Sobre la idea de «democracia morbosa» de Ortega y Gasset
2016, 2000 palabras
Escrito en 1917 y aparecido en El Espectador, el artículo de Ortega y Gasset titulado «Democracia morbosa» dirige una crítica abierta a lo que él considera una «plebeyización» de la vida pública de su época por culpa de un democratismo exacerbado, sacado de quicio. «La democracia (…) estricta y exclusivamente como norma del derecho político, parece una cosa óptima. Pero la democracia exasperada y fuera de sí, la democracia en religión o en arte, la democracia en el pensamiento y en el gesto, la democracia en el corazón y en la costumbre, es el más peligroso morbo que puede padecer una sociedad.» (1) ¿A qué se refiere, pues, Ortega al hablar de la democracia «estricta y exclusivamente como norma del derecho político» y, por otra parte, como «democracia exasperada y fuera de sí»?
El primer sentido de «democracia», como estructura jurídico-política, aparece en las siguientes líneas esbozado como un orden que busca «romper la desigualdad jurídica» propia de los sistemas políticos tradicionales. «En el antiguo régimen son los derechos los que hacen desiguales a los hombres, prejuzgando su situación antes de que nazcan.» (2) Estos «derechos» que hacen desiguales a los hombres antes de nacer son, por tanto, mejor llamados «privilegios»: así, en cualquier sistema en el que los cargos de gobierno o el acceso a tales cargos dependa necesariamente (3) de condiciones hereditarias (por ejemplo, de ser noble) se podrá decir que existen privilegios en este sentido, pero también en cualquier sistema en que la ley proteja más a unos que otros por razón de su herencia familiar. Este cambio jurídico-político de los «derechos de sangre» (que Ortega corrige como «privilegios») a los «derechos de todo
Asistentes a una fiesta bailando el charlestón en los años 20
ciudadano», propios de la Ilustración y la tradición iusnaturalista de los siglos XVII y XVIII, y plasmado luego en mayor o menor medida en las dos grandes «declaraciones de derechos» del siglo XVIII, la americana y la francesa (con el precedente, tal vez, del Bill of Rights inglés de 1689), es la manifestación de un cambio más profundo: un cambio de perspectiva fundamental que pone en el centro de la teoría social y política al individuo, considerado como un sujeto abstracto por principio, una persona carente de determinaciones.
Este cambio de perspectiva, tan profundo como subrepticiamente gestado, se desarrolla en el tiempo paralelamente a la transformación que tiene lugar a su vez en la teoría del conocimiento moderna, a partir de Descartes y luego del empirismo de Hume o Locke, (4) donde se concibe el sujeto de esta misma forma: como un sujeto lo más indeterminado posible, lo más abstracto posible. Es en este momento de la Historia, en el que imperan el idealismo y los sucesivos herederos de la res cogitans cartesiana (sin perjuicio de que traten, de hecho, de superarla o negarla, como el sujeto trascendental de Kant), en el que seguramente comenzó a hablarse en la manera en que hoy en día oímos todavía hablar a los políticos o la gente de la calle: por ejemplo, cuando se dice que «uno no debería tener más derechos que otros solo por haber nacido en una familia u otra». (5) Esta y otras frases muestran la vigencia aún del individualismo de corte ilustrado, en el que el sujeto es considerado como un ente autónomo y, por ejemplo, no como parte de un linaje o una casta. En la Edad Media y durante la Antigüedad habría sido impronunciable, creo, una frase como esa: ser hombre no se consideraba algo ontológicamente previo a nacer en una familia u otra; al contrario, la familia en la que naces (y por extensión, la casta o estamento) te configuran desde el principio como un tipo u otro de hombre. No cabe imaginar algo así como un «hombre puro», sin determinar por su herencia, sin nacer ya determinado: esta persona pura, indeterminada, este «hombre puro», es una abstracción moderna. (6) Y ese individualismo abstracto es el núcleo común que subyace al liberalismo como teoría política (que conforma la base teórica de los Estados modernos y en última instancia de nuestras democracias actuales), al liberalismo como teoría económica (que conforma la base teórica del capitalismo, y en última instancia de nuestro «capitalismo de hiperconsumo» actual) (7) y a las epistemologías modernas (que conforman la base teórica y metodológica de las ciencias, grosso modo, desde los siglos XVII-XVIII hasta hoy).
En cualquier caso Ortega se posiciona en el texto como defensor del liberalismo político, de la democracia entendida en este sentido anterior: como eliminación de los privilegios por razones hereditarias, que «consisten en perduraciones residuales de tabúes religiosos”. Sin embargo advierte que si solo se considera la democracia como esa instancia meramente negativa (como eliminación de privilegios injustos, como ecualización jurídica de las personas); si no se trabaja a la vez por el establecimiento de «una nueva estructura social justa –que sea justa, pero que sea estructura–», entonces ocurrirá que «los temperamentos de delicada moralidad maldecirán la democracia y volverán sus corazones al pretérito, organizado, es cierto, por la superstición; mas, al fin y al cabo, organizado». (8) Creo que la clave para entender este punto está en la teoría antropológico-política de Ortega sobre la relación entre élites y masas, y puede abrir las puertas para entender a qué se refiere entonces con «plebeyismo» y por qué parece defender primero y luego criticar la noción de democracia como mera estructura jurídica. En realidad la democracia es un «noble deseo de salvar a la plebe de su baja condición», pero esto –en la concepción de Ortega– debe darse en la forma de una eliminación de privilegios (por herencia, casta…), no de una ecualización total. Es por esto por lo que defiende la democracia como sistema, pero ataca la democracia como empeño totalizador de la igualdad: esto es, como igualitarismo. O, en sus palabras (aludiendo en especial a la asimilación de la cultura popular llevada a cabo por las clases altas durante su época), plebeyismo.
Por tanto, la línea de fondo que Ortega no llega a hacer explícita es, a mi juicio, la siguiente: hace falta conjugar democracia y aristocracia; nivelación de privilegios y, al mismo tiempo y sin perjuicio de ello, admiración por los mejores. Esta es la «nueva estructura social justa» que tiene que ser justa, pero a la vez tiene que ser «estructura». Con esto quiere decir que tiene que seguirse dando una dinámica «aristocrática», como la que defenderá cinco años más tarde en su España invertebrada, por la cual las masas sigan a los prohombres y a su vez se entiendan las élites (la aristocracia) no en el sentido tradicional, como mera herencia recibida, en la que el ser «aristócrata» no depende en nada del carácter del individuo o de su trayectoria vital; sino en un sentido activo, positivo, en el que el ser considerado parte de la élite dependa, ahora sí, del carácter y las virtudes y las obras del individuo. No se trata, por tanto, de eliminar la distinción entre masas y élites, entre pueblo y aristocracia, como dice que pretenden los socialistas (recordemos que el texto está escrito en 1917, el mismo año de la Revolución rusa): esa eliminación, tratando de igualar por abajo en lo cultural de tal modo que se «declara la cabeza del proletario la única apta para la verdadera ciencia y la debida moral», es lo que él llama «plebeyismo». De lo que se trata, pues, para Ortega, es de mantener la dinámica óptima entre masas y élites según la cual las primeras obedecen a las segundas, pero pasada esta estructura a su vez por el filtro del liberalismo y la Ilustración, de forma que tal «aristocracia» no sea inmóvil, sino siempre dependiente de la virtud individual, y tal «masa» no esté desprotegida o en desventaja jurídica de entrada, aunque deba seguir considerándose como masa. Por todo esto creo que podría decirse sin temor que la idea que tiene Ortega de esa «estructura social justa, pero estructura», de ese equilibrio entre democracia y aristocracia, entre igualdad y diferencia, se parece más a la idea de meritocracia, siempre que no se entienda en un sentido meramente mercantil, como a veces se utiliza en el contexto del liberalismo económico (el mérito de ser capaz de vender más productos justifica la hegemonía social) sino en un sentido amplio, cultural, sobre todo en función de las virtudes personales (que es lo que lleva a alguien a tener carisma, en el sentido de Ortega o Weber, y por tanto a convertirse en líder). (9)
Por ello, a la par que afirma la importancia de la democracia en el sentido ya explicado, también dice Ortega que «el amigo de la justicia no puede detenerse en la nivelación de privilegios, en asegurar igualdad de derechos para lo que en todos los hombres hay de igualdad. Siente la misma urgencia por legislar, por legitimar lo que hay de desigualdad entre los hombres. Aquí tenemos el criterio para discernir dónde el sentimiento democrático degenera en plebeyismo. Quien se irrita al ver tratados desigualmente a los iguales, pero no se inmuta al ver tratados igualmente a los desiguales, no es demócrata, es plebeyo». (10)
Notas
(1) J. Ortega y Gasset, «Democracia morbosa» en El Espectador, Edaf, 2011, pág. 120.
(2) Op. cit., pág. 122.
(3) Es decir, al menos como condición necesaria, aunque no suficiente. Por ejemplo, en un caso en el que varios nobles tuvieran que disputarse políticamente una posición de gobierno (por ejemplo mediante unas elecciones), pero tal disputa no estuviera abierta a plebeyos (no podría «presentarse a las elecciones» un plebeyo), ser noble sería una condición necesaria para acceder a dicha posición, pero no suficiente (porque además de ser noble habría que ganar la disputa establecida, en este caso unas elecciones).
(4) No hay que olvidar que John Locke también escribió grandes obras de teoría política, como sus Dos tratados sobre el gobierno civil de 1689, siendo uno de los grandes exponentes del iusnaturalismo y el contractualismo modernos.
(5) Otra frase que muestra el fondo moderno, eminentemente dualista y mentalista de nuestra «cosmovisión» en general, se puede oír a menudo referida a los transexuales: según la definición más oída comúnmente, se trata de personas «que nacieron en el cuerpo equivocado». Así, según esta concepción, no solo se puede decir que uno es primero persona y solo después pertenece a una familia o un linaje (como algo superpuesto, coyuntural, no consustancial a su propio ser), sino que se puede decir incluso que uno es primero persona y solo después resulta tener un cuerpo u otro (de nuevo de forma accesoria, no esencial). En suma: uno no es un resultado de su linaje, de su cuerpo, de su herencia biológica, sino que uno (ese «uno» abstracto de la Modernidad) es previo a todo ello, y luego tales factores son contados como «accidentales» y no «esenciales», por usar la distinción aristotélica.
(6) También lo expresa así Alasdair MacIntyre en su obra Tras la virtud, Planeta, 2013, pp. 52 y siguientes.
(7) Por usar la expresión de Gilles Lipovetsky. También podría hablarse de «capitalismo de consumo» o «capitalismo posindustrial», aunque cada expresión tiene sus propios matices.
(8) Op. cit., pág. 123.
(9) Véase La política como vocación de Max Weber para su idea del carisma en este sentido, y España invertebrada (especialmente la segunda parte) para la revisión que hace Ortega y Gasset al respecto en el marco de su teoría de la relación entre masas y élites.
(10) Op. cit., pág. 124.