es un campeón mientras que si una mujer se acuesta con muchos hombres es una zorra?

2019, 4600 palabras

Hay una respuesta a esta pregunta –en forma de metáfora– coleando por internet, que reza más o menos así: «Una llave que abre muchas cerraduras es una llave maestra, mientras que una cerradura que es abierta por muchas llaves es una mala cerradura».

¿Pero por qué ese impulso, tan natural para muchos, de poner a los hombres en el lugar de la llave y a las mujeres en el lugar de la cerradura? ¿Por qué no considerarlo, por ejemplo, al contrario, siendo las mujeres la llave y los hombres la cerradura, de tal modo que la relación se invirtiese y una mujer que se acostase con muchos hombres fuese una campeona, mientras que un hombre que se acostase con muchas mujeres fuese el equivalente masculino de una «zorra» o una «puta»?

Sin caer en metáforas pueriles ni esencialismos bastos, lo cierto es que hay algunas razones para apoyar la intuición que subyace a esa metáfora y que la hace tan atractiva para mucha gente.

La reproducción supone una mayor inversión de energía para las mujeres que para los hombres, debido a un número de factores: por ejemplo, por el hecho de que las mujeres ovulan solo una vez al mes y el número total de óvulos segregados a lo largo de toda una vida ronda los 400, mientras que los hombres pueden eyacular varias veces al día segregando millones de espermatozoides en cada eyaculación; o por el propio proceso de embarazo, que es costoso y delicado; o por los riesgos asociados al parto,

Slut shaming

Slut-shaming

que puede ser peligroso e incluso potencialmente mortífero (aunque gracias a la medicina los riesgos se hayan reducido drásticamente en nuestras sociedades modernas); o por el hecho de que durante el periodo de lactancia y los primeros años de vida, durante millones de años, las hembras humanas han tenido que cargar con sus crías sin apenas separarse de ellas un momento (y aunque hoy ya no sea estrictamente así, porque existen biberones, guarderías y padres más involucrados en la crianza, la tendencia natural de la mayoría de madres sigue siendo mantener a los recién nacidos en la mayor proximidad posible durante el mayor tiempo posible). Según el biólogo Ambrosio García Leal, esta diferencia entre machos y hembras respecto a la inversión parental es una constante en el mundo animal, y especialmente entre los mamíferos:

Aunque ambos progenitores están igualmente interesados en que su prole sobreviva, pocas veces existe una inversión parental equitativa. Por lo general son las hembras las que hacen una inversión mayor. La razón última de esto es que la selección natural tiende a amplificar la diferencia inicial entre óvulos y espermatozoides. Por ejemplo, la inmovilidad de los óvulos hace que la fecundación interna, cuando existe, tenga lugar invariablemente dentro del cuerpo femenino, de manera que cualquier inversión adicional en los embriones tenderá a ser pagada por la hembra que los alberga antes que por el macho (Ambrosio García Leal, La conjura de los machos, Tusquets, 2005, pág. 42).

Por otra parte, el coste infinitamente más barato de los espermatozoides en términos energéticos y la posibilidad de eyacular cada pocas horas, así como el hecho de que no son quienes se quedan embarazados ni quienes amamantan a las crías durante la lactancia en el caso de los mamíferos, hace que los machos tiendan a maximizar su éxito reproductivo intentando fecundar a tantas hembras como sea posible, o teniendo una estrategia de apareamiento mucho más agresiva e indiscriminada frente al mayor conservadurismo de las hembras, que se juegan mucho (en algunas especies, como la humana, literalmente años de su vida futura, y a veces el riesgo de morir tras el parto) en cada encuentro sexual.

Además, debido a esta asimetría fundamental, la mayor limitación del potencial reproductivo de los machos no se encuentra en la severidad de las exigencias impuestas por el propio proceso (como es el caso de las hembras, que están limitadas por los escasos óvulos y, en el caso de las hembras mamíferas, aún más por los prolongados tiempos de gestación y lactancia), sino en la competición intramasculina por las hembras, es decir, en la competición con otros machos por el acceso a los óvulos. En palabras de García Leal:

Mientras que las hembras están constreñidas más que nada por su fisiología, los machos lo están por sus competidores. La primera demostración experimental de este hecho fue ofrecida por el genetista británico A. J. Bateman. Mediante cuidadosas observaciones de laboratorio, Bateman confirmó la predicción de que un solo apareamiento bastaba para fecundar toda la puesta de una hembra de Drosophila (la mosca favorita de los evolucionistas). Pero Bateman hizo otro hallazgo mucho más interesante: la varianza del éxito reproductivo resultó ser significativamente mayor entre los machos que entre las hembras. Mientras que la fecundidad de las hembras mostraba poca variación individual, algunos machos tenían mucha descendencia y otros ninguna. Bateman llegó a la conclusión de que la fecundidad masculina dependía en gran medida del número de apareamientos, lo que necesariamente se traducía en una competencia intensificada por el acceso a las hembras (La conjura de los machos, pág. 43).

Las hembras suelen hacer una mayor inversión parental por descendiente, lo que reduce su potencial reproductivo. Los machos tienen una fecundidad potencial mayor, pero su éxito reproductivo individual es mucho más variable. Hay machos que en una sola temporada tienen más hijos de los que puede criar una hembra en toda su vida, pero son más los que mueren sin dejar descendencia. La causa de esto es la competencia masculina por los óvulos, que se hace tanto más intensa cuanto mayor es la inversión parental femenina. Mientras que las hembras raramente tienen que competir por los espermatozoides, los óvulos constituyen el principal factor limitante de la fecundidad masculina (La conjura de los machos, pág. 46).

Este escenario de lucha por el acceso a las hembras y alta variabilidad en el éxito reproductivo de los machos, de tal modo que unos pocos tienen mucha descendencia y una proporción significativa mueren sin dejar descendencia alguna, se repite también (con matices) en la especie humana. Según recientes estimaciones, la proporción de hombres y mujeres que dejaron descendencia en el pasado es aproximadamente de 2:1 en favor de las mujeres; es decir, que los ancestros de todos nosotros son aproximadamente en un 67% mujeres frente a un 33% de hombres, y no un 50% de cada sexo, como cabría esperar a simple vista. El psicólogo Roy Baumeister, en su libro Is There Anything Good About Men?, explora esta cuestión en los siguientes términos:

La respuesta correcta ha empezado a emerger a raíz de estudios del ADN, en particular los de Jason Wilder y sus colaboradores. Este grupo de investigadores concluyó que entre los ancestros de la población actual, las mujeres sobrepasaban a los hombres por aproximadamente dos a uno. ¡Dos a uno! En términos porcentuales, pues, los ancestros de la humanidad fueron en un 67 % femeninos y en un 33 % masculinos. (…) ¿Qué implica que descendamos de un número de mujeres que duplica al de hombres? Puede explicarse como sigue: de todas las personas que llegaron a la edad adulta, tal vez el 80 % de las mujeres pero solo el 40 % de los hombres llegaron a reproducirse. O quizás el número fue de 60 % contra 30 %. Pero, de un modo u otro, las probabilidades de una mujer de dejar una línea de descendientes que llegase hasta el día de hoy fueron el doble que las de un hombre. Además, crucialmente, el resultado mayoritario (el resultado más común de una vida normal) difiere: la mayor parte de las mujeres que llegaron a la edad adulta probablemente tuvo al menos un bebé y de hecho tienen un descendiente vivo hoy. La mayoría de hombres no. La mayoría de hombres que alguna vez pisaron la Tierra, al igual que les pasa a los caballos salvajes que no ascienden al top de la jerarquía y se convierten en machos alfa, no dejaron ningún legado genético (R. Baumeister, Is There Anything Good About Men?, Oxford University Press, 2010, pp. 63-64. La traducción del fragmento es mía).

Otros investigadores van aún más lejos y proponen que hace unos 8000 años, tras la llegada de la agricultura y el sedentarismo consiguiente, el patrón reproductivo se inclinó tan drásticamente hacia el lado de las mujeres que solo 1 hombre dejaba descendencia por cada 17 mujeres que lo hacían, mientras que «en tiempos más recientes, como media global, entre 4 y 5 mujeres dejaban descendencia por cada hombre que lo hacía». Esto se debe, según la hipótesis más aceptada, no tanto a factores que diezmasen de pronto la población masculina, como guerras (aunque también el desarrollo de la tecnología bélica y el comienzo de las guerras a gran escala podrían ser un factor a tener en cuenta), sino principalmente a que «de algún modo, solo unos pocos hombres acumularon grandes cantidades de riqueza y poder, no dejando nada para el resto. Estos hombres pudieron entonces dejar sus riquezas a sus descendientes, perpetuando este patrón elitista de éxito reproductivo».

A la vista de este panorama, no resulta tan extraña la valoración intuitiva de un hombre que consigue abrirse paso hasta el corazón (y también hasta los genitales) de muchas mujeres como, literalmente, un campeón. Millones de años de rigurosa competencia intramasculina por los recursos sexuales (las hembras), con la consiguiente disparidad de resultados que hace que, aún hasta tiempos recientes, solo un hombre se reprodujese efectivamente por cada 4 o 5 mujeres que lo hacían –quedando el resto en la estacada–, se han encargado de ello. La evolución ha funcionado de tal manera que los hombres han tenido que luchar, a menudo con la muerte como castigo para los perdedores, para perpetuar sus genes, mientras que las mujeres más bien han podido limitarse a elegir a los machos que iban a fecundarlas (salvo en caso de raptos y violaciones, que también los ha habido, y muchos; pero que, con todo, no constituyen la norma interna de apareamiento dentro de la mayoría de las sociedades). De modo que esta imagen arroja cierta luz sobre la metáfora inicial de la llave y la cerradura, que algunos ofrecen como respuesta rápida a la pregunta formulada tan frecuentemente por el feminismo que da título a esta sección.

Sin embargo, esto solo ilumina una parte de la ecuación: la imagen del hombre como «llave» que pretende abrir el mayor número posible de cerraduras y, en la medida en que lo consigue, es más exitoso que otros y por tanto tiene mayor consideración social (es un «campeón») tiene sentido en el marco de nuestra naturaleza sexual y nuestro pasado evolutivo; de acuerdo. ¿Pero qué pasa con la mujer? ¿Por qué iba a ser una «cerradura», que debería ofrecer la máxima resistencia posible a los intentos de todas las llaves por «abrirla»? Es aquí donde la metáfora hace aguas. Es obvio que las mujeres también participan activamente en la búsqueda de pareja y en la reproducción: no son un elemento meramente pasivo o de resistencia frente a los intentos de los varones, como sugiere la imagen de la cerradura, que está ahí precisamente para intentar que nadie la abra. No es así como funciona la sexualidad femenina ni la estrategia reproductiva femenina de ninguna especie.

Lo que sí ocurre es que las hembras, por su mayor inversión parental, seleccionan mucho más que los machos a sus parejas potenciales. En el caso humano, los hombres discriminan menos porque no se juegan tanto en el sexo, y esto quiere decir que en efecto su abanico de parejas potenciales o deseables es más amplio (llegando a veces al extremo de «querer follarse a todo lo que se mueva» en los momentos de mayor presión libidinal), mientras que las mujeres, que se juegan mucho más (o al menos se han jugado mucho más evolutivamente, que es lo relevante de cara a cómo se han ido moldeando los instintos), discriminan más y seleccionan más cuidadosamente a quién van a invitar a su lecho, reduciendo así su abanico de parejas potenciales o deseables (y contribuyendo así, de paso, a la mayor competición intramasculina, puesto que los machos tendrán que luchar más y destacar más frente al resto para ganarse su favor).

Por tanto, la metáfora de la llave y la cerradura no constituye una analogía perfecta con la dinámica intersexual humana, pero sí una analogía aproximada. Las mujeres no son cerraduras meramente pasivas ni resistentes a los embates de las muchas llaves faliformes que intentan abrirlas a cada rato, pero sí podrían verse, de alguna manera, como cerraduras que estarían encantadas de encajar con algunas llaves, pero no con cualquiera. Esto enlaza con el conocido tópico, que ronda por la llamada «manosphere» (la amalgama de blogs y foros masculinistas en internet que lo mismo desarrollan teorías sobre el patriarcado que sobre cómo ligar con chicas en la discoteca), de que el 80 % de las mujeres solo desea emparejarse con el top 20 % de los hombres, o, alternativamente, que en circunstancias de «libre mercado» el top 20 % de los hombres acapara al 80 % de las mujeres: la llamada «regla del 80/20», basada en el principio de Pareto. (Un artículo canónico para iniciarse en el tema es este.) Sea o no sea cierto, lo que sí es cierto es que el fenómeno de la hipergamia femenina (que no tiene nada que ver con la promiscuidad, como podría sugerir el término, sino con la tendencia de las mujeres a buscar parejas del mayor estatus posible en la jerarquía social) es muy real y determina en buena medida la dinámica intersexual, relegando por un lado a una proporción considerable de los hombres a la soledad y la infertilidad y turbopropulsando por otro lado la fertilidad de los machos alfa, se llamen Gengis Kan o Brad Pitt, al menos en circunstancias de «libre mercado». (Resulta un ejercicio a la par fascinante y descorazonador pensar que, si no viviésemos en una cultura relativamente monógama y nos condujésemos solo por los deseos de apareamiento de ambos sexos, Brad Pitt podría haber tenido literalmente millones de hijos –tantos como mujeres que querrían acostarse con él y con las que le diese tiempo a acostarse– mientras que a su vez millones de hombres pasan la vida sin tener ni siquiera uno.)

Sin embargo, todo esto sigue sin explicar el aspecto ético de la pregunta del encabezado. Ya hemos establecido por qué a un hombre se le valora positivamente por ser un conquistador en el campo de batalla amatorio (pero no olvidemos que son conquistas principalmente frente a otros hombres, no frente a las mujeres a las que seduce, si hacemos caso de todo lo expuesto hasta ahora); no obstante, esto tiene más de reacción animal que de valoración ética: más allá de la admiración por los machos alfa, ¿es bueno o malo que seduzcan a muchas mujeres? Y por el otro lado de la ecuación, ¿por qué a una mujer se la valora negativamente (como una «zorra» o una «puta») por el mismo comportamiento, que en principio podría ser también igual de admirable? Aquí entran muchos factores en juego. La teoría feminista afirma que se debe a que vivimos en sociedades patriarcales, definiendo el patriarcado a su vez de forma más o menos vaga como una «estructura social generada por los hombres para beneficiar a los hombres»; y, dado que a los hombres les sienta muy, pero que muy mal la infidelidad femenina (porque puede suponer emplear sus recursos durante años para criar a unos hijos que no son en verdad suyos, lo cual es un derroche intolerable desde el punto de vista reproductivo), la condenan y establecen una moral sexual muy restrictiva para las mujeres pero mucho más laxa para ellos mismos: de ahí que la mujer promiscua (y exitosa en su promiscuidad) sea socialmente considerada como poco menos que el Demonio en persona mientras que el hombre promiscuo (y exitoso en su promiscuidad) sea socialmente considerado un triunfador al que no hay nada que reprocharle o, en el peor de los casos (en el caso del cristianismo, por ejemplo) un «pecador» que se deja llevar demasiado por sus impulsos, pero que tampoco acarrea por ello una maldad o una culpa comparable a la de una mujer que hiciera lo mismo por su parte. Y esta explicación tiene algo de verdad, sin duda, pero tampoco es la última palabra que puede decirse al respecto.

La mayoría de psicólogos evolucionistas, por ejemplo, están de acuerdo en que el mecanismo social por el que se condena moralmente a las mujeres promiscuas está tan promovido por las propias mujeres como por los hombres, o incluso más. ¿Por qué? Porque dada la dinámica intersexual humana en la que los hombres son más bien los que intentan aparearse a toda costa y las mujeres más bien las que eligen y seleccionan a los que desean, la existencia de mujeres demasiado «fáciles» reduce comparativamente el valor de las demás, puesto que si los hombres pueden tener acceso fácil al sexo con unas cuantas mujeres muy dispuestas a ello, estarán menos predispuestos a esforzarse por tener acceso a lo mismo con otras que les exijan más para poder hacerlo. Dicho de otro modo: ¿por qué iba un hombre a invitar a cenar varias veces a una mujer y pasar por un periodo de cortejo y demostraciones de compromiso y dedicación para llegar a tener sexo con ella, si hay otra que le ofrece lo mismo sin pasar por todos esos trámites? En este escenario, las mujeres menos promiscuas y más selectivas, y también más orientadas a objetivos a largo plazo (más allá del sexo casual), que requieren compromiso e inversión de recursos por parte de los hombres (y que éstas premian a su vez con sexo, grosso modo) salen perdiendo cuando hay otras que satisfacen el objetivo inmediato de la mayoría de hombres (que es el sexo) sin exigirles el mismo nivel de compromiso, inversión de recursos, etc. Así, la táctica conocida como «slut-shaming» (que consiste en denigrar y censurar a las mujeres promiscuas por serlo) es al menos tan frecuentemente usada por otras mujeres como por hombres (si no más incluso), y de paso sirve de arma en el campo de batalla intrasexual femenino, que también existe, y, aunque no es tan sangriento como el de los hombres (pues las hembras no tienen que luchar tan agresivamente por los recursos sexuales como los machos, ni luchan de manera tan física como para llegar a herirse gravemente o matarse, como sí lo hacen muy a menudo los varones), es igualmente despiadado, por mucho que se empeñen algunos feministas en decir que todo eso no tiene nada de consustancial al sexo femenino y que es una manifestación más de la dominación patriarcal. Así que también las mujeres, y no solo los hombres, están interesadas en condenar a las mujeres excesivamente promiscuas por varias razones, entre ellas porque reducen su propio valor en el «mercado sexual» y porque es un arma útil para descalificar a potenciales contendientes ante los ojos de una pareja prospectiva. Esta es una imagen un tanto cruda de las relaciones intersexuales (y de las relaciones intrasexuales femeninas), pero si lo pensamos en términos evolutivos y como tendencias generales, al margen de casos particulares (todos sabemos que hay gente que no funciona así, que hay muchos matices entre una persona y otra, etc.) creo que proporciona una explicación mucho más profunda y certera que la que ofrece la teoría feminista sobre este fenómeno.

Pero no hace falta ponernos tan abstractos como lo haría un economista o un investigador social. Si eres mujer, y estás más o menos dentro de los parámetros normales respecto a las actitudes femeninas hacia la promiscuidad, seguramente te habrás sentido incómoda alguna vez al tener una amiga demasiado promiscua o al tratar con una «calientapollas». ¿Por qué? Una posible explicación es que hayas temido que pudiese flirtear con tu novio o tus amigos u otros varones cercanos a ti, por ejemplo tu hermano (o incluso tu padre: ¡no sería el primer caso!). Esto es bastante comprensible. La mayoría de mujeres parecen sentir cierto rechazo natural por las mujeres excesivamente promiscuas, y tal vez la explicación sea que se sienten amenazadas. Es una de las explicaciones ofrecidas en este resumen de varios estudios: concretamente la número 3, «Desconfiamos de nuestros novios». ¿Pero por qué no ocurre esto (o no tanto) en el caso de los hombres? ¿Por qué los hombres pueden ser más fácilmente amigos de un hombre tremendamente promiscuo que las mujeres amigas de una mujer tremendamente promiscua? De nuevo, el feminismo tiene una respuesta preparada: porque, por efecto del patriarcado, la sexualidad femenina está estigmatizada y la masculina no. Y yo insisto en que estoy de acuerdo en que esto forma parte de la explicación. Pero me resulta extraño que pueda agotar la explicación entera. ¿Por qué se da este patrón en las mujeres, incluso estando solas y no estando «contaminadas» por la presencia o las opiniones de hombres? La respuesta feminista es que los hombres, a través de la socialización, han creado un sistema tan insidiosamente penetrante y ubicuo que las mujeres han llegado a interiorizar actitudes misóginas. Sin embargo, hay que tomar esta hipótesis con cuidado. Parece evidente que hay ámbitos en los que las mujeres no tienen ningún atisbo de «misoginia interiorizada»: hay mujeres que se deleitan hablando de los hombres como de patanes fáciles de manipular y enumerando las distintas cosas en las que las mujeres son superiores a los hombres (a veces con más razón, a veces con menos; este no es el asunto). Y sin embargo esas mismas mujeres serán seguramente tan suspicaces como el resto ante una chica joven y guapa que se presenta en la fiesta con una minifalda y atrayendo la atención de los hombres.

Aquí podría entrar en juego otro factor: la pura envidia. Pero esto también debería ser común a hombres y mujeres, y sin embargo el efecto no parece ser tan acusado en el campo masculino. Seguramente la gran mayoría de hombres también se pondrán celosos si de repente entra un Brad Pitt en la sala  y empieza a captar las miradas de las chicas, pero probablemente habrá una diferencia fundamental: no le culparán por ser un triunfador, pues en el fondo reconocen que ellos mismos (la mayoría, en cualquier caso) harían lo mismo si estuvieran en su posición. De modo que sencillamente intentarán arrebatarle el puesto (y esto, al nivel más básico, a menudo ha significado pelearse y convertirse entonces ellos en el macho alfa). Sin embargo, en el caso de las mujeres parece haber una diferencia fundamental: debido a las diferentes estrategias reproductivas de ambos sexos, mientras que los hombres compiten entre sí por ser «el rey del castillo», es decir, por estar en el top de la jerarquía masculina, y todos aceptan más o menos que ese es el juego, las mujeres no compiten entre sí por ser «la reina del castillo» en su propio juego, sino por ganarse la atención del «rey», que es el macho con mayor valor reproductivo. Debido a la mayor discriminación femenina; o, dicho de otro modo, debido a que los hombres se conforman con menos, el juego es distinto para unos y para otras.

 

Dado que los hombres en el top de la jerarquía masculina son máximamente atractivos para la mayoría de mujeres, el juego masculino consiste en escalar en esa jerarquía. Sin embargo, el juego femenino consiste más bien en deshacerse de la competencia, puesto que si hay mil mujeres deseando al mismo hombre y no hay grandes diferencias –para él, que no discrimina tanto– entre todas ellas, la forma de obtenerlo no es, como en el caso masculino, poniéndose en el top de la jerarquía femenina, sino asegurándose de que al hombre no se le caliente demasiado la entrepierna con otras mujeres. Dicho así suena muy crudo, pero pensémoslo en serio. A un hombre le parecen parejas perfectamente potenciales el 80 % de las mujeres, pongamos; a una mujer, en cambio, solo le parecen parejas potenciales el top 20  % de los hombres. De modo que la lucha femenina por atraer –y retener– a uno de ellos consiste más bien en eliminar el factor de riesgo de que ese hombre sea atraído por sus innumerables competidoras, y eso implica que una mujer con minifalda en una fiesta es una amenaza importante. En cambio, la lucha masculina no consiste en evitar que sus mujeres den rienda suelta a sus impulsos y se vayan con el primero que pasa, pues de hecho es más raro que esa situación siquiera surja, debido, como decía, a la diferencia en términos de discriminación o selectividad. Por tanto, el macho podrá encontrar un nicho sexual confortable con una hembra que le guste más fácilmente que la hembra con un macho que le guste, y por eso, para el hombre, otro hombre que sea un seductor pero que deje a su mujer en paz no es una gran amenaza, mientras que para la mujer sí: porque sabe que es más fácil que su hombre caiga presa de la tentación de irse con ella. Yo creo que esto es lo que subyace más de fondo que ninguna otra cosa a la cuestión de por qué los hombres no ven a sus congéneres más promiscuos como amenazas mientras que las mujeres sí, y que el slut-shaming sea un fenómeno entre las mujeres (contra otras mujeres) y no entre los hombres (contra otros hombres): su espacio se ve, de hecho, más fácilmente amenazado por la presencia de una hembra promiscua que el espacio de un hombre por la presencia de un macho promiscuo.

Ahora, con todo esto en mente, estamos en mejores condiciones de evaluar la pregunta tantas veces formulada desde el feminismo, y la sospecha o la intuición principal que se encuentra tras ella: a saber, que esa doble vara de medir respecto a las mores sexuales se debe a que vivimos en un patriarcado diseñado por los hombres para favorecer a los hombres, imponiendo rígidas reglas a la sexualidad femenina y reglas mucho más laxas –o directamente opuestas– a la masculina. Lo cierto es que, como he dicho antes, esta explicación tiene parte de verdad y hay que considerarla entre los factores relevantes a la hora de explicar el por qué de esta asimetría, pero no cuenta la historia completa. También hay un factor importante de presión intrasexual femenina en contra de las mujeres más promiscuas, de un modo que no se da en el campo intrasexual masculino contra sus equivalentes varones, porque sencillamente la dinámica de la competición masculina por el acceso a las mujeres es distinta y va por otras vías, y a los hombres no les supone un problema de cara a la «economía intersexual» que otros hombres sean más promiscuos, como sí ocurre en el caso de las mujeres, sino que ellos buscan, cada uno por separado, convertirse en el más capaz de llevar esa promiscuidad a cabo exitosamente.  

Además, como hemos visto, hay razones de índole biológica para afirmar que el triunfo sexual masculino consiste hasta cierto punto en la maximización de las instancias de apareamiento con cuantas más mujeres mejor, con escasa discriminación, mientras que el triunfo sexual femenino no consiste tanto en la maximización indiscriminada de dichas instancias cuanto en el perfeccionamiento o la optimización de unas pocas, avalando así, aunque solo sea parcialmente y con muchos matices, la metáfora de la llave y la cerradura, o del sexo masculino como elemento activo y el sexo femenino como elemento pasivo de la dinámica intersexual.

Por último, no obstante, si se trata de evaluar éticamente el asunto y de intentar acabar con la doble vara de medir, creo que lo óptimo, dada la importancia de la monogamia de cara a la estabilidad y la felicidad social, sería equiparar por abajo y considerar al hombre demasiado promiscuo tan reprensible como a la mujer demasiado promiscua, y no al revés (es decir, considerarlos a los dos igual de válidos y admirables), que es más bien lo que suele proponer el feminismo contemporáneo. Pero esto es ya tema para otra ocasión.

Volver 

bottom of page