top of page

Malleus Feministarum #7: Machismo versus misoginia

2019, 5000 palabras

Creo que hace falta definir de una vez por todas qué es eso del «machismo». Hoy en día vemos machismo hasta en la sopa: pueden ser machistas tanto hombres como mujeres; pueden ser machistas los conceptos, las ideas, las políticas –y sin duda también los políticos–, las series de televisión, las formas de organizar el espacio urbano y las sociedades enteras. Una mirada puede ser machista, un chiste puede ser machista, una definición de diccionario puede ser machista, una postura física (como sentarse con las piernas demasiado separadas) puede ser machista, la equivocación de un camarero al repartir las bebidas en una mesa puede ser machista, y también puede ser machista cualquier ámbito de la actividad humana, como los deportes, los videojuegos, la judicatura, las ingenierías, la biología, la climatología o la glaciología

«Machismo» es una de esas palabras que han perdido su significado a base de ampliarlo indiscriminadamente. Lo mismo vale para un roto que para un descosido. Lo mismo vale para el hombre que muele a golpes a su mujer cada día que para el que se sienta en el metro con las piernas demasiado separadas, mostrando poca consideración por quien va sentado a su lado. Si una mujer mata a su hijo para hacer daño a su marido es un terrible asesinato. Si un hombre mata a su hijo para hacer daño a su mujer es un terrible asesinato machista. Cuando una chica adolescente espía el móvil de su novio es por celos. Cuando un chico adolescente espía el móvil de su novia es por machismo, o al menos por unos celos impregnados de machismo. La prostitución y la pornografía son el epítome del machismo por

machismo2.jpg

Un hombre (¿machista?) gritando a una mujer.

que se mercantiliza el cuerpo de las mujeres. Prohibir la prostitución y la pornografía por ley sería también machista, porque sería legislar sobre lo que las mujeres pueden o no hacer con su cuerpo. Que los hombres pretendan legislar sobre el aborto es machista. Que los hombres se desentendieran por completo de sus respectivas parejas en caso de un embarazo no deseado, negándose a tomar parte en el asunto (y dando así efectivo cumplimiento a la máxima feminista de «solo yo decido lo que hago con mi cuerpo»), también sería, sin duda, machista. ¿Y si un país con servicio militar obligatorio lo restringe solo a los hombres? Machismo, porque las mujeres también pueden hacer la guerra (¡no son débiles florecillas!). ¿Y si ese mismo país abre el servicio militar obligatorio a los dos sexos, de forma que a partir de entonces las mujeres también estarían obligadas por ley a servir un tiempo en el ejército? Machismo también, porque al fin y al cabo la guerra no es más que una extensión de la mentalidad masculina, condenada a una atávica e irracional beligerancia, y las mujeres no tendrían por qué verse obligadas a formar parte de todo ello, ni a sufrir sus consecuencias.

Una vez, en una extensa tabla detallando los numerosos tipos de «micromachismos» actualmente reconocidos (se irán descubriendo muchos más), noté una cosa curiosa: ofrecerle o darle dinero a tu pareja (si tú eres hombre y ella mujer) sin que ella te lo pida estaba recogido como «micromachismo», pero negarte a darle dinero si ella te lo pide también estaba en la lista unos puestos más abajo: también es un «micromachismo». Así que si no le das dinero a tu novia cuando te lo pide eres un machista en potencia, y si te atreves a ofrecérselo sin que previamente te lo haya pedido también eres un machista en potencia. Lo delicioso de este caso particular es que en la intersección entre estas dos cosas se muestra la única conducta aceptable desde el punto de vista del feminismo contemporáneo (o al menos de ese feminismo contemporáneo que, al leer todo lo anterior, no ve ningún atisbo de contradicción o doble moral): la única conducta aceptable, la única forma de no ser machista, es hacer exactamente lo que tu novia te diga y cuando ella te diga.

La triste pero divertida ironía de todo esto es que, a base de ver cada vez más y más cosas como expresiones de un machismo que lo permea todo, como una suerte de potencia metafísica que se oculta tras los pliegues de cada faceta de la vida (por trivial que sea), los feministas están logrando deificarlo. Y además en un sentido especial, porque Dios también es una idea falocéntrica y, obviamente, machista. De modo que donde antes se decía que «no se mueve la hoja en el árbol sin la voluntad de Dios», el feminismo actual proclama (o al menos sospecha tácitamente) que «no se mueve la hoja en el árbol sin la voluntad de un hombre machista» (o, si se quiere ser más místico, «sin la voluntad del patriarcado»). Y así ocurre que cuando un grupo de hombres decide crear un club o una agrupación solo para hombres se trata de una expresión de profundo machismo, y a la vez, cuando un grupo de mujeres decide crear un club o una agrupación solo para mujeres no se trata de algo así como «hembrismo», ni de una actividad reprobable en ningún otro sentido (como sí lo es el club solo para hombres): en cambio, lo que están haciendo es defenderse del machismo.

Por eso digo que el machismo se deifica: se vuelve ubicuo, lo impregna todo y lo condiciona todo, hasta el punto de que «no se mueve la hoja en el árbol», ni en un sentido ni en el otro, si no es o bien por su propia acción o bien por la necesidad de actuar contra él. Y así, a base de mistificar y maximizar indiscriminadamente el concepto de machismo, el feminismo contemporáneo ha pasado de luchar contra unas prácticas sociales bien definidas y diferenciadas a luchar contra una inmensidad inabarcable y difusa que no deja de ampliarse continuamente, incluso hasta el punto de la contradicción (como en algunos de los casos antes mencionados). El feminismo contemporáneo ha pasado a luchar contra Dios mismo, pero un Dios agrandado y alimentado por sus propias invocaciones constantes.

¿Pero qué es entonces el machismo en sentido estricto; o en el sentido en el que se aplicaba originalmente, al menos? Pues bien: el machismo en origen era algo así como una actitud psicológica consistente en privilegiar a los hombres sobre las mujeres en general, o considerar que los hombres son, en general, mejores que las mujeres. Un hombre, bajo esta antigua y venerable definición, es machista cuando manda callar a una mujer porque se siente, como hombre, superior a ella. Hoy en día, en cambio, un hombre es machista –o al menos es sospechoso de serlo– siempre que mande callar a una mujer, independientemente de cuál sea la causa. Por ejemplo, si un juez –hombre– manda callar a una abogada –mujer– en un juicio por considerar que su intervención está fuera de lugar, en el mejor de los casos estará bajo sospecha de ser un machista, y en el peor –que es el que tienden a preferir, de hecho, los feministas más concienciados– será considerado un machista por defecto. De hecho, me parece que cualquiera que lea estas líneas, si ha sido –como yo– educado en España (o tal vez en cualquier país occidental) más o menos a partir de los años 90, sentirá al leerlas una cierta incomodidad. Casi me imagino lo que podría venírsele a la cabeza, como se me viene a mí: «bueno, no sé, que un hombre mande callar a una mujer (aunque sea en un juicio) me parece un poco fuerte… un poco machista». Pero, si eres como yo y te viene semejante duda a la cabeza, pregúntate lo siguiente: ¿sería machista si el juez mandase callar –así, con todas las letras– a un abogado, varón, por considerar que su intervención está fuera de lugar? Obviamente no, pues no es así como funciona el machismo: podría ser un acto inapropiado, falto de tacto, grosero o cualquier otra cosa, pero nunca machista. Pero entonces, ¿por qué nos asalta la duda cuando en vez de un abogado se trata de una abogada? ¿Por qué en ese caso ya no nos parece que el mandarle callar pueda ser simplemente inapropiado, falto de tacto, etc., sino que ha de ser específicamente machista (de entre todas las demás cosas que podría ser)? La respuesta es simple: tanto hombres como mujeres (al menos a partir de cierto nivel sociocultural) hemos sido condicionados para verlo así.

Así que el machismo ha pasado de referir a una actitud psicológica, y por tanto subjetiva, que podía ser causa de determinadas conductas (como, en determinadas ocasiones, mandar callar a una mujer) a referir a una suerte de propiedad objetiva aplicable a todo aquello que cumpla ciertos requisitos también objetivos (por ejemplo, el acto mismo de mandar callar a una mujer, siempre que quien lo haga sea un hombre) sin tener en cuenta los motivos psicológicos subyacentes. Pongamos otro ejemplo: Una pareja discute. En cierto momento, la mujer le pega un puñetazo al hombre. El hombre responde pegándole una bofetada a la mujer. ¿Es esa bofetada un acto machista? Según la definición clásica parece obvio que no; parece que sería más adecuado explicar su bofetada como un acto de agresión física en respuesta a otra agresión física, causado más por un natural impulso de autodefensa que por cualquier sesgo, actitud o idea que el hombre pudiese tener respecto a las mujeres en general. Sin embargo, lo and behold!, resulta que el nuevo concepto de «machismo» sí se aplica sin fisuras en este caso, como lo ha dejado claro el Tribunal Supremo en España. En el momento mismo en que un hombre le pone la mano encima a una mujer con la que tenga o haya tenido alguna relación sentimental, incluso aunque sea como respuesta a una agresión previa de aquélla, su acto es ipso facto categorizable como «machista». Da igual la motivación de la acción, dan igual las causas, dan igual los detalles: lo único que importa es un determinado conjunto de circunstancias objetivas que definen lo que es o no es machismo; a saber, que un hombre ha agredido a una mujer (en el contexto de una relación sentimental), y punto.

Esto es lo mismo que considerar que toda persona que mata a otra está cometiendo un asesinato, guiándose por la circunstancia objetiva de que «una persona ha matado a otra», sin mayor precisión: ¿Y si se trata de un soldado que ha matado en combate a otro soldado del ejército enemigo? Da igual. ¿Y si se trata de una pelea de bar en la que uno de los participantes le ha pegado un golpe demasiado fuerte al otro, matándolo sin querer? Da igual. ¿Y si es un atropello involuntario por parte de un conductor borracho? Da igual. ¿Y si es una mujer que ha acuchillado a un hombre mientras éste intentaba violarla? Da igual. «Siempre que una persona mate a otra se trata de un asesinato», así como «siempre que un hombre agreda a una mujer (en el contexto de una relación sentimental) se trata de un acto machista».

No hace falta ser un genio para darse cuenta de que este nuevo concepto de «machismo», entendido como una propiedad objetiva aplicable a ciertos hechos, circunstancias o casos y no como una propiedad subjetiva aplicable en primer lugar (o como «primum analogatum») a personas y solo después, mediante una cuidada analogía, a circunstancias o actos objetivos en la medida en que sean producidos por una persona con tal rasgo subjetivo, emborrona la realidad y soslaya importantes factores que han de tenerse en cuenta a la hora de caracterizar cualquier interacción humana. Del mismo modo que un hombre no es un asesino solo por haber matado a otro, tampoco un hombre es un machista solo por haber cometido una falta cualquiera cuyo objeto haya sido una mujer (ya sea interrumpir en la conversación, mandar callar, incomodar verbalmente o incluso agredir físicamente). Hace falta demostrar, o al menos tener razones suficientes para suponer, que su agravio o su falta contra esa mujer ha estado motivada, al menos en parte, por algo así como una sensación de «entitlement» o sentirse con derecho a dañar a las mujeres en tanto que mujeres, por sentirse él superior en tanto que hombre. Si no, no es machismo: es otra cosa.

A su vez, el concepto de machismo suele confundirse con el de misoginia, pero merece la pena distinguirlos. La misoginia no consiste, al contrario que el machismo, en considerarse superior a las mujeres por ser hombre, ni en sentirse «con más derechos» que ellas por ser hombre, ni en creer que los hombres son en general mejores que las mujeres, ni en justificar sus privilegios sobre ellas, donde los haya. La misoginia consiste, lisa y llanamente, en odiar a las mujeres. La contraparte léxica de la misoginia es la misandria, que consiste justamente en lo contrario: odiar a los hombres. Así pues, por contraintuitivo que parezca, un hombre (aunque ambos conceptos también podrían aplicarse, en principio, a una mujer) podría ser machista pero no misógino, y también podría ser (al menos en principio, aunque es muy raro) misógino pero no machista. Si un hombre siente cierta superioridad general frente a las mujeres por ser hombre, puede decirse razonablemente que ese hombre es un machista, pero no tiene por qué ser un misógino; de hecho, puede ser un «filógino» convencido. Al contrario de lo que dictaminaría buena parte del feminismo contemporáneo, no, el Fary no era un misógino, sino simplemente un machista: probablemente se sentía con ciertos derechos o privilegios sobre las mujeres por su condición de hombre, y los justificaba, pero no por ello dejaba de querer y apreciar a las mujeres. Sencillamente tenía una idea de las mujeres según la cual debían estar –en parte, y con matices– subordinadas al hombre en tanto que el hombre era, según su visión, el «amo de la casa», o lo que fuese. Pero pensar que un grupo determinado ha de estar en una posición subordinada política o socialmente no es lo mismo que odiarlo, del mismo modo que pensar que los discapacitados mentales han de estar en una posición subordinada política o socialmente (por ejemplo, no pudiendo votar, o teniendo que ser cuidados por ciertos profesionales) no es lo mismo que odiarlos.

Si alguien piensa que las mujeres no han de participar en política por ser demasiado «emocionales», sin reconocer a su vez las diversas formas en que los hombres –y entre ellos los políticos– son también «emocionales», sería razonable aplicarle el concepto de «machista», pero no necesariamente el de «misógino». Ahora bien, si alguien dice que las mujeres no han de participar en política porque «son todas unas zorras», o porque son todas malvadas, o inútiles, o repugnantes en alguno u otro sentido, seguramente lo más razonable sería aplicarle la etiqueta de «misógino». Un hombre que valora a las mujeres y les quiere bien en general, pero que considera que son inaptas para los cargos públicos, no es un misógino, pero sí un machista; y al contrario, podría darse el caso de alguien que odiase profundamente a las mujeres y considerase que son lo peor del mundo pero que no las considerase a su vez inferiores, ni menos válidas, ni menos aptas en general que los hombres, y este sería un (raro) caso de misoginia sin machismo, según las definiciones ofrecidas.

Así pues, puede haber machismo sin misoginia, y puede haber (aunque sea muy raro) misoginia sin machismo, y a su vez el machismo debería caracterizarse como una actitud o disposición psicológica consistente en valorar más a los hombres que a las mujeres, o considerarlos –en general– superiores a estas, o sentirse con ciertos derechos sobre estas en tanto que hombre –y posiblemente también justificarlos–, pero no como una cualidad o propiedad objetiva aplicable a ciertas instancias con independencia de la realidad psicológica de los actores implicados. Algo solo puede ser machista si quien lo hace es, según la definición clásica, machista; a riesgo de caer, si no, en profundos –e injustos– errores de juicio.

Por último, pongamos un ejemplo práctico para ilustrar el abuso constante que desde el feminismo contemporáneo se hace de ambos conceptos. Una amiga me dijo hace poco que había visto un vídeo de Youtube detallando cómo y por qué la serie de televisión The Big Bang Theory era, en sus palabras, «misógina». Yo llevo viendo dicha serie durante años y nunca he notado nada que pudiera –ni remotamente– considerarse un trazo de misoginia, en el sentido de que en ella las mujeres no aparecen vilificadas, ni como seres odiosos, repulsivos, estúpidos o malvados por naturaleza; pero por supuesto esto depende de qué concepto tengamos de «misoginia» (o de «machismo») y de cuán exigentes seamos a la hora de aplicarlo. Y es posible que mis conceptos de machismo y de misoginia sean, para los tiempos que corren, demasiado exigentes o restrictivos o específicos, pero también deberíamos preguntarnos si ese otro nuevo concepto de «machismo-y-misoginia-todo-en-uno» que propone el feminismo actual, sin tener en cuenta el contexto ni la intención ni la psicología de los agentes implicados, no es, a su vez, demasiado –e interesadamente– laxo y confuso.

La serie, ciertamente, bromea con algunos estereotipos negativos femeninos: una mujer demasiado promiscua –Penny–, otra que tiene castrado a su marido –Bernadette–, otra que por ser medio autista se aferra a su novio como a un clavo ardiendo –Amy–, etc. Pero sin duda también bromea, y yo creo que más aún, con estereotipos negativos masculinos: un hombre patológicamente inseguro y dependiente de su novia –Leonard–, otro que ha vivido toda su vida sobreprotegido por su madre, convirtiéndose en un «man-child» de campeonato –Howard–, otro que es tan tímido y raro que no puede ni hablar con mujeres sin estar borracho –Rajesh en las primeras temporadas–, otro que es un fracasado absoluto tanto en lo profesional como en lo afectivo, siendo a menudo objeto de burlas y desprecios por parte de todos los demás –Stuart–, y otro directamente tan autista, raro y socialmente insoportable que la serie entera gira, en cierto sentido, sobre sus manías y las pifias que comete en sus relaciones personales –Sheldon–. De modo que si el rasero para medir la «misoginia» es que se juega con estereotipos negativos sobre las mujeres, la serie sería tanto o más misándrica que misógina; pero desde luego esa conclusión no sería aceptable para quienes de hecho dicen que es misógina o machista.

Para señalar a qué se refería con que la serie era «misógina», mi amiga señaló un momento en un episodio en el que dos amigos –Howard y Raj– están hablando sobre la moto que uno de ellos –Howard– tenía antes de casarse, y lo bien que lo pasaban yendo juntos en dicha moto «buscando mujeres». Raj le pregunta a Howard: «¿Por qué vendiste la moto?» A lo que Howard responde: «Porque por fin encontré a mi mujer… y me obligó a venderla» (The Big Bang Theory, temporada 12, episodio 19, 4:45). De modo que esta broma completamente anodina e insustancial puede ser, si uno se descuida, considerada no ya como una broma machista, sino incluso como una broma misógina. En el momento mismo en que se presenta el comportamiento de una mujer bajo una luz mínimamente negativa o caricaturesca, en relación con algún estereotipo negativo femenino (en este caso, la «esposa castrante»), parece que hay vía libre –desde nuestra sensibilidad actual, guiada por el feminismo hegemónico– para hablar de «machismo» o incluso «misoginia». Pero esto es sencillamente absurdo. Y no es un ejemplo descabellado o fuera de contexto: cualquiera que tenga amigos feministas (o que sea él mismo feminista) habrá llegado a ver, o sentir, que cosas parecidas a esta merecían el apelativo de «machistas». Sin embargo, tenemos que preguntarnos seriamente si un concepto de machismo –o de misoginia– que abarque cosas como las anteriores (una serie bromeando sobre estereotipos negativos femeninos, pero también sobre estereotipos negativos masculinos, o un juez mandando callar a una abogada porque le parece que su intervención es improcedente, pero que haría lo mismo si el abogado fuese hombre, o un camarero sirviendo mal las bebidas en una mesa) es realmente útil, o si no es más bien una forma autocomplaciente e interesada de simplificar la realidad social para que se ajuste a nuestra ideología.

Por último, volviendo al análisis sobre las caracterizaciones subjetivas y objetivas del machismo de unos párrafos atrás, muchos feministas se opondrán (además de, sospecho, muchos estudiantes de filosofía) a estas definiciones «canónicas» de machismo y misoginia –o al menos de machismo– en términos psicológicos o mentales. Un acto machista, se dirá, no requiere de una intencionalidad machista en la mente del autor: es machista por sí mismo, por ejemplo por sus consecuencias objetivas, o por las circunstancias –también objetivas– en las que se desarrolle. Volviendo al ejemplo anterior del asesinato, también hacemos esto hasta cierto punto en ese caso. Al atribuirle a alguien que ha cometido un asesinato, y que, por tanto, es un asesino, hay ciertos factores subjetivos que dan igual: que odiase o no a la víctima, que se sintiese superior o no a ella, que disfrutase o no matándola, o que el sujeto sea un tipo cruel o sanguinario o malvado en general. Todos esos factores pueden ser tenidos también en cuenta (por ejemplo como agravantes en un juicio), pero no son lo que determina si alguien ha cometido un asesinato o no: es una cuestión que no depende tanto de la subjetividad del autor (con la salvedad de que hay que demostrar que mató a la víctima intencionadamente y no por accidente, para diferenciarlo de otras categorías como el homicidio por imprudencia, etc.), sino de las circunstancias objetivas del acto; por ejemplo, que en efecto el sujeto matase a una persona a sangre fría (y excluyendo situaciones como la de un soldado matando a otro en una guerra, etc.).

Sin embargo, si nos tomamos en serio esta caracterización objetiva de lo que constituye «ser un asesino», que excluye todas las circunstancias subjetivas excepto la intencionalidad de matar, habrá que concluir necesariamente que no podemos extraer ninguna información psicológica sobre el carácter de la persona solo mediante tal definición, en ausencia de otras fuentes. Por ejemplo: si leemos una lista de todos los condenados por asesinato en los últimos años pero no tenemos además otras fuentes de información respecto a la cualidad de dichos asesinatos –es decir, si lo hicieron con crueldad o no, si disfrutaron o no haciéndolo, los motivos por los que lo hicieron, etc.– no podremos, basándonos solo en su caracterización objetiva como «asesinos», sacar demasiadas conclusiones respecto a su carácter personal, puesto que habrá casos en los que el asesinato se cometiese con extremo pesar (que desde luego no es lo mismo que cometerlo con júbilo), o por alguna necesidad imperiosa (aunque siga siendo, no obstante, juzgado como asesinato), o casos en los que, en fin, existan circunstancias psicológicas que podrían enmarcar el acto como algo que nada tendría de cruel o de sanguinario o de malvado (a pesar de que, insisto, judicialmente se siga considerando un asesinato con todas las letras). En suma: simplemente por ver que alguien es un asesino, según esta caracterización objetiva del término, no podremos afirmar, en ausencia de información complementaria, que se trata también automáticamente de una persona cruel, malvada, sádica o lo que fuera (aunque puede ser razonable suponerlo).

Y lo mismo se aplica al machismo: si quisiéramos defender una caracterización objetiva de aquello en lo que consiste cometer un acto machista que dispensase por completo de los factores subjetivos normalmente asociados al machismo (por ejemplo que el sujeto se crea superior a las mujeres, o que las desprecie, o cualquier otra cosa), haciendo referencia a ciertos «sistemas de opresión» o al machismo como una estructura social impersonal más que como una disposición psicológica de los sujetos, nos toparíamos también con el problema de que entonces cualquiera que cometa un acto «machista», según tal caracterización objetiva, no tendrá por qué ser a su vez machista en el sentido psicológico o subjetivo. Por ejemplo: si decimos que el juez que manda callar a una abogada, independientemente de que hiciera lo mismo con otros abogados varones e independientemente de sus creencias y disposiciones subjetivas respecto a las mujeres, está cometiendo automáticamente un acto machista al hacerlo (por ejemplo porque forma parte de un sistema global de opresión y está realizando una acción que perpetúa o acentúa las desigualdades de las mujeres en dicho sistema, etc.), se sigue necesariamente que entonces, solo por caer bajo el concepto de «machista» en este sentido objetivo, no se puede extraer información alguna –en ausencia de otros indicios– respecto a si se siente superior o no a las mujeres, si las desprecia o no, si valora o no más la opinión de los hombres, y en general si es o no un «machista» según la definición canónica (subjetiva). Es decir; pasa lo mismo que en el caso de decir que alguien es un asesino simplemente porque ha matado a alguien en determinadas circunstancias: de ahí no se sigue automáticamente que sea cruel, malvado o cualquier otra cosa.

Obviamente existe la tentación de, y la tendencia a, adscribirle también al sujeto todos estos rasgos (nos resulta raro no asociar la palabra «asesino» con todas esas connotaciones), pero si nos tomamos en serio la caracterización puramente objetiva de en qué consiste ser un asesino habremos de reconocer que al hacerlo estaremos mezclando cosas distintas. Del mismo modo, ser machista puede significar ser «un machista», en el sentido habitual, subjetivo (que, como yo defiendo, es el que de hecho utilizamos intuitivamente), o bien significar que «comete actos machistas» caracterizados en términos puramente objetivos, que en principio son desligables de toda subjetividad, y ambas cosas no han de mezclarse: un tipo puede ser «un machista» en el primer sentido y no cometer ni un solo acto machista en su vida, pero también puede «cometer actos machistas» en el segundo sentido y no tener ni el más mínimo rastro de desprecio por las mujeres, sensación de superioridad ante ellas, etc.

De hecho, se puede elegir una u otra definición con relativa arbitrariedad, y yo podría incluso aceptar emplear la noción de machismo en el sentido objetivo (como actuaciones determinadas dentro de un sistema general de opresión de las mujeres, al margen de las intenciones), a pesar de no parecerme la más útil (por ser más académica y menos adecuada al uso habitual del término), pero al mismo tiempo exigiría a mi interlocutor que, entonces, rechazase sacar conclusiones sobre las creencias o disposiciones psicológicas respecto a las mujeres de cualquiera que cometiese «actos machistas» así definidos, en ausencia de otra información complementaria. Por ejemplo: según la caracterización objetiva, un hombre que pegase a su mujer estaría sin duda siendo un machista, en el sentido de que estaría cometiendo un acto machista según la definición objetiva del término, pero no podría deducirse automáticamente de ello que lo haya hecho a su vez por ningún deseo de dominar a su mujer, ni por sentirse superior a ella, ni por despreciarla u odiarla o cualquier otra cosa (por ejemplo, podría ser por un brote psicótico, o por un ataque de celos en el que lo que prima es el deseo de vengarse contra su mujer por la traición personal cometida, y no porque sienta que tiene derecho a pegar o subyugar a las mujeres en general, etcétera). En suma: no podría deducirse que el hombre, por ello, sea «un machista» en el sentido subjetivo o psicológico, pues puede haberlo hecho sin sentir ni pensar ninguna de esas cosas. Por el contrario, según la definición subjetiva, tendríamos que asegurarnos de que lo ha hecho por alguna de esas razones, o al menos que esos factores psicológicos han influido en su conducta, o que han sido causalmente conducentes a desatar su conducta violenta, para poder declarar que se trata de un «acto machista», y por tanto para poder decir que el hombre es, en efecto, un machista.

En definitiva: se puede definir el machismo de una manera o de otra; o bien como una serie de rasgos subjetivos de algunos sujetos o bien como una serie de actos objetivos al margen de las intenciones y creencias de los sujetos; pero lo que no vale es jugar con ambas definiciones como mejor convenga en cada caso, y así poder decir, por ejemplo, que un juez es machista solo por haber mandado callar a una abogada (pero sabiendo que hace lo mismo, y con la misma frecuencia, con abogados varones) y al mismo tiempo que cualquiera que mande callar a una mujer lo hace porque desprecia, odia o se siente superior de algún modo a las mujeres. Si aceptamos el primer caso no se sigue el segundo. Si aceptamos el segundo, no se sigue el primero.

Pongamos un último ejemplo por si no ha quedado claro. Imaginemos un tipo que mata a su mujer. Tal vez la haya matado porque la desprecia, o porque siente que es una forma de dominarla, o porque no considera que su vida sea importante, o en definitiva porque es mujer y ya está, que es lo que parece decir la teoría feminista contemporánea. En ese caso diríamos que el tipo es, psicológicamente, «un machista», según el uso habitual del término. Por otra parte, en cambio, podríamos definir el acto en sí como machista, al margen de lo que el tipo pensase, sintiese o tuviese en mente al hacerlo. Pero entonces daría igual que el hombre lo hubiera hecho porque desprecia a su mujer, o por querer dominarla, o porque es mujer y ya está, o que lo hubiera hecho por conseguir su herencia o por un extraño brote psicótico: el único factor relevante sería que lo ha hecho y punto. Así, mientras que en el primer caso diríamos que un asesinato es «machista» solo cuando está motivado por un machismo en el sentido psicológico, en el segundo caso daría igual la motivación y diríamos que es machista sencillamente porque es un acto que perpetúa la opresión de las mujeres en un sistema global de desigualdad de género. La diferencia crucial es que si el hombre hubiese matado a su mujer para quedarse con su herencia, por ejemplo, o por un extraño brote psicótico, en el primer caso no se le consideraría machista mientras que en el segundo sí. Pero si alguien puede ser automáticamente considerado machista por matar a una mujer por su dinero, o por cualquier otra razón completamente al margen del género, parece que el propio concepto de machismo pierde todo su sentido.

Volver 

bottom of page