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2019, 4300 palabras

El mansplaining es un fenómeno que se da cuando un hombre corrige o intenta explicarle cosas a una mujer de forma condescendiente, suponiendo que él sabe cosas que ella no sabe, incluso –o especialmente–cuando él de hecho sabe menos que ella sobre el tema en cuestión. La idea de fondo que funciona para distinguir este fenómeno concreto de otro más general, que podría en principio darse con independencia del sexo de los participantes, es que cuando un hombre lo hace con una mujer su condescendencia o su arrogancia están impregnadas de machismo; es decir, que la razón por la que el hombre se siente con derecho a corregir a una mujer que acaba de hablar, o explica de nuevo ciertas cosas que ella misma acaba de decir, o intenta explicarle cómo funciona algo con tono paternalista (sin esperar a comprobar si ella de hecho lo desconoce o no), es que de alguna manera inconsciente o subconsciente, por su educación machista, concibe todo lo que diga una mujer como más contingente, menos importante o más necesitado de aclaraciones que lo que dice un hombre, o (en el último caso) da por hecho que la mujer no sabe del tema en cuestión y necesita que se lo expliquen. Según la caracterización habitual del fenómeno del mansplaining, el hombre que corrige a una mujer o puntualiza o reexpone lo que ella acaba de decir, o le explica algo dando por hecho que lo desconoce, no haría lo mismo en caso de que su interlocutor fuese otro hombre, precisamente por ese machismo subyacente que le hace considerar lo que dice otro hombre como automáticamente más válido (sin tanta necesidad de ser puntualizado, matizado, explicado o corregido) que lo que dice una mujer, aunque el contenido del discurso de ambos sea exactamente el mismo. Y así caracterizado, de hecho, creo que este particular sesgo cognitivo podría considerarse razonablemente como un sesgo machista o, más en general, sexista.

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Ejemplo de manspreading o «despatarre»

El problema es que la aplicación de este concepto (mansplaining) por parte del feminismo actual es mucho más vago y complaciente de lo que debería exigírsele, señalando el machismo como causa cuando, en ocasiones, no es tal. Por ejemplo: si un hombre tiene una actitud condescendiente y arrogante en general, tanto al tratar con mujeres como al tratar con otros hombres, y se dedica a corregir, puntualizar o reexponer lo que dicen otros independientemente de que esos otros sean hombres o mujeres, parece claro a todas luces que no se trataría de un sesgo machista o sexista, sino de un sesgo más general (que podríamos llamar, tal vez, «sentirse más listo que el resto»), independiente del sexo de su interlocutor. Sin embargo, desde el feminismo hegemónico no se dudará en etiquetar a ese mismo hombre de machista en todas y cada una de las ocasiones en que manifieste ese particular sesgo suyo («sentirse más listo que el resto») con una mujer. Esto es problemático, porque se estará entonces atribuyendo una causa determinada (el «machismo» o una «actitud machista») a su acción cuando en verdad –si realmente hace lo mismo con independencia del sexo de su interlocutor– no es esa la causa de su forma de actuar, sino otra (en este caso, «sentirse más listo que el resto» en general). Y algo similar ocurre en los otros casos.

El manterrupting, por ejemplo, refiere a la disposición de un hombre a interrumpir el discurso de una mujer para expresar lo que piensa él respecto al tema en cuestión, de nuevo funcionando bajo el supuesto inconsciente o subconsciente de que lo que él tiene que decir al respecto es más importante que lo que su interlocutora femenina tiene que decir, precisamente por ser él hombre y ella mujer. O tal vez la cuestión radica en que él se siente (de nuevo, inconsciente o subconscientemente) con más derecho a interrumpir a una mujer cuando habla que a un hombre, debido a una actitud sexista que le hace respetar más a los hombres que a las mujeres en general, o en el contexto de una conversación. Sea como sea, el hecho es que el concepto canónico de manterrupting debería aplicarse solo en aquellos casos en los que haya una diferencia apreciable entre la disposición de un hombre a interrumpir a otros hombres cuando hablan y su disposición a interrumpir a las mujeres cuando hablan. Si el hombre estuviese igualmente dispuesto a interrumpir a hombres y mujeres indistintamente, y lo hiciera con la misma frecuencia, su actitud no podría achacarse a un sesgo sexista por su parte, sino que más bien tendría que entenderse como una disposición a interrumpir a la gente cuando habla para dar él su opinión, por considerarla en general más válida o importante que la de los demás, con independencia del sexo de sus interlocutores (y todos conocemos ejemplos de personas que hacen esto).

El problema, de nuevo, es que es muy difícil determinar cuándo un acto concreto de interrupción en una conversación es debido a una falta de respeto por el otro (y, en tal caso, cuándo esa falta de respeto se debe específicamente al hecho de que el interlocutor sea una mujer) o cuándo se debe a otros factores, por ejemplo cierta impulsividad indiscriminada a la hora de hablar, o una sensación puntual de que, en tal momento de la conversación, uno tiene algo muy importante que aportar que debe ser expresado exactamente en ese instante. Si consideramos que siempre que un hombre interrumpe a una mujer en su discurso para aportar su opinión lo hace por machismo o por considerar menos relevante lo que dice esa mujer en tanto que mujer, estaremos perdiéndonos buena parte de la complejidad del fenómeno de la interacción verbal entre personas y subsumiendo en una sola explicación (en este caso, la explicación que dice «ese hombre actúa así por machismo») una miríada de factores que podrían ser en principio explicados por otras vías.

Con esto no quiero decir, empero, que el mansplaining o el manterrupting no existan como fenómenos diferenciados: creo que, de hecho, existen, según su caracterización canónica como actos de «machismo» o «sexismo», o resultantes de actitudes machistas o sexistas subconscientes. El problema está en la aplicación de estos conceptos más allá de esa caracterización original, al ser aplicados en todos aquellos casos en los que un hombre realice el acto en cuestión frente a una mujer, sin tener en cuenta la causa de su actuar. Dicho de otro modo: para poder ser aplicados ambos conceptos según su caracterización canónica, dichos conceptos han de ser aplicados solo en aquellos casos en los que exista una diferencia apreciable a lo largo del tiempo entre la actitud de tal hombre respecto a las mujeres en general y su actitud, en las mismas circunstancias, respecto a los hombres en general.

Si yo interrumpo a todo el mundo por igual al conversar con ellos no soy un «manterrupter», sino un mero «interrupter». Del mismo modo, si hay otro factor explicativo que no sea estrictamente el sexo del interlocutor, aunque pueda ir estadísticamente ligado a éste, y ese factor explica más cosas o las explica con mayor profundidad, sería razonable dar preferencia a esa otra hipótesis frente a la explicación en términos de sexismo. Por ejemplo: si yo, por ser en general dominante, impulsivo o poco considerado con los demás, interrumpo más a todo aquel que me deje interrumpirle que a aquellos que sean más dominantes o «autoasertivos» durante la conversación, y resulta que quienes más «se dejan interrumpir» (por ser menos dominantes) son habitualmente mujeres, sería cuando menos dudoso aplicarme la etiqueta de «machista», puesto que la causa de que yo interrumpa más a menudo a las mujeres que a los hombres no será, en ese caso, un sesgo machista por mi parte (por ejemplo, que me siento más legitimado a interrumpirlas a ellas por ser mujeres), sino sencillamente la consecuencia de que, ante mi disposición general a interrumpir a la gente, las mujeres serán las más perjudicadas, por oponer menos resistencia a mis intentos de hacerlo. (Por supuesto, esto no sería así si el hombre fuese consciente de esta diferencia y la aprovechase conscientemente. Por otro lado, en caso de que la notase solo subconscientemente y se aprovecharse inconscientemente de ella, la cuestión se vuelve mucho más dudosa, pero me inclino a decir que no sería un caso típico de machismo según la definición canónica.)

Pongamos otro ejemplo para arrojar luz sobre este punto: supongamos que un hombre va por la calle pegando puñetazos indiscriminadamente a todo el que pasa, sea hombre, mujer, niño, anciano, etc. Es de esperar que sus puñetazos serán más dañinos para ciertos colectivos que para otros; por ejemplo, más para las mujeres que para los hombres, o más para los niños y los ancianos que para los adultos. Por tanto, si medimos mediante un criterio X (por ejemplo, todos aquellos que se hayan caído al suelo como resultado del golpe) el daño de sus puñetazos, nos encontraremos que hay más víctimas de determinados colectivos que de otros (por ejemplo, más mujeres que hombres). Ahora bien, esto no quiere decir –al menos no necesariamente– que el hombre tuviera una especial animadversión hacia estos colectivos en concreto (por ejemplo, las mujeres o los niños), sino simplemente que esos colectivos han sufrido más el daño de su acción, que sin embargo no se dirigía específicamente contra ellos, sino contra todo el mundo de forma indiscriminada. Del mismo modo, si alguien es en general poco considerado con los demás a la hora de conversar, o intenta dar su opinión por encima del resto cuando puede, y en el transcurso de su acción resulta que lo consigue hacer más veces con mujeres que con hombres, no deberíamos atribuirle automáticamente a su acción una motivación machista, o considerarla resultado de actitudes machistas subconscientes, por intuitivo que pueda parecer a primera vista. Hacer eso sería malinterpretar el fenómeno, asumiendo unos factores causales como relevantes o cruciales (en este caso, el machismo) cuando en verdad no lo son. Esto no quiere decir, insisto, que el machismo no sea un factor relevante nunca (yo creo que de hecho lo es en algunos casos), pero sí que hay un error de fondo en considerarlo como la causa por defecto en cualquier circunstancia en la que el «interruptor» sea un hombre y la interrumpida una mujer, sin tener en cuenta que podría haber otras explicaciones posibles. En suma: para poder decir que un hombre es machista, o que su acto de interrumpir a una mujer o reexponer lo que ella ya ha dicho es un acto de manterrupting o mansplaining respectivamente, no basta con fijarse en una única instancia en la que lo haya hecho: hay que atender, por lo menos, a su actitud general, extendida en el tiempo, para poder realmente determinar –con un mínimo grado de precisión– si se trata de un sesgo machista (por ejemplo, si tiende a hacerlo más con mujeres que con hombres) o si se trata, en cambio, de una actitud generalizada que funciona igual con independencia del sexo de los implicados.

Esta idea del «machismo por defecto» es también la que subyace al discurso del feminismo actual respecto al fenómeno del manspreading. El manspreading se caracteriza habitualmente como el acto de un hombre de sentarse con las piernas demasiado separadas en un lugar público, principalmente un transporte público donde los asientos están yuxtapuestos con escasa separación entre ellos y por tanto es relativamente fácil «invadir» el espacio de la persona en el asiento contiguo. De nuevo, se suele asumir que la disposición de los hombres a sentarse con las piernas demasiado separadas (lo suficiente como para resultar incómodo o cohibir en cierto modo la postura de la persona sentada al lado) tiene que ver con cierta actitud machista o sexista, o cierta sensación de «entitlement» o sentirse con derecho a pasar por encima de los deseos, necesidades o preferencias de los demás, en particular de las mujeres. Esto a su vez tiene que ver con el concepto de «masculinidad tóxica», o la idea de que los hombres están socializados para ser menos empáticos o para sentirse con más derecho a ser molestos, dominantes, agresivos e incluso violentos, y que todo ello se justifica socialmente dentro del contexto de una estructura «patriarcal» que permite a los hombres ser todas esas cosas por considerar que es parte de su naturaleza. En cualquier caso, en el caso concreto del manspreading, lo que se entiende comúnmente desde el feminismo contemporáneo es que los hombres se sienten con derecho a violar el «espacio personal» de las mujeres sentadas a su lado precisamente por ser mujeres. Sin embargo, hay varias consideraciones que podrían hacerse al respecto:

 

1. ¿Realmente los hombres se sientan con las piernas tan separadas por efecto de una educación machista, o puede haber otros factores en juego?

2. ¿Qué pasa si un hombre se sienta con las piernas separadas cuando quienes están a su lado son, por ejemplo, otros dos hombres? ¿Es también «machismo» en ese caso?

Y por último, 3. ¿Qué pasa si un hombre se sienta con las piernas separadas junto a una mujer pero a ella no le resulta incómodo, puesto que ella misma prefiere, por ejemplo, cruzar las piernas –ocupando así menos espacio–, de forma que la postura del hombre (con las piernas muy separadas) y la suya propia resultasen en cierto modo «complementarias», sin que ninguno esté forzando al otro a adoptar una postura o corregir, o cohibir, la que tendría naturalmente? ¿También podría decirse en este caso que el hombre está «coaccionando» a la mujer respecto a su postura, a pesar de que ella se habría sentado igualmente con las piernas cruzadas, y por tanto ocupando menos espacio, de no haber estado el hombre sentado a su lado con las piernas separadas?

En cuanto a la primera de estas cuestiones, mi respuesta es que lo que puede llevar a un hombre cualquiera a sentarse con las piernas separadas no es meramente achacable a una «educación machista», sino que hay también, al menos, un factor «natural» o precultural de por medio: a saber, que por la propia constitución anatómica de los hombres, sentarse con las piernas más separadas en lugar de más juntas es para ellos más cómodo en un sentido en que no lo es para las mujeres, debido a que una postura con las piernas más cerradas ejerce en su caso una presión incómoda sobre los testículos, que son partes especialmente sensibles. Asimismo, es bien sabido que los testículos han de mantenerse a una temperatura inferior a la del resto del cuerpo para mantener su funcionamiento óptimo, por lo que no sería de extrañar que los hombres tengan una disposición natural, inconsciente, a mantenerlos lo más alejados posibles del calor producido por los muslos, sentándose con las piernas más abiertas o en posturas que minimicen de cualquier otro modo la temperatura en esa zona concreta. Por tanto, frente a la perspectiva constructivista radical de que los hombres y las mujeres nos sentaríamos exactamente de la misma forma si no fuera porque la sociedad nos educa para hacerlo de manera diferente, cabe una perspectiva distinta: que los hombres y las mujeres nos sentamos de maneras diferentes, entre otras cosas, por razones de índole biológica o consustancial a nuestras distintas anatomías, sin perjuicio de que la cultura o la sociedad también tengan una parte de influencia al respecto.

En cuanto a la segunda («¿Qué pasa si un hombre se sienta con las piernas separadas cuando quienes están a su lado son, por ejemplo, otros dos hombres? ¿Es también «machismo» en ese caso?»), enlazamos de nuevo con la cuestión anteriormente planteada respecto al mansplaining y el manterrupting de hasta qué punto podemos considerar un comportamiento como machista o sexista si existen indicios de que el sujeto manifiesta ese mismo comportamiento tanto frente a mujeres como frente a hombres. Mi respuesta a esta pregunta es idéntica a la que di más arriba respecto a aquellos otros dos fenómenos. No se puede caracterizar una actitud o un comportamiento de «machista» de forma automática o por defecto solo porque en ciertas instancias, o incluso en la mayoría de los casos, la «víctima» sea una mujer: hay que tener en cuenta, a la hora de así caracterizarlo, si el sujeto tiene esa actitud o comportamiento de forma especial (o de forma apreciablemente diferente) frente a las mujeres en particular o si, por el contrario, lo tiene por igual ante mujeres y hombres; y en este último caso no podrá hablarse de machismo o sexismo, incluso aunque las «víctimas» de tal actitud o comportamiento sean principalmente mujeres (siempre que esto sea así por otras razones más allá de las causas que llevan al sujeto en cuestión a actuar de tal manera; por ejemplo, según el caso anterior del hombre pegando puñetazos por la calle, porque las mujeres sean más vulnerables que los hombres ante ese tipo de conducta, etc.).

Por último, respecto a la tercera pregunta, creo que se podría responder que no hay en tal caso un problema de manspreading, puesto que no hay ningún «problema» en absoluto si no hay nadie a quien moleste. Pongámonos en la siguiente situación: un hombre entra en el metro y decide sentarse en el único asiento libre del vagón, entre dos mujeres. Ambas mujeres están ya sentadas de una forma que ocupa menos espacio del que podrían ocupar teniendo en cuenta las medidas de los asientos, por ejemplo una de ellas con las piernas cruzadas, y la otra con las piernas muy juntas. En este caso, si el hombre se sentase con las piernas separadas, aunque ocupase más espacio del que le permitiría en principio el espacio asignado a su asiento, creo que no habría ningún problema. Sin embargo, si a la parada siguiente entrase en el vagón una feminista convencida y viese al hombre «despatarrado» y a las dos mujeres a su lado sentadas ocupando menos espacio del que podrían, no dudaría en asumir que se trata de un caso claro de manspreading, en el que el hombre está, con su postura laxa y expansiva, cohibiendo las respectivas posturas de las dos mujeres a su lado. Sin embargo, creo que sería razonable decir que en este caso la interpretación feminista de dicha situación estaría errada, por cuanto estaría asumiendo una dinámica (de dominación, coacción o cohibición) que en realidad no se está dando.

Una respuesta posible desde el feminismo contemporáneo sería que el propio hecho de que las mujeres se sienten con las piernas más juntas, incluso aunque no haya un varón de por medio, se debe a una socialización sexista por la cual ellas no sienten que tengan derecho a «tomar su espacio», encontrándose cohibidas por defecto al haber sido educadas en cierta feminidad sumisa o pusilánime en la que lo correcto para una mujer es sentarse con las piernas bien juntas y ocupar menos espacio, mientras que, por otro lado, ese mismo sistema patriarcal enseñaría a los hombres a ocupar tanto espacio como consideren oportuno (como se dice en esta petición en Change.org organizada por la asociación feminista Mujeres en Lucha para poner carteles desaconsejando el manspreading en el metro de Madrid). Ciertamente, esta explicación capta en parte la realidad social respecto a las diferentes conductas habituales de hombres y mujeres: no es descabellado decir que las mujeres, en efecto, tienden en general a ocupar menos espacio y ser más «apocadas» en la interacción, mientras que los hombres tienden en general a ser más «expansivos», y que ello puede deberse en parte a la educación o las mores sociales tácitamente asumidas y reproducidas por unas y otros. Sin embargo, creo que atribuirle todo el peso a una educación supuestamente arbitraria, es decir, suponiendo que podría haber sido igualmente de cualquier otra manera (por ejemplo, haciendo que las mujeres fuesen el sexo más «expansivo» y los hombres el sexo más «apocado») ignora factores fundamentales de tipo más «natural» o innato que también deberían formar parte de la explicación de tales diferencias, si queremos que ésta sea lo más completa posible. Por ejemplo: los niveles de testosterona influyen decisivamente en el rasgo psicológico conocido como «dominancia interpersonal», que los hombres exhiben normalmente en mayor medida que las mujeres, y que podría relacionarse fácilmente con las distintas disposiciones de unos y otras a ocupar más espacio, hacerse más presentes (por ejemplo interrumpiendo el discurso de otros o dando su opinión más a menudo), etc. De este modo, por ejemplo, una mujer especialmente «testosterónica», y por ello dominante, podría exhibir una conducta parecida a la de un hombre típico a la hora de hablar, ocupar espacio en el transporte público, etc., a pesar de haber sido socializada como mujer (con todas las cargas asociadas a la feminidad), y un hombre especialmente pusilánime y poco dominante podría exhibir conductas típicamente «femeninas» (como sentarse con las piernas más juntas, ocupar menos espacio, hablar menos que los demás, etc.) a pesar de haber sido socializado como hombre, con todas las cargas presuntamente implicadas por ello. Así pues, si, por ejemplo, la testosterona resultase ser un factor independientemente relevante para explicar la conducta relativa a la «dominancia interpersonal» –como parece que lo es–, el que una mujer se sentase por sí misma, espontáneamente, con las piernas más juntas en el metro, o un hombre lo hiciera con las piernas más separadas, no podría achacarse exclusivamente a su educación como mujer o como hombre respectivamente (ni tampoco exclusivamente a que uno tenga testículos y la otra no, por cierto, puesto que hay muchos hombres que se sientan con las piernas juntas o cruzadas), sino que habría que valorar también otros factores, como, tal vez, sus niveles de testosterona en relación con los niveles típicos de su propio sexo. Y por tanto, no toda situación en la que un hombre ocupe más espacio y una mujer menos podría caracterizarse por defecto como una situación de «machismo», o resultado de una «cultura machista», sino que se podrían trazar distinciones más finas y más ajustadas a la realidad psicológica subyacente.

En suma, cuando desde la teoría feminista se asume como explicación por defecto el machismo, o la influencia del machismo, para dar cuenta de ciertos fenómenos como el que un hombre se siente con las piernas más separadas que una mujer en el transporte público, o que un hombre interrumpa a una mujer al hablar, o matice, puntualice o reexponga lo que ella ya ha dicho, se corre el riesgo de ignorar otros factores relevantes que podrían también ser parte de la explicación del fenómeno. Esto no significa que el manspreading, el mansplaining o el manterrupting no existan como fenómenos diferenciados y concretos que, según su caracterización canónica –la cual yo acepto–, se dan siempre que la causa principal –o una de las causas principales– del acto en cuestión sea, efectivamente, una actitud machista o sexista que ponga a las mujeres en segundo plano respecto a los hombres. Pero asumir que se trata de eso automáticamente, o por defecto, siempre que nos encontremos frente a una situación en la que un hombre tiene tales comportamientos frente a una mujer, implica borrar de un plumazo todas las posibles explicaciones alternativas (o complementarias), como, por ejemplo, que el hombre en cuestión es simplemente un tipo arrogante y egoísta que no se preocupa demasiado por los demás (sean del sexo que sean), o que tiene otras razones para actuar como actúa, al margen de su supuesto sexismo, por ejemplo razones biológicas (como al sentarse con las piernas más separadas para minimizar la presión sobre sus testículos, o tener una mayor disposición hacia la «dominancia interpersonal» debido a unos niveles más altos de testosterona), y al mismo tiempo deja sin explicar todos estos fenómenos cuando quienes los protagonizan son mujeres en lugar de hombres. Por ejemplo, una mujer que habla por encima de sus compañeros no podría nunca ser considerada una «mansplainer» ni una «manterrupter», por definición, a pesar de que su conducta sea exactamente la misma que la de un hombre al hacerlo, y una mujer que se sienta con las piernas muy separadas en el metro no podría ser considerada una «manspreader» en ningún caso. Pero entonces, ¿qué nombre hemos de ponerle a estas situaciones? ¿Sencillamente hemos de aceptar que un mismo acto concreto –como hablar por encima de los demás o sentarse con las piernas muy separadas en el metro– ha de ser conceptualizado de manera fundamentalmente diferente, y con valoraciones éticas sustancialmente diferentes, en función de si quien lo realiza es un hombre o una mujer? Esto es lo mismo que decir que siempre que un hombre interrumpe a una mujer será por machismo, mientras que cuando ese mismo hombre interrumpa a otro hombre no será por machismo, sino por otra cosa. Pero, de nuevo, esto choca con otras explicaciones más generales –y a su vez, en ocasiones, más plausibles– de su conducta, como que simplemente es un tipo arrogante y desconsiderado en general.

Al final, asumir la explicación feminista de que se trata de machismo por defecto implica quitarle a los hombres la posibilidad de ser meramente maleducados, egoístas o inconscientes, puesto que siempre que un hombre sea maleducado, egoísta o inconsciente y la persona afectada por su acción sea una mujer, se entenderá automáticamente que lo es por machismo. Pero entonces, ¿qué hacemos con las mujeres que también son maleducadas, egoístas o inconscientes? ¿Realmente forman ambas cosas (hombres maleducados y mujeres maleducadas) dos categorías totalmente separadas, casi inconmensurables entre sí? ¿Y qué hacemos con los hombres que son maleducados, egoístas o inconscientes y sin embargo no son machistas? Desde la perspectiva feminista mal aplicada, no cabe ni siquiera la posibilidad de que tales hombres existan, pues se da por hecho que cualquier forma de mala educación, egoísmo o inconsciencia, si se da en un hombre, es por machismo. Al reducirlo todo al machismo, se reduce también la experiencia humana a un solo factor explicativo, laminando la complejidad real de la misma e ignorando por completo todos los demás factores potencialmente relevantes.

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