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Sobre la noción contemporánea de arte y sus límites conceptuales

2015, 6400 palabras

El término «arte» tiene una plasticidad semántica extraordinaria, hasta el punto de ser imposible –o casi– definir sus límites conceptuales y delimitar, por tanto, qué es arte y qué no. Esta cuestión no es en absoluto menor; ni desde un punto de vista estrictamente filosófico, donde el debate se encuentra violentamente abierto desde la irrupción de los movimientos vanguardistas de principios del siglo XX hasta hoy, ni desde un punto de vista pragmático, donde la determinación de si una actividad se considera o no parte de «las artes» es clave a la hora de situarla social e institucionalmente, pudiendo por ejemplo marcar la diferencia entre que reciba o no subvenciones estatales, se enseñe o no dentro de los programas académicos de escuelas y universidades, etc.

Un primer vistazo a la etimología de la palabra «arte» suele remitir a la tékhne griega (τέχνη), término que amalgama todas las actividades humanas de tipo cultural, es decir, aquellas que necesitan ser enseñadas y aprendidas, frente a las de tipo natural, es decir, las que se consideran -o se consideraban- espontáneas e independientes de todo aprendizaje. Así, según esta demarcación, hay una técnica –o arte– de la pintura lo mismo que una técnica –o arte– de la navegación, la alfarería, la curtiduría o el combate con lanza. De igual manera también hay un arte de la guerra (Sun Tzu), un arte del amor o arte amatorio (Ovidio), un arte del asesinato (De Quincey) e incluso un «arte de decir no» (eslogan que se encuadra en la reciente disciplina del coaching).

arte moderno

Imagen resultado de buscar «arte» en el buscador de DuckDuckGo

Entendiendo así el significado de «arte», esto es, como técnica (tékhne), todo puede ser convertido en un arte si se le aplican reglas inventadas ex profeso para mejorar la actividad en cuestión, y que a su vez puedan ser enseñadas y aprendidas. Desde un punto de vista antropológico podría decirse que el dominio del arte se identifica entonces con el dominio de la cultura: la transformación humana de la naturaleza mediante secuencias de operaciones aprendidas según reglas concretas y comunicables, frente a las operaciones «naturales» (o bien innatas, o bien según reglas aprendidas pero no explícitamente comunicables a falta de un lenguaje suficientemente complejo) que se dan a nivel zoológico o prehumano. Pero esta definición, evidentemente, queda aniquilada por su propia amplitud. Si nos tomamos en serio, desde la perspectiva de la etología actual, la identificación de «arte» con «actividad cultural», más o menos según la definición anterior, nos topamos con que toda actividad humana sería artística, en el sentido de artificial, aunque curiosamente, según el uso de estas dos palabras en el castellano, lo segundo suele parecernos mucho más aceptable que lo primero. Incluso actividades propiamente naturales como la alimentación, la cópula o la lucha sin armas pueden pasar –y pasan, de hecho– a convertirse en artes, en este sentido, en el momento en que se les aplican reglas: y así obtenemos, por ejemplo, un «arte del buen comer» (los modales en la mesa, el rito de la comida comunitaria con sus diferentes matices según cada cultura), un «arte del acoplamiento» (como se expresa claramente en el Kama sutra y otros tratados, pero también en la  «sabiduría popular» que circula al respecto) y varias «artes marciales», que expresan formidablemente este matiz semántico del arte como técnica, como actividad regida por un método concreto y explícito.

Por otro lado, la etimología del propio vocablo latino ars, considerado en sí mismo y no como mero sucesor del griego tékhne, nos lleva por otros interesantes derroteros. Es uno de los derivados de la raíz protoindoeuropea *ar-, que genera un campo semántico en torno a la noción de mover, ajustar o coordinar. Por ejemplo, es la raíz de vocablos castellanos como «articular» o «artículo» (a través del latín artus: articulación, pata) pero también «orden» y «ordenar» (del latín ordo -nis), «arma», «armisticio», «armario» o «armar» (del latín arma) «urdir» y «urdimbre» (del latín ordiri), y «ornar», «ornamento» o «adorno» (del latín ornare). También es reveladora su presencia en vocablos griegos como ἄρθρον (árthron: articulación, que deriva en voces castellanas como «artrópodo»), ἀριθμός (arithmós: número, que deriva en «aritmética») o ἁρμός (armós: ajustamiento, combinación, que deriva en «armonía»), y especialmente en la voz griega άριστος (áristos: noble, mejor, principal, que deriva en «aristocracia»), a su vez relacionada íntimamente con la voz sánscrita arya, que también significa noble, mejor, elevado, etc. y que da origen a la palabra «ario» (término originalmente utilizado por los protoindoiranios para referirse a sí mismos, y después ampliado por los lingüistas e historiadores del XIX para referirse a todos los hablantes del protoindoeuropeo). (1) En definitiva, parece que se forma un campo semántico con dos nociones centrales: primero la de articular, que engloba los matices semánticos más centrados en la manipulación de objetos, como urdir, armar o adornar, y probablemente a partir de esa noción básica se orquesta el campo semántico de ordenar, que lleva en última instancia a las categorías sociales o políticas como se refleja en el sánscrito arya y el griego áristos, significando «el que ordena» o «el que articula» (por ejemplo, una sociedad). (2)

Ahora bien, estos correlatos etimológicos no sirven más que para dar una cierta imagen de las raíces y usos originales del término, a modo de «pistas» que pueden observarse a la hora de llevar a cabo una crítica (y también, quizás, una posterior reconstrucción) del concepto, pero que en ningún caso delimitan por sí solas su significado, mucho menos en la actualidad. El hecho es que el término «arte» designa hoy en día algo muy difuso y sin embargo, en la práctica cotidiana, fácilmente reconocible. Cuando se habla de arte se habla de poesía, música, cine o, en especial, pintura (esto no es tan acusado en español, pero por ejemplo en inglés prácticamente se reserva la voz «art» para las artes plásticas como la pintura y la escultura), y nadie piensa en la navegación, la orfebrería o la ingeniería química. Pero en cuanto se ahonda un poco más surgen infinidad de disciplinas que se encuentran en un confuso término medio, como la cocina (eso sí, solo la haute cuisine o la cocina «de autor»), la decoración (o interiorismo), la moda (el diseño y confección de prendas de vestir) o los videojuegos. Por ello se hace patente la necesidad de un criterio de demarcación claro que diga qué es arte y qué no, pero dicho criterio está, a mi juicio, aún por descubrir. Lo que ocurre realmente es que se clasifica algo como arte de forma más bien intuitiva y arbitraria, en base a criterios pragmáticos (por ejemplo, similitudes con otras actividades ya consolidadas como artes, e incluso puras circunstancias espaciales, como estar un objeto en una galería de arte o un museo) en lugar de filosóficos, lo que da lugar a las situaciones extrañas o paradójicas por todos conocidas, como que una señora de la limpieza de un museo de arte contemporáneo tire a la basura una obra valorada en decenas de miles de dólares por verla, literalmente, como un montón de basura que tiene que recoger del suelo, (3) o que alguien escuche sólo ruido (de nuevo, literalmente) donde otro escucha una obra de arte, por tratarse de una pieza de ambient, noise o «música experimental».

En lo que sigue intentaré ocuparme brevemente de los criterios filosóficos (que habrá que analizar en un sentido lógico-lingüístico, es decir, desde la filosofía del lenguaje) que suelen citarse casi sin excepción a la hora de definir el arte, y que sin embargo son insuficientes porque, de aplicarse rigurosamente, dirían mucho más de lo que en realidad se quiere decir con ellos, como en el caso antes analizado de equiparar el arte a toda actividad cultural (antropológica), donde se llega a la conclusión lógica de que toda actividad humana es arte, pero también en otros casos nada difíciles de encontrar, como al decir que el arte consiste en expresar o comunicar emociones, o en producir objetos con valor estético, etc. Estos lugares comunes, como digo, se encuentran en todas o casi todas las definiciones de «arte», desde las respuestas espontáneas e improvisadas de una persona de la calle ante la pregunta «qué es arte» hasta las definiciones enciclopédicas más asentadas; por ello voy a intentar aislarlos y valorarlos por separado aunque muchas veces se encuentren yuxtapuestos en la misma definición. (4)

 

1. El arte como la creación ex novo de algo que está en la mente del artista

Desde la teoría clásica de Platón se entiende que el fundamento de las artes es la mímesis o imitación de la Naturaleza, arraigando en el principio pitagórico de las proporciones y medidas cósmicas. El Cosmos (o la Naturaleza) está ordenado y estructurado según patrones o proporciones divinas –divinas precisamente por cósmicas, trascendentes al hombre–, y la tarea del artista es descubrir y aplicar estos patrones a sus obras para que se acerquen en lo posible a dicho orden perfecto. En este punto el sentido más general de tékhne antes discutido empieza ya a «especializarse» por cuanto se considera que, si bien todas las actividades con las características antes mentadas (seguir reglas concretas, poder enseñarse y aprenderse) conforman la categoría de τέχνες (técnicas), hay una jerarquía entre ellas y, por supuesto, las «técnicas intelectuales» (la filosofía, la ciencia, la dialéctica) se sitúan por encima de las «técnicas manuales» (de hecho, aquí se halla el fundamento de la posterior distinción entre «artes liberales» y «artes serviles»). (5) Y al igual que ahora percibimos intuitivamente cierta confusión a la hora de decidir si hacer videojuegos es un arte al nivel de la pintura o la música, también existió entonces, y especialmente durante la Edad Media, una diatriba en torno a considerar las artes como la pintura o la escultura, en la que aún se trabaja con las manos, al nivel de otras como la dramaturgia, la poesía o la arquitectura (paradigma de arte para Aristóteles), y se tendía a considerar a los pintores más bien artesanos, con un componente degradante y servil (el del trabajo manual) frente a la sutileza de la creación más «mental» de dramas, poemas o diseños arquitectónicos. Pero precisamente es por este mismo componente de «creación mental» por el que se salva a la pintura o la escultura de ser equiparadas con la carpintería o la alfarería: porque en ellas también el artista pone sus ideas en la obra, no limitándose solo a crear un objeto útil que sirva bien a propósitos prácticos (como el carpintero una silla o el alfarero un jarrón) sino algo ya propiamente «suyo», y por ello original y único. Esto se aprecia perfectamente en el clásico ejemplo de Aristóteles para distinguir la causa material de la causa formal: Fidias no trabaja el bloque de mármol como tal, sino en tanto que contiene en potencia la estatua que él ya tiene previamente en mente.

 

En verdad, esta teoría del arte como la actualización (o «manifestación») en el mundo de ciertas ideas que se encuentran en la mente de los artistas (y por tanto están en potencia) nace del idealismo platónico, y seguramente se ampliaría también a los carpinteros, los alfareros y demás (las ideas de cómo ha de ser la futura silla y el futuro jarrón se encuentran ya en ellos antes de existir efectivamente la silla o el jarrón por la acción del artesano), pero parece que en todo caso hay distintos grados de «intelectualidad»; esto es, que en algunas artes las ideas del artista juegan un papel mayor que en otras, dibujando así un cierto espectro gradual que parte de las artes menos intelectuales (que formarían las llamadas artesanías u «oficios») para terminar en las puramente intelectivas, que serían la filosofía y la ciencia. (6) Dentro de este esquema, lo que hoy llamamos habitualmente «artes» ocuparía un rango intermedio, pues nadie dice hoy (salvo como licencia retórica) que la filosofía o la ciencia sean artes, pero tampoco la alfarería o la cestería. Sin embargo, es evidente que si se aplicase rigurosamente el a menudo citado criterio de la «creación de la nada» por el puro genio del artista, habría que incluir en la lista de «artes», con pleno derecho, a tareas como la ciencia (al crear –inventar– una fórmula o un teorema nuevo) o la filosofía (al crear teorías o sistemas), pero también sin duda a la moda, el interiorismo, el diseño gráfico, la programación informática, la cocina, la peluquería y la ingeniería aeroespacial, por cuanto todas estas actividades –y muchísimas más– tienen de «creativo», es decir, que exigen que el «artista» plasme una «idea» que tiene previamente en su mente (la idea de cómo ha de ser el futuro traje, o habitación, o página web, o software, o plato, o peinado, o sistema de propulsión) sobre la realidad.

Aparte de posibles consideraciones sobre la inadecuación de esta teoría mentalista de la producción artística (se podría argumentar, y se argumenta, que el proceso artístico nada tiene que ver con primero pensar una idea del objeto acabado y después plasmarla en un material, etc.), puede comprobarse con facilidad que este criterio de la creación ex novo no puede dar cuenta, al menos por sí solo, de lo que entendemos comúnmente por arte; e incluso si se adoptase rigurosamente y se dijese que, en efecto, todas las actividades ahora mencionadas –y todas las demás en las que hay una parte «creativa»– son de hecho artes, yo replicaría que tal criterio es nulo no solo por contravenir la convención lingüística (que dice que, con toda seguridad, la ingeniería aeroespacial o la programación informática no son artes), sino por excesivamente amplio y laxo. Al mismo tiempo, si este fuera el único criterio para distinguir el arte de lo que no es arte, o se tomase –de nuevo– rigurosamente en serio, quedarían fuera todas las actividades que no tuviesen un componente creativo suficiente, excluyendo así –o al menos poniendo muy por debajo en el «espectro» de lo artístico– a los músicos frente a los compositores, los actores frente a los directores y guionistas, los bailarines frente a los coreógrafos, etc. (que quedarían relegados a la categoría de meros «transmisores» de las obras creadas por los «verdaderos» artistas), cuando sin embargo parece que según nuestra concepción común del arte el cantante es tan artista como el compositor, y lo mismo en todos los demás casos.

 

2. El arte como la expresión o comunicación de emociones o ideas del artista

También se dice comúnmente, a la hora de distinguir la producción artística de otro tipo de actividades (que desde la perspectiva contemporánea son, ya sí, llamadas claramente técnicas, oficios, artesanías, ciencias o ingenierías, pero no artes), que en el caso del arte existe un componente de expresión emocional por parte del artista a través de su obra. La obra sería, según esta concepción común, un medio de expresión y comunicación que transmite un «mensaje» (por ejemplo ideas, sentimientos, pensamientos), desde la mente del artista hasta el receptor de la obra (el público). Así enunciado, el criterio identificaría directamente el arte con la mera comunicación, pues también en cualquier tipo de comunicación (desde el hablar en la lengua materna con un vecino hasta los gritos de alerta de los chimpancés) puede decirse cabalmente que se expresan «contenidos psíquicos» (o bien ideas, contenido semántico de la expresión verbal, o bien puras emociones, como se podría decir que ocurre en el caso de los chimpancés, y normalmente las dos cosas al mismo tiempo), de modo que un niño diciéndole a su madre que le duele la rodilla sería, según este patrón, un artista por partida doble: primero porque expresa y comunica a su interlocutora ideas (el contenido semántico de la frase «me duele la rodilla») y por otro lado emociones (por ejemplo, por el tono de voz y la gestualidad acompañando a la fonación). Esta reducción al absurdo no me parece innecesaria, teniendo en cuenta la ligereza con la que se suele citar este criterio en particular como piedra angular o «esencia última» del arte. Por supuesto, es al acompañarlo de otros criterios y componerlo con ellos como puede llegar a tener sentido y ser útil, pero si se enuncia la comunicación de emociones e ideas como único rasgo distintivo del arte, o incluso como su rasgo principal –muy por delante de otros–, se está generando –de nuevo– una definición mucho más vasta y omnímoda de «arte» que no encaja con lo que realmente entendemos, intuitivamente (precisamente a falta de criterios filosóficos sólidos), por arte.

 

3. El arte como la producción de objetos con valor estético o producción de placer estético

Primero, he de aclarar que elijo conscientemente la denominación «placer estético» para referirme a lo que en la estética tradicional, desde el siglo XVIII, se llama más bien «belleza». Esto es debido a que el concepto de belleza, que más bien suele entenderse como «Belleza», es una abstracción que pretende absolver y poner por encima del mundo, como una entidad trascendente, algo que realmente ocurre en el mundo, y más concretamente en los sujetos: la experiencia concreta, subjetiva o intersubjetiva, de que algo es bello. Así pues, puede haber cosas bellas para unos que son repugnantes para otros, y pretender que hay algo así como un patrón de belleza trascendente a los sujetos –individuales o colectivos– que la experimentan es hacer metafísica en un sentido, a mi juicio, inaceptable. (7) Por otro lado, mientras que la idea de belleza remite únicamente a la vista y el oído (cuando no se usa en un sentido más abstracto), «placer sensorial» puede remitir también a los otros sentidos tradicionales (el olfato, el gusto y sobre todo el tacto), recuperando así la raíz etimológica de «estética» que es la αἴσθησις (aísthesis), que se suele traducir por «sensación» y engloba originalmente todos los sentidos. En verdad hay que decir que la idea común de belleza no tiene solo un componente sensorial sino también un componente más abstracto o eidético, que viene precisamente por la ligadura tradicional entre la noción de belleza y las nociones de orden, proporción, equilibrio, bien moral, divinidad, etc. Sin embargo, desde la ruptura de los cánones clásicos a principios del siglo XX (con las vanguardias de todo tipo) es necesario replantear la cuestión en términos cada vez menos generales y «ontológicos» y más particulares y «psicológicos».

 

Así, por ejemplo, cabe hoy decir que algo objetivamente feo (según el criterio tradicional, objetivista, de la «Belleza») sea subjetivamente bello (según un sentido de «belleza» más bien equivalente a «placer sensorial»): por ejemplo, como mencionaba antes, una pieza de noise, dark ambient o black metal, o de música dodecafónica, o un cuadro expresionista, o una cruenta fotografía de guerra. Al mismo tiempo hay que matizar que quizás el término «placer sensorial» falla en captar esto, pues podría decirse que lo que se siente al escuchar una «canción» de noise es de hecho displicente al nivel puramente sensorial (pues naturalmente es displicente oír una cacofonía de ruidos metálicos) pero a su vez se capta de algún modo una «belleza» ulterior, más profunda, menos sensitiva y más «intelectual», si se quiere. En cualquier caso todo es reducible a un concepto último: el placer experimentado ante la obra, venga de donde venga y sea cual sea su naturaleza. Este placer se definiría más o menos por ser «aquello que hace que genuinamente se pueda decir que algo te gusta», salvando así la dificultad anterior de distinguir entre un placer más sensorial o más intelectual, y también la de distinguir entre placer y belleza: lo bello se subsume en lo placentero, en este sentido del término «placer», puesto que puede uno gustar de la pieza dodecafónica a pesar de las horribles disonancias y cacofonías, o gustar del cuadro expresionista a pesar de transmitirle sensaciones desagradables, o gustar de una película gore a pesar de que le revuelva el estómago. Todo esto in extremis, por supuesto, pues hay muchos otros casos en los que el choque no es tan fuerte, por ejemplo ante un collage dadaísta, que sin duda no será de por sí bello en el sentido clásico de «belleza» pero que puede no obstante apreciarse estéticamente en el sentido de finalmente «gustarle a uno» o «gustar de él», por las razones que sean.

Pues bien, con todo esto en mente cabe abordar la cuestión de si es un buen criterio para definir el arte el de la producción de placer. Descarto el de la producción de belleza por lo ya explicado; hoy en día, un siglo después de las vanguardias rupturistas, no se puede decir que la música dodecafónica o el black metal o la pintura expresionista o el cine gore o la literatura dadaísta no sean formas artísticas porque fallan en acomodarse a criterios estéticos tradicionales (propios de la idea de Belleza de la estética clásica) como la proporcionalidad, la armonía o la relación con el bien moral o lo divino. Más bien habrá que decir que queda fuera del concepto actual de arte la noción tradicional de belleza, y no al revés. No obstante, si se toma el criterio del placer como patrón de medida se presentan nuevos problemas –que de hecho existen en la actualidad– como el de hasta qué punto el arte se ocupa sólo del placer estético visual y auditivo pero no del olfativo, gustativo o táctil: de la decisión que se tome a este respecto cabrá meter o dejar fuera de la noción de arte a actividades como la cocina, que es una técnica que tiene por fin producir placer olfativo y gustativo (pues no consiste simplemente en preparar nutrientes para ser ingeridos, sino en hacerlo de forma que el resultado, tanto por el sabor como por otros factores, sea placentero), en un sentido muy similar a como la composición musical tiene por fin producir placer auditivo (en este sentido especial de «placer» que he desarrollado anteriormente). Pero si aceptásemos que el arte no solo trata de la producción de placer visual y auditivo sino también del gusto y el olfato habría que «meter» en su esfera no solo a la cocina, sino a la destilería y la industria vinícola (pues no es lo mismo preparar un licor bueno que uno malo, o un vino bueno que uno malo, y eso depende, precisamente, de la técnica empleada), pero también a la perfumería en tanto que productora de placer olfativo, o la ingeniería química que sintetiza sabores artificiales (como los que se usan en los caramelos y demás), en tanto que productora de placer gustativo. Y si además de esto añadimos el tacto a la ecuación habría que considerar el masaje como un arte, en tanto que técnica de producción de placer táctil, pero también obligadamente a la prostitución y las técnicas sexuales (por ejemplo técnicas masturbatorias), por lo mismo, y por qué no, también la producción de drogas, tanto vegetales como químicas, en tanto que generadoras de placer «físico», que podría considerarse «táctil» (como la relajación muscular de los opiáceos y el cannabis, la excitación de la cocaína y otros estimulantes, etcétera).

Por otro lado, si restringiésemos el campo del arte solo al placer visual y auditivo la cosa tampoco mejoraría demasiado: uno puede admirarse de un equilibrista pero no por ello se considera el equilibrismo un arte, y lo mismo ocurre con un culturista en plena exhibición. En ambos casos hay una técnica que hay que seguir rigurosamente para llegar a un display concreto que impacte o, en fin, guste a los espectadores, igual que en una obra de teatro o una danza, y sin embargo no se considera artistas a los acróbatas, los culturistas ni los mimos, ni por supuesto (y seguiría siendo el mismo mecanismo) a las bailarinas de striptease o las modelos de pasarela, pero sí a los actores de teatro y los bailarines (eso sí, solo los de las escuelas de danza, no las strippers ni gogós). Por el lado contrario habría que señalar el ejemplo de la literatura, donde el placer no reside en lo estético (en sentido estricto, es decir, lo sensorial), esto es, en la disposición visual de la obra, sino en un contenido semántico de la misma, que es totalmente independiente de la forma de presentación visual. En este caso hablar de «placer visual» sería más que arriesgado, igual que decir que es «placer auditivo» el placer que experimenta alguien cuando le dicen por teléfono que ha ganado la lotería: en ambos casos lo que cuenta es el contenido semántico (o lógico-semántico), no el estímulo sensorial. ¿Qué placer estético hay en leer una novela?

En este punto alguien podría sugerir que, ante todas estas aporías, es el criterio del placer estético lo que hay que cambiar, y volver a retomar el concepto objetivista de belleza para abordar el problema. Al fin y al cabo, si las artes no tratan sobre el placer sino sobre la belleza, todas las dificultades recién expuestas se diluirían hasta desaparecer, pues no se trataría ya de si algo gusta o no gusta, produce placer o no, sino de si cumple con unos ciertos criterios objetivos y por tanto universales que permitan llamarlo «bello». Sin embargo, si se quisiera realizar satisfactoriamente este movimiento habría que asegurarse de definir la belleza misma por otras vías al margen del arte para evitar caer en un círculo vicioso, una tautología del tipo «el arte es lo que produce obras bellas y la belleza es lo producido por el arte». Pero si no se quieren usar términos psicológicos para definir la belleza, por hacerla entonces dependiente del sujeto (regresando inevitablemente a la noción de placer), ¿qué criterios pueden darse? O bien físicos (muy queridos por los clásicos), por ejemplo «tal proporción entre la cabeza y el resto del cuerpo es bella, tal otra no es bella», o «la mezcla de negro y amarillo es bella, pero la de negro y verde no» o «los capiteles dóricos son bellos, los corintios no»; o bien metafísicos, del tipo «la belleza es un modo de ser de la verdad», como dice Heidegger, o «la Belleza es el equivalente, en el terreno de la sensación, a la Verdad en el terreno de la razón y al Bien en el terreno de la moral», parafraseando a Kant. A mi parecer, todas estas definiciones metafísicas son despreciables precisamente por su cualidad metafísica, es decir, por no poder sustentarse en cosas concretas (por no ser materiales, en términos de Gustavo Bueno): (8) ¿quién decide lo que es la belleza si no hay posibilidad de apelar a las experiencias concretas, particulares, sobre ella? ¿No será más bien que el autor objetivista (sea Heidegger o cualquier otro) está dando su propia perspectiva por universalmente válida sin ponerla en el mismo terreno que las perspectivas de otros, precisamente por negar que la perspectiva misma –la visión subjetiva– haya de tenerse en cuenta?

 

4. Conclusiones

Finalmente, con todas estas consideraciones presentes, da la impresión de que la idea de arte fuese para nosotros como la de tiempo lo era para San Agustín, que –según su célebre paradoja– sabía lo que era mientras no se lo preguntasen, pero dejaba de saberlo en cuanto se lo preguntaban y tenía que explicarlo. Pero todavía podrían sumarse otros criterios para seguir conformando, en la intersección de cada uno con los demás, una idea más nítida de lo que es el arte.

 

Por ejemplo, podría valorarse el criterio de la producción de objetos materiales (en el sentido común del término), que frenaría la entrada de actividades como los masajes o las carreras de coches en el terreno del arte, pero a su vez sacaría otras que ya están dentro según la concepción intuitiva que tenemos, como la danza y el teatro, que, evidentemente, no producen objetos de arte al modo en como la pintura, la escultura o la arquitectura producen objetos. También, si este fuera un criterio por sí solo, cosas como el diseño de moda (pero también de muebles, de coches y por qué no, de juguetes, ordenadores o electrodomésticos) serían artes, en tanto que producen objetos físicos con al menos algún valor estético, pues todo tiene un diseño estéticamente relevante, desde un camión de juguete hasta un coche, pasando por sillas, pelucas, zapatos o bolígrafos (y no es en absoluto evidente por qué debería ser artístico el diseño de un edificio pero no el de un coche o una cocina).

 

Por otro lado también podría añadirse el factor del «espectáculo» o la publicidad del arte: el presentarse públicamente, en circunstancias de congregación social o comunitaria, como se puede suponer que se hacía tradicionalmente a la hora de recitar poemas, cantar y tocar música, y como sigue dándose en el caso del teatro o la danza (siempre hay un público presente en el momento de la actuación). Sin embargo esto excluiría muchas cosas que llamamos comúnmente arte o productos artísticos, como las novelas, poemas y libros en general (que salvo algunas excepciones no están ya diseñados para ser recitados comunitariamente, sino para leerse individualmente, en soledad), y también la música en tanto que escuchada individualmente y no en un concierto, y quizás el cine, que estaría a medio camino entre ser un espectáculo y todo lo contrario, en el sentido de que reúne a un público (en las salas de cine) pero nunca se actúa en vivo. Por el lado contrario, considerar la exhibición pública como criterio sumaría al número de las artes cosas como el circo, las acrobacias y el culturismo antes mencionados, y en general cualquier tipo de espectáculo donde se reúna gente con la finalidad de «ser testigos de algo realizado por otros a tal efecto», como los shows eróticos, las conferencias, carreras de coches, monólogos de humoristas, concursos de la tele e incluso las clases escolares o universitarias en general.  

 

Por último, también se propone a veces como rasgo diferenciador que el arte es de naturaleza simbólica, pero habría que explicitar con detalle en qué sentido se habla de «simbolismo», pues los números y las letras del lenguaje, en sus formas escritas, también son símbolos, y no por ello se dice que quien escribe una carta a su primo esté haciendo arte, ni mucho menos quien escribe unas ecuaciones y las resuelve. Y si por simbolismo se entiende algo así como que, por ejemplo, las obras de arte «contienen información» codificada simbólicamente (información, presumiblemente, en el sentido amplio de «contenidos capaces de afectar psíquicamente al receptor», ya sean ideas y pensamientos o puras emociones, sentimientos o intuiciones subconscientes), se podría contestar que ese es precisamente el funcionamiento de las lenguas naturales, volviendo al problema general del arte como mera comunicación, tratado ya antes: si un símbolo es algo que «está por otra cosa» (según la definición canónica), puede decirse que las palabras mismas son símbolos de otras cosas (sus significados, o tal vez sus referencias en el sentido de Frege), o al menos que las letras y palabras escritas son símbolos de las letras y palabras fonéticas, de modo que de nuevo simplemente escribir una palabra o usar el lenguaje verbal encierra ya un acto simbólico del más alto grado. Por tanto, el criterio de la simbolización también se presenta como insuficiente o impropio.

 

Hasta ahora todos los criterios analizados fallan en recoger, considerados por sí mismos, la «esencia» de lo que nosotros, a principios del siglo XXI, normalmente entendemos por arte. Pero el hecho de que sus límites sean tan difusos y vagos que al intentar analizarlos con rigor den de sí mucho más de lo que intuitivamente toleraríamos (por ejemplo hasta el punto de forzarnos a decir que hacer pizzas es un acto artístico, o que dejar un trozo de la pizza en el descansillo de la escalera es un acto artístico, o que comerse la propia pizza de una determinada manera es un acto artístico –como defenderían algunos gourmets–) quizás sea indicativo de que, precisamente, no existen tales límites en un sentido filosófico o lógico y simplemente nos guiamos de forma pragmática, por convencionalismo, siguiendo la máxima de quien dijo que «el arte es todo aquello que la gente llame arte». Así, quien acusa a alguien de no ser un artista o a una obra de no ser arte, como se acusó a Marcel Duchamp por presentar un urinario en una exposición como una obra más, bajo el título de «La Fuente», generalmente estará en el lado equivocado de la historia si resulta que, por la razón que sea, la innovación tiene éxito y pasa a considerarse parte del ámbito artístico: esto es, pasa a ser socialmente, convencionalmente, considerada como arte.

 

Lo que me parece más importante de esta cuestión es entender que el crítico que protesta diciendo que algo no es una obra arte, sino una bobada sin valor, tendría que recurrir a alguno de los criterios antes citados para defender racionalmente su posición, por ejemplo aludiendo, como es de hecho habitual, a algo así como la «falta de espíritu», que podría encuadrarse fácilmente en lo que yo he llamado «expresión emocional» del artista o bien «valor estético» de la obra -su capacidad de impactar sensorial o emocionalmente, de producir sensaciones-, pero también quizás a la falta de esfuerzo invertido o la aparente pobreza técnica de la obra, que «podría haber sido hecha por un niño pequeño». Y precisamente al aducir esto como razones filosóficas o lógicas por las cuales tal o cual obra no es arte estará «enfangándose» filosóficamente, pues como ha quedado –creo– bien demostrado, cada uno de estos criterios (como el de tener impacto emocional o requerir una técnica depurada) son por sí mismos insuficientes para distinguir cabalmente qué es arte y qué no. Y al mismo tiempo, en el bando contrario, incurriría en el mismo error quien utilizase argumentos similares para defender que una obra concreta o una actividad concreta sí es arte: cada criterio que proponga (como el ser emocionalmente muy impactante, o técnicamente muy complicada, o ser un acto público que mucha gente se reúne para presenciar, o expresar emociones o ideas de forma simbólica, o lo que fuese) será insuficiente por poder ampliarse hasta los límites aquí mostrados en cada caso, haciéndolo inútil. (9) En otras palabras: quien dice que una cosa concreta es arte y otra no, apoyándose en el criterio de que la primera «tiene sentimiento» y la segunda no, por poner un ejemplo común, seguramente no estaría dispuesto a asumir, llevando el criterio de la «expresión emocional» a sus últimas consecuencias, que todo aquello que esté hecho «con sentimiento» (como, por caso, los garabatos de un niño que le dedica un dibujo a su madre) es arte.

Entonces, finalmente, la única salida razonable parece la de componer todos estos criterios (que por sí solos siempre pecan por exceso o por defecto de extensión lógica) y seguramente bastantes más hasta llegar a una síntesis que delimite de forma precisa, si bien no necesariamente inflexible o «dada de una vez por todas», lo que es arte y lo que no, y a la vez sea capaz de explicar las razones filosóficas por las que en cada caso es o no así. Yo solo he intentado ofrecer, primero, una crítica y análisis del concepto de arte atendiendo a la etimología y la evolución lingüística del término «arte», y segundo, un análisis de algunos de los patrones o criterios que podrían usarse para ir delimitando, y por tanto definiendo, la actual noción de arte, que resulta ser uno de los conceptos más oscuros y confusos que se nos presentan en la vida diaria, y además con extraordinaria presencia e influjo en nuestro hacer cotidiano, y que mientras no sepamos definir mejor seguirá siendo un fantasma, una idea flotante y neblinosa como «Bien», «Verdad» o, peor aún, «Belleza».   

 

 

 

Notas

(1) Todas las referencias etimológicas están tomadas de la web http://www.etimologias.dechile.net, donde citan a su vez como fuente el Indogermanisches Etymologisches Wörterbuch de Julius Pokorny, publicado en 1959.

(2) De hecho, esta bivalencia del verbo «ordenar» se da también en el castellano, significando por un lado componer o articular y por otro lado mandar, dirigir, etc.

(3) Ver en: https://www.abc.es/cultura/arte/abci-mujer-limpieza-tira-obra-arte-contemporaneo-basura-201602040858_noticia.html 

 

(4) El problema es, precisamente, que nunca están presentados sistemáticamente como condiciones necesarias para llamar a algo arte, sino que se glosan más bien como rasgos más o menos presentes en todo arte, sin precisar su alcance ni sus posibles interrelaciones.

 

(5) Ver la entrada “Arte” del Diccionario de Filosofía de José Ferrater Mora (Tomo 1), pág. 143.

(6) Mi postura es que, a pesar de lo dicho anteriormente sobre que el artista en la Grecia antigua no era un creador tanto como un imitador de las formas de la Naturaleza, que es también como lo plantea el propio Platón (el arte como mímesis o representación, copia), se da de hecho un acto de creación, de invención, en todo «arte» –desde la pesca hasta la dramaturgia–, solo que en algunos casos juega un papel más importante que en otros (por ejemplo, escribir una tragedia frente a afinar una técnica pesquera), y es por esta diferencia intuitivamente captable por lo que empieza a diferenciarse lo que hoy llamamos propiamente «artes» de las artes en sentido indiferenciado, como tékhnes.

(7) Me opongo así a las corrientes estéticas objetivistas –o más bien «ontologistas»–, como la de Heidegger, en tanto que rechazan hablar en términos de sujetos (individuales o colectivos) y experiencias subjetivas o intersubjetivas, y pasan directamente a hablar en términos ontológicos (sobre las cosas «en sí mismas», por ejemplo la belleza).

(8) Con «cosas concretas» me refiero a conceptos lo suficientemente «cerrados» o definidos como para que puedan entenderse claramente sus límites y posibles interacciones lógico-semánticas. En el extremo contrario están ideas deliberadamente polisémicas, indefinidas y vagas –y por ello, normalmente, metafísicas– como las de libertad, Dios, Bien y Mal, o el propio concepto clásico de Belleza antes mencionado. De hecho el propio concepto de arte está entre estos términos híper-abiertos e indefinidos, y por ello filosóficamente peligrosos, y el objeto entero de este estudio es aclarar al menos parcialmente sus límites lógico-semánticos para «cerrarlo» un poco más. Puede verse claramente la distinción si consideramos el siguiente caso: imaginemos que alguien definiera la belleza como «la armonía entre las partes», por ejemplo; entonces habrá que preguntar inmediatamente después de qué partes se trata, y partes de qué, pues en caso contrario no podremos siquiera hacernos una idea de lo que se está hablando. Y si la respuesta vuelve a ser metafísica, por ejemplo «la armonía entre las partes del Ser» podrá decirse que la definición entera es ininteligible y por lo tanto filosóficamente despreciable o nula.

(9) Otra opción, claro, sería tomar uno de estos criterios y seguirlo con todas sus consecuencias, cambiando radicalmente lo que se entiende por arte, pero no suele ser esa la intención de nadie.

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