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Malleus Feministarum #5: Si eres hombre no puedes opinar sobre los problemas de las mujeres

2019, 1300 palabras

Este es un argumento que suele surgir en los momentos más críticos de una discusión, cuando las posiciones ya han quedado más o menos bien definidas y, en ocasiones, lo único que queda es tratar de exorcizar las del otro mediante un movimiento ad hominem. Cuando se utiliza de manera más seria, no obstante, este argumento viene a decir algo así como lo siguiente: «El problema en cuestión concierne (primariamente) a las mujeres y deberíamos ser nosotras quienes nos pongamos de acuerdo para solucionarlo, y no vosotros –los hombres–, puesto que no os concierne (tanto) o no deberíais tener tanta voz ni voto al respecto como nosotras, a riesgo de crearse si no una injusticia».

Esta postura, por supuesto, tiene algo de razón.  Es razonable pensar que un problema que aqueja particularmente a las mujeres habrá de ser analizado principalmente por mujeres, por ser éstas quienes, previsiblemente, tendrán una perspectiva más ajustada y comprensiva sobre el tema. Y lo mismo con cualquier otro grupo: un afroamericano tendrá en general una perspectiva más ajustada y comprensiva respecto a los problemas que aquejan a la comunidad negra en EE. UU. que un blanco o un asiático, etc. Asimismo, esto enlaza con el tema de la representación, que trato aquí: básicamente, la idea es que los miembros de un grupo concreto (ya sean mujeres, hombres, negros, blancos, judíos, musulmanes, etc.) tendrán en mente los intereses de su grupo más que otros, de modo que a la hora de legislar o decidir políticamente sobre un asunto que afecte

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primariamente a dicho grupo, quienes mejor representarán sus intereses serán sus propios integrantes, y no otros. De nuevo, esto no es demasiado difícil de aceptar. Si los musulmanes tienden a tener un determinado interés X en una sociedad, como por ejemplo que se construyan más mezquitas, es obvio que cuantos más musulmanes haya a su vez en posiciones de poder político más asegurados estarán dichos intereses.

Ahora bien, la reivindicación del feminismo actual al decir que el discurso público –y en especial el político– respecto a ciertos temas debería estar ocupado solo por mujeres, y que los hombres no deberían tener ningún lugar en él (salvo, tal vez, como meros «aliados» que les den la razón cuando se les indique), parece ir más allá de la cuestión de la representatividad. Más bien la sospecha de fondo es que, si se les permite a los hombres hablar de los asuntos propiamente femeninos, terminarán por trastocarlos y deformarlos en torno a su propia perspectiva masculina. Y esto, de nuevo, no es ninguna locura. Por ejemplo: no es lo mismo hablar del problema de la violación solo entre mujeres que hablar de ello entre mujeres y hombres. Dado que unas y otros tienen experiencias básicamente distintas, tanto sus preocupaciones como sus posiciones e ideas al respecto serán también generalmente distintas: según el estado del debate actual al respecto, por ejemplo, los hombres seguramente tenderán a enfatizar más la presunción de inocencia del presunto violador –hombre– en los casos más borrosos, mientras que las mujeres seguramente tenderán más a enfatizar la indefensión de las víctimas –mujeres–, apuntando hacia la postura de que incluso en tales casos borrosos o difíciles de dirimir se ha de considerar que la mujer ha sido violada.

Este es solo un ejemplo, desde luego, pero me parece que sirve bien para mostrar la problemática de fondo. Si quienes estuvieran a cargo de legislar sobre la violación fuesen mayoritariamente hombres, parece obvio que sería fácil que dicho cuerpo legislativo se escorase hacia la perspectiva típicamente masculina (primando la presunción de inocencia de los hombres frente a la presunción de veracidad de las mujeres, por ponerlo grosso modo), mientras que si fuesen mayoritariamente mujeres parece obvio que se daría el movimiento contrario (primando la presunción de veracidad de las mujeres sobre la presunción de inocencia de los hombres, también grosso modo), aunque ninguna de estas dos cosas tienen por qué darse necesariamente. Pero entonces, a mi juicio, se muestra claramente el problema que subyace a la frase que encabeza esta sección: si la mayoría de las personas con poder de decisión al respecto fueran hombres se violarían potencialmente los intereses de las mujeres; pero, al mismo tiempo, también ocurre que si la mayoría de las personas con poder de decisión al respecto fuesen mujeres se violarían potencialmente los intereses de los hombres. Y esta última parte de la ecuación es la que el feminismo mainstream no parece dispuesto a reconocer.

¿Es (potencialmente) injusto que solo los hombres de una sociedad decidan lo que es o no es violación? Sí, tal como se puede ver en Arabia Saudí o en nuestro propio pasado, en Occidente, y tal como el propio feminismo no se ha cansado –justamente– de denunciar. Pero, cambiando las tornas: ¿es (potencialmente) injusto que solo las mujeres de una sociedad decidan lo que es o no es violación? Pues sí, también. Porque aunque la violación sea primordialmente un problema para las mujeres (en tanto que víctimas), los hombres también están implicados, aunque solo fuese (y ya es bastante) en calidad de presuntos violadores, y por tanto objetos potenciales de castigo. Por tanto, pedir que los hombres no tengan ni voz ni voto respecto al tema de la violación «por no ser a ellos a quienes les afecta» es, en el mejor de los casos, ingenuo, y en el peor, profundamente malintencionado.

Y lo mismo puede aplicarse a muchos otros casos. Por ejemplo, el tema del aborto es otra de las áreas donde más se oye esta máxima de «si eres hombre no puedes opinar sobre los problemas de las mujeres». Pero aunque el aborto es claramente un problema que afecta primordialmente a las mujeres, por razones obvias, ¿realmente puede decirse que los hombres no tienen nada que ver con él? No. Legislar o decidir políticamente sobre el aborto no puede ser una tarea solo masculina, como de hecho lo ha sido hasta hace muy poco –en términos generales–, pero tampoco puede ser una tarea solo femenina, en la medida en que el problema del aborto no solo va de «lo que una mujer decide hacer con su cuerpo», sino que también implica:

1. A los hombres en tanto que padres de la (potencial o actual) criatura sobre cuya vida se trata de decidir, y

2. A los valores y consideraciones éticas, morales y demográficas de la sociedad en su conjunto, que evidentemente no está compuesta solo de mujeres, sino también de hombres.

Y otro tanto podría decirse en el caso del maltrato conyugal, los piropos, la prostitución, etcétera. Es razonable decir que las mujeres habrían de ser las primeras implicadas tanto en el análisis como en la solución de los problemas específicamente –o primordialmente– femeninos, pero no lo es decir que los hombres no deberían tener ningún papel en la deliberación y la toma de decisiones al respecto. Eso sería lo mismo que decir que las mujeres no deberían tener ningún papel en las discusiones públicas respecto a la circuncisión, los accidentes laborales (más del doble de hombres que mujeres), la población reclusa (más del 90 % hombres), los permisos de paternidad o los preservativos (puesto que quienes los utilizan en su cuerpo son, al fin y al cabo, los hombres). Pero nadie piensa esto: de hecho, nos parece a todos una idea cuando menos peregrina –y cuando más, terriblemente injusta– que las mujeres no pudieran tener ni voz ni voto en todos estos temas. Sin embargo, entonces, ¿por qué a algunas mujeres feministas les parece que lo más razonable y justo es que los hombres no tengan ni voz ni voto al tratarse temas como el aborto, la violación, la violencia conyugal o los piropos lanzados por la calle? Tal vez esté ahí la verdadera cuestión.

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