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Sobre la polarización política en Occidente, 2012-2022

2022, 2500 palabras

Hoy he estado reflexionando sobre el por qué de mi decisión, tomada ya hace un tiempo, de no defenderme de las acusaciones de «homófobo», «racista», «machista», «tránsfobo», etc. ¿Por qué he decidido (al igual que un número creciente dentro de la derecha alternativa o la extrema derecha joven, especialmente online) identificarme, o aceptar la identificación, con todos esos epítetos? ¿Por qué algunos hemos aceptado cargar con tales sambenitos en lugar de rechazarlos o defendernos de ellos, como hacíamos invariablemente antes, hasta el punto incluso de apropiárnoslos, de modo similar a como los gays se apropiaron de los insultos de «maricón» o «marica»?

Y la respuesta a la que he llegado es que, durante la última década, la nueva ola de la izquierda progresista o «izquierda woke», originada en la Anglosfera y luego esparcida por el resto del mundo, ha destruido sistemáticamente el consenso social anterior (que alcanzó su punto máximo, seguramente, en torno a los años 90-2000). En este antiguo consenso, ahora difunto, las posiciones políticas de derechas en lo cultural o social (por ejemplo, estar contra el matrimonio gay, o contra la inmigración, o contra el aborto, o en favor de la familia monógama heterosexual o «tradicional», etc.) todavía eran consideradas posiciones políticas legítimas; diferencias de opinión culturalmente aceptables, situadas al margen del ámbito moral. Dicho de otro modo: desde la derecha se toleraban (más o menos) las ideas y posiciones políticas progresistas como opiniones legítimas, aunque equivocadas, sobre cómo debería organizarse la sociedad, alcanzándose un punto de equilibrio con la retórica liberal de «que

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hagan lo que quieran, no me voy a meter en su vidas; pero que ellos tampoco se metan en la mía»; y, a su vez, desde la izquierda se toleraban (más o menos) las ideas y posiciones políticas de derechas y, relativamente satisfechos con este arreglo liberal del «vive y deja vivir», se insistía en la diferencia entre, por un lado, opiniones o posiciones políticas legítimas (como pensar que el matrimonio solo puede ser heterosexual por razones religiosas o filosóficas) y, por el otro, actividades ética o moralmente ilegítimas, inaceptables (como darle una paliza, o insultar por la calle, a una pareja de gays o lesbianas cogidos de la mano). Y mientras esa línea divisoria entre las posiciones políticas sostenidas de buena fe, por un lado, y las actitudes o comportamientos ética o moralmente intolerables, por otro, se mantuvo vigente, izquierda y derecha  pudieron convivir en un equilibrio precario.

Todo el mundo (o buena parte de la gente, al menos) creía que el Otro no era el adversario político, el que sostenía ideas políticas diferentes sobre el modo de organizar la sociedad, ni siquiera el que tenía y aplicaba de facto esas creencias y tendencias diferentes (por ejemplo llevando una vida como homosexual, o como ateo, o, desde el lado contrario, decidiendo juntarse solo con personas de su misma religión, ir a misa todos los domingos o incluso, tal vez, cantar el Cara al Sol en algún bar de barrio con sus amigos cincuentones y barrigudos); el Otro era el inmoral, el criminal; el que se saltaba las normas de convivencia más o menos (precariamente) compartidas por todos: el que pegaba a un gay por ser gay, el marido que maltrataba a su mujer, el skinhead que pateaba a inmigrantes o a viejos con tirantes de la bandera de España. El bruto, el indeseable, el intolerante, el que «no respeta» a los demás. Ese era el bárbaro, el Otro, el outsider, el delincuente, el inmoral, el que no hay que tolerar en el cuerpo social; y eso era (más o menos, precariamente) aceptado por igual a uno y otro lado del espectro político.

Por ponerlo con un ejemplo: en el discurso «políticamente correcto» o «polite», socialmente aceptable, se admitía en general que pudieran existir hombres con valores tradicionales respecto a los roles de género que no fuesen a su vez «machistas» por ello automáticamente (entendiendo «machista» más bien como «misógino»; un tipo de hombre considerado desde hace ya décadas como indeseable –moralmente torcido– que odia o desprecia a las mujeres y comete agresiones de baja intensidad como insultos, comentarios despectivos del tipo «mujer tenía que ser» o «son todas unas putas», considerados moralmente reprobables) al margen de sus ideas o convicciones políticas respecto a los roles de género adecuados a uno u otro sexo. En suma: se podía ser tradicional sin ser algo moralmente indeseable (como «machista») de manera automática por ello. O dicho de otro modo: se podía ser considerado buena persona y de derechas, sin que ello implicase, desde el discurso de la izquierda mainstream, una contradicción en los términos, como ocurre crecientemente desde la última década a esta parte.

Del mismo modo, se podía estar en contra del «matrimonio gay» sin ser homófobo, o estar en contra de la inmigración masiva sin ser considerado un xenófobo o racista (esto último quizás algo menos, porque había poderosos intereses económicos en juego). En definitiva, el problema al que estoy señalando se resume perfectamente en la frase que cierta feminista pronunció en una entrevista reciente, cuando dijo: «no creo que se pueda ser de derechas y buena persona». Esa es la clave. Y ese sentimiento es, por el momento, mayormente unilateral: va primariamente de izquierda a derecha, pero no tanto de derecha a izquierda.

Al romper el consenso anterior que mantenía separadas las opiniones políticas legítimas o tolerables de las actitudes o comportamientos moralmente ilegítimos o intolerables, y convertir toda posición política no alineada con, u opuesta a, los ideales de la nueva ola de la izquierda progresista o «woke» en materias socioculturales (de nuevo, no tanto económicas ni fiscales, aunque recientemente algo de polarización se ve también en este sentido) en automáticamente inmoral, por medio de aplicarles a quienes las sostienen los apelativos antes reservados para la «mala gente» del consenso anterior (los que genuinamente odiaban, agredían y discriminaban negativamente de forma consciente y voluntaria a alguno de los grupos favorecidos o protegidos por la izquierda woke); al convertir, por tanto, en automáticamente ilegítimo (p. ej. en «discurso del odio») lo que antes eran posiciones políticas polémicas pero en última instancia respetables, legítimas, que se podían mantener de buena fe sin ser por ello considerado uno como una «mala persona»; al hacer esto de manera sistemática y consistentemente agresiva bajo la autojustificación de estar luchando por la justicia social y un mundo mejor para los oprimidos (al menos para sus oprimidos preferidos, o para quienes la izquierda woke, selectivamente, considera oprimidos), la distinción anterior entre lo político y lo ético o moral ha quedado rota.

Ahora uno sabe que le van a acusar de racista aunque «tenga amigos negros», e incluso aunque tenga especial cuidado por no discriminar negativamente en su trato a personas de otras razas, y le van a acusar de machista aunque trate bien a su mujer y a las mujeres de su entorno, u homófobo aunque sea escrupulosamente respetuoso en el trato interpersonal con individuos homosexuales; ahora uno sabe que lo que antes eran cesiones suficientes ya no lo son, ni por asomo, especialmente en los contextos de «wokismo» más extremo, como la histeria colectiva post-George Floyd en EE. UU. respecto al racismo, o el régimen de extrema disciplinarización y vigilancia del discurso que rige desde hace unos años en España respecto al feminismo.

Y ante esta situación, en la que uno tiene ya colgado el sambenito por defecto solo por pensar lo que piensa, aunque su conducta sea éticamente impecable por lo demás (al menos en los términos del consenso anterior, es decir: tratar a la gente con un respeto básico, no ser agresivo ni abiertamente hostil, etc.), empieza a ser una opción cada vez más atractiva hacer lo que los gays hicieron con el insulto de «maricón» y abrazar el sambenito: abrazar las etiquetas de «machista», «racista», «homófobo» y demás, sabiendo que la perfección y la pureza moral respecto a estos ámbitos exigida desde la izquierda actual no solo es que tenga umbrales inalcanzables, más propios de la iluminación ascética (como la idea de ser continuamente, activamente antirracista cada minuto de vigilia, al estilo de Ibram Kendi) o de los ideales morales de una religión, una secta o cualquier otra institución fuertemente totalizadora y con pretensiones de regir sobre las ideas y la conducta desde lo más grave a lo más nimio; no solo eso, decía, sino que además sabemos, los que no comulgamos del Dogma, que seremos igualmente acusados y condenados en juicios sumarios, sin abogado, defensa ni leyes escritas, y seremos sentenciados una y otra vez, incansablemente, a cargar con el sambenito y la culpa de ser machista, racista, homófobo, tránsfobo, etc.

Ante este desgarro del acuerdo tácito anterior, que nos mantenía a todos políticamente unidos en ese equilibrio precario (pero equilibrio al fin y al cabo) y a todos incluidos en el mismo bando (el bando de la «buena gente» y de la gente respetable, aunque distinta, incluso aun estando equivocada según las respectivas perspectivas de cada bando); al ser todos parte del in-group, de la tribu, de la ciudad, frente a los outliers verdaderamente agresivos y virulentos, nocivos por su conducta destructiva (y no por sus ideas) para el cuerpo social; al poder ser parte de la «polite society» a pesar de las ideas de uno (salvo algunas excepciones, que también había tabúes entonces, solo que no tantos ni tan demandantes), la derecha y la izquierda podían convivir reconociéndose mutuamente como parte de una unidad mayor, como parte de un mismo in-group (el de los ciudadanos de bien, que cumplen las leyes y las normas de convivencia y cortesía básicas), capaces de respetarse mutuamente a pesar de diferencias incluso profundas en lo ideológico, amparados todos por la fórmula liberal, compartida entonces y ahora cada vez más bajo sospecha, del «cada uno en su casa y Dios en la de todos», que en una reformulación más actual habría que interpretar más bien como «cada uno que pueda vivir su vida privada como quiera, aunque todos estemos sujetos a unas mínimas (esta es la palabra clave: mínimas, básicas, frugales, no totalizadoras ni omniabarcantes) normas éticas que faciliten la convivencia».

Quizás el problema, entonces, pueda resumirse en que esos estándares básicos, esas normas de convivencia mínimas para poder ser considerado un miembro respetable del grupo, han aumentado (han sido aumentados, mejor dicho, desde una parte, según esa parte ha ido ganando poder social) de manera irrazonable y en demasiado poco tiempo para que la sociedad en su conjunto pudiera digerirlo. En cualquier caso, es este proceso, iniciado desde la izquierda, el que subyace, al menos al nivel sociológico (más allá de análisis económicos, que también son posibles) al fenómeno de la creciente polarización política en Occidente a lo largo de la última década.

Mi impresión es que la derecha social y cultural (o lo que cada vez más hemos ido entendiendo como la derecha social y cultural, aunque antes fuese simplemente «la norma», «lo normal», lo establecido y, más aún, lo indiscutiblemente establecido, de manera idéntica a como la izquierda intenta imponer ahora sus valores –que son básicamente, grosso modo, la negación de los anteriores– como norma naturalizada por todos y también indiscutible y desapercibida, que es uno de los sentidos posibles del término «hegemonía», al menos en lo cultural); la derecha social y cultural, decía, que para la década del 2000-2010 ya había reculado mucho desde su momento hegemónico anterior, se había conformado con el discurso de «vive y deja vivir», que había hecho suyo casi por completo (salvo algunos, muy pocos, outliers recalcitrantes pero periféricos) y lo que rompió ese equilibrio precario fue la ambición de la izquierda progresista de seguir ganando terreno.

Fue la izquierda progresista o woke a partir de 2010, y particularmente de 2013 en adelante, la que puso el pie en el acelerador e intentó seguir ganando terreno y aumentando sus reivindicaciones, tanto en alcance como en intensidad, mientras que la derecha (estoy hablando muy a grandes rasgos: en todo Occidente) parecía estar más bien en una posición defensiva, de resistencia ante los avances de la izquierda cultural (como en el caso del «matrimonio gay»): en definitiva, era la izquierda la que llevaba la batuta, muy a gran escala, e iba haciendo avances frente a la resistencia, primero más beligerante pero finalmente pasiva y resignada, de la derecha.

La izquierda era (y es) la parte activa, propositiva, que conquista, avanza y gana terreno; la derecha es la parte pasiva, reactiva, cuyo terreno es metódicamente conquistado. En estas circunstancias, es la izquierda, y no la derecha, quien tiene la capacidad de declarar un alto el fuego, o incluso de firmar la paz. Pero si no se conforma con lo ya ganado y sigue devorando todo a su paso, la polarización política no dejará de crecer. Si no se está dispuesto a generar un nuevo consenso, una nueva paz, en la que la parte derrotada tenga algo que decir sobre las condiciones del pacto; si no se quiere hacer ninguna concesión porque todo el territorio ganado se considera legítimamente ganado y ya innegociable (como lo indica la retórica izquierdista de «conquistar derechos», o del tipo «los derechos no se negocian: se conquistan»), entonces el derrotado, que sigue cediendo y cediendo y viendo cómo su poder merma, no podrá ver al vencedor sino como un tirano insoportable; un enemigo que no quiere el consenso ni la paz, sino el exterminio (en términos ideológicos o culturales, al menos) de lo que uno cree y de lo que uno representa.

En estas condiciones, que nadie se extrañe de que la otra parte, relegada por imposición al papel del bárbaro, del outsider, del out-group; al papel del salvaje, del enemigo a derrotar e incluso a aniquilar sistemáticamente (de nuevo, en lo ideológico o cultural); que nadie se sorprenda o se extrañe, digo, de que este grupo, cada vez más acorralado socialmente y sin opciones más que la sumisión o la aniquilación, se rebele, rompa también su parte del viejo consenso o del viejo pacto de convivencia, y se «eche al monte», abrazando efectivamente su papel como bárbaro, como outsider, como el Otro, y como profunda y consustancialmente incompatible con la otra parte, viendo imposible la reconciliación.

Notas finales:

Esto es solo un diagnóstico, no una receta. No digo que sea posible, ni siquiera deseable, volver al «consenso anterior»: solo digo que dicho consenso se ha roto, e intento diagnosticar por qué y quién tuvo el papel principal (y por ello también la principal responsabilidad) en que se rompiera. La solución no la sé, ni sé si es posible coser el desgarro social que se ha producido en esta última década de polarización política en todo Occidente. Lo que sí sé es que, si no surge un nuevo orden o una nueva «paz» más o menos estable (ya sea porque el victorioso conceda y deje de seguir conquistando o porque lo conquiste todo ya definitivamente y deje de existir la oposición o resistencia) persistirán la división y la polarización, e incluso se incrementarán, tal vez hasta resultar ya insoportables y explotar violentamente de una manera o de otra. Ya sea la paz de la victoria total de la parte ganadora (o de la otra, hoy en día indeciblemente más improbable, aunque podría ocurrir) o la paz mediante un nuevo pacto con concesiones de ambas partes, lo cierto es que la paz (volver a una situación con más cohesión social y menos polarización política) se antoja muy lejana ahora mismo.

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