Sobre la aparente arbitrariedad de las realidades sociales
2016, 7000 palabras
¿Dónde están las líneas invisibles que delimitan la distancia a la que es posible acercarse a un rey antes de que se considere una ofensa –o peor, una amenaza– contra su persona? ¿Y por qué esas líneas invisibles suelen ser más rígidas y cubrir más espacio a la redonda en el caso de un rey que en el caso de un plebeyo? ¿Por qué no se puede bailar sobre una tumba? ¿Por qué no se le puede tocar el culo a un desconocido? ¿Por qué, incluso en las culturas más secularizadas, nos sentamos a la mesa en familia con todo tipo de ceremonias –como no hablar de ciertos temas, usar correctamente los cubiertos, no jugar con la comida, etc.– en lugar de alimentarse cada uno por su lado como, cuando y donde le plazca? ¿Por qué no se puede eructar estando sentado a la mesa?
Está claro que todo esto podría hacerse físicamente, desde acercarse a un rey y darle un lametón en la oreja hasta eructar en una cena en familia, pasando por bailar claqué sobre la tumba de tu propio padre; y más aún, está claro que ninguna de estas cosas provocan un daño físico a ninguna persona, aunque sí pueden provocar tremenda violencia e incluso dolor: y no hay más que imaginar lo que sentiría una viuda viendo a su propio hijo bailar claqué sobre la tumba de su difunto padre para vislumbrar la magnitud que podría alcanzar ese tipo de dolor; aunque no implique, como decía, un daño o perjuicio físico como el de un corte, una quemadura o un puñetazo en la cara. Surge entonces, con toda su potencia, una pregunta crucial: dado que no hay un perjuicio físico –y que tuviera que activar por tanto una respuesta instintiva de defensa o rechazo– en ninguno de estos casos, ¿se trata de perjuicios enteramente arbitrarios, de modo que, por tanto, las prohibiciones asociadas podrían cambiar totalmente si cambiasen también las costumbres o instituciones sociales de la cultura en cuestión?
Ilustración del rito de vasallaje feudal
Para responder a esta pregunta intentemos primero definir mejor sus parámetros. Los sociólogos Peter Berger y Thomas Luckmann, en su obra canónica de sociología del conocimiento titulada La construcción social de la realidad, conciben el proceso de nacimiento de las instituciones sociales más o menos como sigue:
Toda actividad humana está sujeta a la habituación. Todo acto que se repite con frecuencia crea una pauta que luego puede reproducirse con economía de esfuerzos y que ipso facto es aprehendida como pauta por el que la ejecuta. (…) La habituación comporta la gran ventaja psicológica de restringir las opciones. Si bien en teoría pueden existir tal vez unas cien maneras de emprender la construcción de una canoa con ramas, la habituación las restringe a una sola, lo que libera al individuo de la carga de “todas esas decisiones”, proporcionando un alivio psicológico (…) Estos procesos de habituación anteceden a toda institucionalización (…) La institucionalización se da cada vez que se da una tipificación recíproca de acciones habitualizadas por tipos de actores. Dicho en otra forma, toda tipificación de esa clase es una institución (…) y la institución misma tipifica tanto a los actores individuales como a las acciones individuales. La institución establece que las acciones del tipo X sean realizadas por individuos del tipo X. Por ejemplo, la institución de la ley establece que las cabezas se corten de maneras específicas en circunstancias específicas, y que las corten tipos específicos de individuos. (1)
Según esta visión, las instituciones –entendidas en este sentido amplio, como todo patrón de conducta socialmente establecido según tipos de actores para sus respectivos tipos de «acciones habitualizadas»– podrían ser, en principio, totalmente arbitrarias. Es evidente –por seguir con el ejemplo de estos autores– que habrá algunas formas de construir canoas más eficientes que otras, pero cualquiera de ellas es susceptible, en principio, de ser convertida en una institución social en el momento en que se «tipifica» la acción ya pautada, ya «habitualizada» (de forma que no se construyen las canoas cada vez de una forma distinta, sino solo de una, sea ésta la que sea) y se pone en relación recíproca con un tipo de actor social (por ejemplo, los constructores de canoas). Así, la forma de construir canoas que se haya establecido como correcta o canónica y los constructores de canoas que la emplean y la transmiten de generación en generación conforman ya una institución social plena. Sin embargo este modelo, en su abstracción y sencillez, no permite dar cuenta de la funcionalidad de dichas instituciones, por la misma razón por la que no da cuenta de si la forma institucionalizada en cada caso de construir canoas es más o menos eficiente, y por tanto no podría explicar situaciones antropológicas reales, positivas, como por ejemplo que un 80% de las tribus de un territorio dado las construyan de tal forma y un 20% de tal otra. La teoría de Berger y Luckmann se detiene antes de ese punto: se limita a decir “es así”, pero no ofrece ningún atisbo hacia un posible «por qué es así» en cada caso.
Esto puede explicarse, en parte, porque su teoría está imbuida de dos ideas. Primero, de una concepción antropológica influida –a mi ver– por las corrientes existencialistas en boga en la época (hay que recordar que La construcción social de la realidad está escrito a principios de los años 60), cuya propuesta antropológica podría resumirse en última instancia con la frase de Sartre en El existencialismo es un humanismo (1946): «El hombre, tal como lo concibe el existencialista, si no es definible, es porque empieza por no ser nada. Sólo será después, y será tal como se haya hecho. Así, pues, no hay naturaleza humana, porque no hay Dios para concebirla». (2) Y segundo, por la obra de biólogos como Jakob von Uexküll, que define claramente la diferencia entre el mundo-entorno de los animales (Umwelt), cerrado y circunscrito, y el mundo humano como abierto, y quien tuvo una notable influencia en filósofos como Max Scheler y Heidegger, que a su vez conformaron una cierta «línea» en la filosofía alemana de la época de la que sin duda bebieron Berger y Luckmann. Para Von Uexküll «el anillo de desinhibición del animal puede entenderse como una especie de "capacidad de comportarse dentro de un ámbito cercado o anillado", en comparación con la existencia abierta y creativa del ser humano». (3)
Berger y Luckmann beben de todas estas ideas y las incorporan a su teoría:
Afirmar que las maneras de ser y de llegar a ser hombre son tan numerosas como las culturas del hombre es un lugar común en la etnología. La humanidad es variable desde el punto de vista socio-cultural. En otras palabras, no hay naturaleza humana en el sentido de un substrato establecido biológicamente que determine la variabilidad de las formaciones socio-culturales. Solo hay naturaleza humana en el sentido de ciertas constantes antropológicas (por ejemplo, la apertura al mundo y la plasticidad de la estructura de los instintos) que delimitan y permiten sus formaciones socio-culturales. (4)
Y más adelante dicen: «Los hombres producen juntos un ambiente social con la totalidad de sus formaciones socio-culturales y psicológicas. Ninguna de estas formaciones debe considerarse como un producto de la constitución biológica del hombre, la que, como ya se dijo, proporciona solo los límites exteriores para la actividad productiva humana». El argumento de que la constitución biológica humana solo proporciona los «límites exteriores» de la acción posible o potencial, sin intervenir en absoluto en sus manifestaciones positivas o actuales, está delineado unas páginas más atrás: «Esto no significa, por supuesto, que no existan limitaciones determinadas biológicamente para las relaciones del hombre con su ambiente; el equipo sensorial y motor específico de su especie impone limitaciones obvias a la gama de sus posibilidades». (5)
Así, Berger y Luckmann entienden que la constitución biológica humana se reduce a funcionar a modo de límite puramente negativo, prohibitivo, por el cual, por ejemplo, no podrían surgir instituciones en torno a la forma correcta de volar –pues los hombres, por sí mismos, no vuelan– ni instituciones en torno a la decapitación por vía telequinética –pues no podemos decapitar a alguien telequinéticamente–, pero todo lo demás, todo aquello que nuestro «equipo sensorial y motor» permita, queda amalgamado en el mismo rango de potencialidad. Sin embargo, como decía, esto deja de lado la pregunta por el nivel funcional de las instituciones, el para qué y en función de qué existen, pues si no hay «un substrato establecido biológicamente que determine la variabilidad de las formaciones socio-culturales» lo único que queda es una variabilidad aleatoria dentro de un rango delimitado solo negativamente por lo que nos es físicamente imposible: es decir, pura arbitrariedad. En suma, el modelo de Berger y Luckmann da cuenta de la variabilidad de las estructuras sociales (que sin duda existe) dentro del límite de lo que se puede hacer, pero no da ninguna pista sobre lo que se tiende a hacer. Y no lo hace porque parte de una concepción antropológica en la que, al no haber una base que permita hablar de fines propios (y que ha de ser, sin duda, la base biológica o la «naturaleza humana» que ellos niegan) tampoco se puede hablar de la adecuación funcional de las estructuras sociales a tales fines, o la ausencia de ésta. En última instancia, desde este punto de vista, sería igual de posible que surgiera una sociedad que no tolerase la homosexualidad que otra que la forzase activamente en todos sus miembros, o una sociedad guerrera y belicosa que otra que tuviese por ley no defenderse ante las invasiones, pues los autores sostienen que la naturaleza humana no consiste en otra cosa que en la «plasticidad de la estructura de los instintos». Pero no es así como parecen funcionar las sociedades humanas.
Otro sociólogo del conocimiento, David Bloor, en su libro Conocimiento e imaginario social, habla de cómo las teorías científicas, a pesar de ser convenciones sociales, no son por ello arbitrarias:
Suele asumirse con frecuencia que si algo es convencional es porque es arbitrario, que considerar las teorías y los resultados científicos como convenciones significa que es una decisión la que los hace verdaderos y que lo mismo se podía haber tomado una u otra decisión. Nuestra respuesta es que las convenciones no son arbitrarias. Ni cualquier cosa está en condiciones de convertirse en una convención, ni las decisiones arbitrarias juegan un papel en la vida social. Se exige tanto credibilidad social como utilidad práctica para que algo llegue a ser una convención, una norma o una institución. (6)
Por supuesto, Bloor se refiere aquí al ámbito bien restringido de la investigación científica, pero me parece que viene muy al caso su apreciación: «las convenciones no son arbitrarias». Para que algo llegue a instituirse o convenirse socialmente no puede salir de cualquier parte ni ser de cualquier manera: en el caso de las teorías científicas él habla de «credibilidad social» y «utilidad práctica», y quizás habría que añadir algunos otros factores intrínsecos a la propia ciencia (como su validez teórica y experimental en función de los propios criterios científicos), pero tal vez podría extrapolarse esta idea a las instituciones sociales en general y decir que no todo puede convertirse en una institución si no cumple con ciertos requisitos; o mejor, que hay reglas para la generación de instituciones sociales en función de ciertos requisitos (más allá del mero «ser posibles» dado nuestro «equipo sensorial y motor»), y que estas reglas funcionan a modo de tendencias generales aunque también puedan ser violadas excepcionalmente. Entonces, ¿cuáles serán esos requisitos que, funcionando a modo de «tendencias generales» –aunque pueda haber excepciones– tienden a regular la creación de instituciones humanas?
Tratando, como antes, de las teorías científicas, Bloor considera que la verdad también es para éstas (para establecerse como teorías aceptadas convencionalmente) uno de esos requisitos, y que la verdad no se define tampoco, por tanto, de manera arbitraria, aunque como naturalista convencido insista en que el conocimiento, incluso el científico, se constituye siempre social y por ello convencionalmente. Pero, de nuevo, hay restricciones a lo que se puede constituir convencionalmente como verdad: «Podemos incluso plantear: ¿basta que un grupo social acepte una teoría para hacerla verdadera? La única respuesta admisible es que no, que nada hay en el concepto de verdad que permita que la creencia convierta una idea en verdadera: lo impide su relación con aquel cuadro materialista elemental que considera la independencia del mundo exterior. Este esquema mantiene permanentemente abierta la brecha entre el conocedor y lo conocido». (7) Lo que impide en este caso que cualquier cosa se postule como verdad, y por tanto también, a fortiori, que llegue a ser convenido como una teoría aceptada científica y socialmente, es el marco de ese «mundo exterior independiente» que funciona siempre, al final, como ultima ratio frente a las pretensiones teóricas de los investigadores. Y si las teorías están bien hechas estarán hechas justamente para darse de bruces contra esa ultima ratio que es el mundo; y si no, de hecho, serán malas teorías o no serán teorías científicas en absoluto, como dejó claro Karl Popper. Más adelante, Bloor concluye:
Decir que los métodos y resultados de la ciencia son convenciones no hace de ellos “meras” convenciones, pues eso sería cometer el error de creer que cualquier cosa puede convenirse fácilmente. Y nada hay más equivocado. Las exigencias convencionales a menudo nos presionan hasta los mismos límites de nuestras capacidades físicas y mentales. (…) Una de las condiciones que se imponen a las teorías e ideas científicas para adaptarse a lo que convencionalmente se espera de ellas es que sean capaces de hacer predicciones y acierten. Eso impone una severa disciplina a nuestra constitución mental, pero no deja de ser una convención. (8)
Así pues, retomando la pregunta sobre qué requisitos serán aquellos que no solo limiten negativamente, por imposibilidad, sino que regulen positivamente, a modo de «tendencia general», lo que puede o no llegar a convertirse en una institución o convención, mi respuesta es que, al igual que para las teorías científicas funciona el «mundo exterior independiente» como patrón al que han de amoldarse para llegar a ser establecidas, así también ocurre en el caso de las instituciones o convenciones sociales en general que lo que funciona a modo de ultima ratio o patrón al que han de amoldarse o tienden a amoldarse es la adecuación a los fines y características propios de la naturaleza humana. Y con esto doy respuesta también a la pregunta anterior: ¿es arbitraria la prohibición de bailar sobre la tumba de tu padre, o tirarse un eructo en la mesa, o situarse demasiado cerca del rey, o copular con tu hermano o hermana? No. Son sin duda convenciones sociales y tienen una parte variable, pero no son convenciones puramente arbitrarias, en el sentido de que tienen su raíz –y su potencial explicación– en que la función que cumplen socialmente se adecúa a fines o características naturales del ser humano. A falta de una definición precisa de qué serían esos «fines y características naturales del ser humano», que no me atrevo a ensayar aquí, pongamos unos cuantos ejemplos con la esperanza de que el significado, aunque sea de soslayo, se nos muestre por sí mismo a través de ellos.
¿Por qué las ciudades, ciudadelas y fortalezas se construían en colinas y lugares elevados? Es evidente que se trata de una convención socialmente establecida (aunque probablemente no pueda hablarse de una «institución» en ningún sentido normal del término), puesto que los ingenieros y albañiles y artesanos en general no seguían un «instinto» en el sentido psicológico o etológico al decidir construirlas así, sino una técnica plenamente humana y, por ende, social. Ahora bien, también es evidente la razón de que se adoptase esa convención en lugar de otras (como, por ejemplo, construir las fortalezas en simas o valles; lo cual también sería potencialmente posible): situándose en un terreno elevado la fortaleza es más fácil de defender, se tiene un mayor campo de visión de los alrededores (lo cual es útil para detectar enemigos y controlar el territorio, no solo por lo hermoso de las vistas), etc. Y a su vez, que estos factores constituyan buenas razones para construirlas allí se debe a otros factores que ya nada tienen de convencional ni social: por ejemplo, que por nuestra constitución anatómica (y esto es, en último término, biológica) cuesta más subir una pendiente que bajarla (y por tanto hay más facilidad para repeler enemigos que suben, y más dificultades para éstos); que tenemos una visión limitada por nuestra estatura, además de por la propia capacidad óptica (y por tanto es mejor estar por encima para poder ver más), etc. Por último, podrían aducirse algunas otras razones de tipo psicológico: por ejemplo, que la visión de una fortaleza en lo alto de un risco escarpado, alzándose contra el horizonte, impone un cierto temor que puede servir lo mismo para disuadir a los enemigos de atacarla que para afirmar la autoridad del señor sobre sus súbditos y simbolizar su poder y majestad.
Aquí entramos ya en un terreno algo más resbaladizo. ¿Es natural sentir cierto temor o respeto reverencial por las cosas muy altas, o muy grandes, o ambas a la vez? Creo que, dada la constitución cognitiva del ser humano, no es una idea del todo peregrina. Otros mamíferos seguramente no sientan ningún temor ante una montaña o ante la inmensidad del océano, pero seguramente sí lo sentirán ante un animal mucho más grande que ellos, porque el otro animal es algo que entra en su mundo (en su Umwelt, en términos de von Uexküll), algo con lo que pueden interactuar, y por tanto cuya desproporción frente a su propio tamaño reconocen (y reconocen como amenazante, pues un animal más grande siempre es, al menos de entrada, potencialmente amenazante). Pero el océano o una montaña ni siquiera entran de tal modo en su mundo: ni siquiera reconocen su dimensión en comparación con otras dimensiones, porque cognitivamente no están preparados. Pero nosotros, en cambio, sí lo estamos, y por eso creo que en este caso el sentir un cierto temor o respeto reverencial ante la imponente figura de una fortaleza en lo alto de un risco no es una convención social, no es algo aprendido (aunque luego eso se mezcle con otras cosas sí aprendidas, como el conocimiento de que el señor de ese castillo es tu amo y tiene poder sobre ti, o que la fortaleza está llena de hombres armados), sino que tiene raíces biológicas.
En cualquier caso, al margen de estas posibles razones psicológicas para la construcción en terrenos elevados, hay abundantes razones de otro tipo (que tienen que ver con la anatomía, la biomecánica, la ergonomía, etc.) que siguen dependiendo directamente de la constitución biológica humana. Así, aunque construir castillos en lugares elevados es una convención social, no es una «mera» convención social (como diría Bloor), puesto que sus efectos a nivel funcional están basados directamente en características biológicas humanas, tanto anatómicas como cognitivas (según los casos comentados). En suma: es una convención social pero en absoluto arbitraria, sino que obedece a reglas o patrones impuestos por la naturaleza humana. Esto no quiere decir que no pudiese construirse un castillo en una sima, pero explica por qué tal cosa sería una excepción y no la regla, y por qué los dos casos no serían funcionalmente equivalentes ni (si se quisiera hacer una predicción) igualmente probables.
Ahora veamos un ejemplo más sutil, aunque similar en el fondo. ¿Por qué los tronos de reyes, jefes tribales o cualquier otra figura de suma autoridad suelen estar también elevados sobre el nivel del resto de la sala o levantados de algún modo por encima del suelo? De nuevo, partimos de la evidencia de que es un hecho convencional, que no hay nada en nosotros que tienda instintivamente a construir tronos o altares elevados como tiende un pájaro a construir su nido en la rama de un árbol. Hay sin duda un proceso social de por medio, en el que intervienen el lenguaje y muchos otros factores específicamente humanos y sociales (como la religión, el simbolismo, las propias técnicas de construcción, etc.), y al final la decisión de erigir un trono que se eleva sobre el resto de la sala se toma tras tener en cuenta todos esos factores. Pero entonces, ¿por qué tiende a repetirse el mismo patrón en todas partes, incluso entre culturas muy diferentes y desconectadas entre sí? De nuevo podrían repetirse algunas razones relacionadas con nuestra constitución anatómica, como que en caso de llenarse de gente la sala –o el lugar que sea– todos puedan ver y oír a la figura central –el rey, jefe tribal, líder religioso o lo que fuese– a pesar de estar lejos y tener montones de cabezas delante, y de hecho el mismo principio funciona en el caso de algunos escenarios, el estrado de ciertas aulas universitarias, etc. Sin embargo, creo que en este caso el factor crucial es de tipo psicológico.
En un estudio titulado «Human height is positively related to interpersonal dominance in dyadic interactions», los autores del mismo comienzan diciendo:
A lo largo de la Historia y entre diversas culturas, el término «gran hombre» u «hombre grande» [«big man»] ha sido utilizado para referirse tanto a individuos de elevada posición social como de elevada estatura. De acuerdo con Ellis, este sintagma contiene «una combinación de tamaño físico y rango social y (…) los “grandes hombres” también son mayoritariamente hombres grandes, de alta estatura». Parece probable que, durante la mayor parte de la evolución humana, los «hombres grandes» tuviesen un rango social más elevado (por ejemplo, mayor acceso a los recursos) debido a su superioridad física en competición con los otros. (9)
El estudio concluye, como indica su título, que «incluso sin conductas explícitamente agresivas, la altura influye en el resultado de los encuentros no verbales entre individuos [por ejemplo, quién da paso a quién en una calle estrecha donde solo puede pasar uno a la vez]. Así pues, el mayor rango social y la mayor movilidad social vertical de los individuos altos en las sociedades modernas, normalmente atribuidos a factores como una mejor salud o nutrición, pueden ser, al menos en parte, consecuencia de su mayor dominación interpersonal». (10) Si la altura física está, como sugieren este y otros estudios, tan ligada a la percepción de poder y dominio –tanto de nosotros mismos como de los demás–, parece razonable suponer que se buscasen maneras de enfatizar por medios artificiales (como construir un trono elevado) la altura del gobernante o jefe para conferirle un «aura» de autoridad, majestad o poder.
¿Pero no podría ser que primero surgiesen, tal vez por casualidad, este tipo de convenciones (como el construir tronos o altares elevados) que ligan la altura física con la autoridad o el poder y que después, a raíz de eso, hayamos llegado a un punto en que identificamos lo uno y lo otro inconscientemente? De sostenerse esta hipótesis quedaría sin explicar por qué dicho patrón es común interculturalmente (incluso entre culturas desconectadas entre sí) y, al mismo tiempo, la razón de su surgimiento en cualquier instancia determinada: prescindiendo de los factores biológicos (en este caso, según mi hipótesis, principalmente cognitivos) habría que dar cuenta de por qué, en cada caso particular, cada una de las culturas ha desarrollado el patrón en cuestión (en este caso, construir tronos elevados) en lugar de otros posibles. Incluso aunque se considerasen factores no psicológicos, de índole pragmática o incluso física (como los antes mencionados en torno a la visibilidad de la figura en una muchedumbre, o los que podrían intervenir en el caso de la construcción de canoas, siendo unos métodos pragmáticamente más eficientes que otros, etc.), todos ellos remiten en última instancia a nuestra configuración morfológica y motor-operatoria, pero dicha configuración no es independiente de su funcionalidad biológica (esto es, de los fines de tales operaciones o formas), puesto que no somos una máquina con un espíritu alojado dentro, à la Descartes, sino una unidad psicofísica en la que la forma depende de la función. Es decir, que aunque se dijese, por ejemplo, que la razón de construir tronos elevados es mantener a las figuras de autoridad más alejadas de la suciedad del suelo (que sería una explicación posible, aunque pobre), todavía habría que explicar por qué sería preferible alejarse de la suciedad, y así sucesivamente hasta un punto en que solo cabría apelar a un fin biológicamente dado, y no social ni convencionalmente establecido. Siguiendo con el ejemplo, digamos que la respuesta a la última pregunta fuese: «porque la suciedad puede traer enfermedades». Pero entonces cabría preguntarse: «¿por qué sería preferible no enfermar a enfermar?» La siguiente respuesta podría ser algo así como «porque las enfermedades causan sufrimiento e incluso pueden causar la muerte». Y a la pregunta consiguiente, que sería «¿y por qué sería preferible no sufrir o no morir?», solo cabría responder algo así como: «porque estamos hechos así». Es decir: porque está en nuestra naturaleza preferir no sufrir y no morir. Creo que cualquier otra respuesta, por ejemplo una que intentase derivar nuestro rechazo al sufrimiento o la muerte de capas todavía más «profundas» de convenciones sociales y procesos de aprendizaje socialmente mediados, se daría de bruces con la evidencia etológica, biológica, psicológica y «fenomenológica» (es decir, experiencial, vivencial) de lo contrario.
Ahora veamos un último ejemplo en el que las razones biológicas de una convención social son todavía más oscuras y sutiles si cabe que en los casos anteriores, pero aun así rastreables. José Ortega y Gasset, en su magnífico ensayito sobre la institución del saludo occidental (el apretón de manos), titulado «Meditación del saludo», intenta explicar los orígenes de esta aparentemente trivial convención apoyándose en una hipótesis de Herbert Spencer. Ortega lo parafrasea así:
El saludo es un gesto de sumisión del inferior hacia el superior. El hombre primitivo, cuando vencía al enemigo, le mataba. Ante el vencedor quedaba tendido el cuerpo del vencido, siendo allí víctima triste que esperaba la hora del canibalismo. Pero el primitivo se refina y en vez de matar al enemigo hace de él su esclavo. El esclavo reconoce su situación de inferioridad, de vencido perdonado, haciéndose el muerto, es decir, tendiéndose en el suelo ante el vencedor. Según esto sería el saludo primigenio la imitación del cadáver. El progreso subsiguiente consiste en la incorporación progresiva del esclavo para saludar: primero se pone en cuatro patas, luego se pone de rodillas, las manos con las palmas juntas en las manos de su señor, signo de entrega, de ponerse en su mano. (…) Posteriormente a lo dicho, el saludo deja de ser gesto de vencido a vencedor y se convierte en manera general del inferior a superior. El inferior, ya de pie, toma la mano del superior y la besa. Es el «besamanos”. Pero los tiempos se democratizan y el superior, ficticia o sinceramente, se resiste a esa señal de inferioridad reconocida. (…) ¿Y qué pasa entonces? (…) El apretón de manos, que es el residuo o rudimento de toda la historia del saludo para Spencer. (11)
Y ante esta explicación de la génesis del saludo a partir del acto de rendición de un combatiente derrotado (que Ortega toma con cautela, aunque acepta en lo fundamental), comenta: «Spencer no dice –claro está–, pero añado yo, que ese ponerse en la mano del señor es el in manu esse de los romanos; es el manus dare, que significa entregarse, rendirse; es la manu capio; es el mancipium o “esclavo”. Cuando el que ha sido mandado, agarrado o tomado en mano se habitúa a ello, a esa sumisión, el latino decía que es mansuetus, “acostumbrado a la mano”, “domesticado”, “manso”. El mando domestica al hombre y le hace, de fiera que era, mansueto». (12) Es decir, que por lo menos para los romanos –como demuestra Ortega con su erudita enumeración– había un vínculo inexorable entre el ofrecer la mano y la rendición, el apaciguamiento y la mansedumbre. De aquí infiere más adelante que el moderno apretón de manos es también un signo de apaciguamiento mutuo, o una forma de asegurar a la persona saludada que uno está dispuesto a seguir las reglas sociales de cordialidad y no agresión, requisito previo para cualquier interacción pacífica, para formar cualquier vínculo basado en la confianza mutua. Uno se ofrece, al ofrecer su mano en el saludo ordinario, y se autohumilla voluntariamente en cierto sentido para asegurarle al otro que no tiene intenciones agresivas ni amenazantes. Es similar el caso de los japoneses, que se saludan bajando la cabeza, lo cual podría verse como un rudimento de ofrecer el cuello u ofrecer la cabeza, quedarse uno indefenso durante un instante ante el otro, y es también –a mi juicio– el principio que opera en los saludos más ceremoniosos, como las reverencias, donde uno ofrece no ya su mano, sino su cuerpo entero, al saludado. Ortega explica esta función social del saludo (el apaciguamiento mutuo como base para construir una relación pacífica y con un mínimo de confianza) del siguiente modo:
Ahora bien, porque no conocemos cómo es el casi individuo que encontramos, no podemos prever su conducta para nosotros, ni él la nuestra, pues también soy yo para él un casi individuo, y al no poder preverla, antes de hacer nada positivo con él, es preciso que hagamos constar mutuamente nuestra resolución de aceptar las reglas de conducta, el sistema de comportamiento según los usos que en aquel lugar del planeta rigen o son vigentes. Esto pone a nuestra disposición toda una serie de puntos firmes de referencia, de cauces tranquilos y seguros para nuestro hacer y nuestro trato. En suma, proclamamos al dar la mano nuestra mutua voluntad de paz y socialidad con el otro; nos socializamos con él. (…) Esto que hoy nos parece cosa tan sencilla y tan simple –la aproximación de un hombre a otro hombre– ha sido hasta hace poco operación peligrosa y difícil. Por eso fue preciso inventar una técnica de la aproximación, que evoluciona a lo largo de toda la historia humana. Esa técnica, esa máquina de la aproximación es el saludo. (13)
Esta teoría del saludo ya no es meramente una descripción empírica de su historia o su origen, sino que tiene un claro componente de explicación funcional: da cuenta de por qué ha llegado a instituirse de esta manera y no de otras. Así, una teoría de este tipo es también capaz de hacer predicciones: por ejemplo, se podría predecir que la probabilidad de que en un pueblo cualquiera surgiese una forma de saludo consistente en aproximarse corriendo hacia el otro agitando los brazos por encima de la cabeza mientras se profieren alaridos sería muchísimo menos probable –aunque la probabilidad nunca llegue a ser nula–, pues causaría justo el efecto contrario del que (según la teoría) ha de perseguir el saludo. Es decir: no cumpliría su función.
Pero ¡cuidado!, nos advertirá el constructivista: incluso si aceptásemos que la función del saludo, interculturalmente y a través de los tiempos, es algo así como el apaciguamiento, eso no sirve para explicar la génesis del saludo occidental (el apretón de manos) en términos naturales o preculturales. El hecho de que, por alguna razón, se llegase a hacer convencional como gesto de sumisión el ofrecimiento de las manos del vencido al vencedor, como se ha propuesto, no implica que ese gesto sea necesario, ni mucho menos «natural» o innato. Sigue siendo también una convención social –seguirá diciendo el crítico–, tal vez de un orden más primitivo o básico que nuestro apretón de manos actual, pero sin duda también socialmente mediado. Pues bien, yo respondería que sí hay un componente natural o en cualquier caso precultural en el hecho de que se llegase a instituir o a convenir ese gesto determinado de sometimiento, autohumillación o rendición en lugar de otros posibles.
Pongamos por ejemplo el caso de un pistolero: ¿podemos pensar en una declaración más efectiva de intenciones pacíficas que el levantar las manos en alto con las palmas abiertas, de modo que queden lo más lejos posible de sus armas? Creo que no. ¿Esto convierte el levantar las manos en el aire en un gesto «natural» o precultural de rendición o pacificación? En absoluto, pero sí hay elementos preculturales (o sencillamente que condicionan lo cultural o convencional desde un sustrato más profundo) que influyen decisivamente en que se adopte esta convención en lugar de otras posibles (por un lado, que permita ver que sus manos están vacías, y por otro que magnifique la distancia –física, operacionalmente– entre éstas y sus armas, de forma que quede clara su intención de no usarlas). Por ejemplo, si el gesto convencional de rendición en una cultura con armas de fuego consistiese en acercarse con una mano en alto, abierta, y la otra detrás, a la espalda, es evidente que no sería tan efectivo, pues en la mano que quedase oculta el individuo podría todavía portar un arma y no estaría, por tanto, tan asegurada su rendición o intención pacificadora. Al no estar asegurada, a su vez, se le trataría con más suspicacia e incluso, en algunos casos, es previsible que sus adversarios prefiriesen dispararle «por si acaso», para evitar el posible riesgo, con lo cual el objetivo mismo de la rendición (que es justamente no morir a manos del enemigo) sería más difícil de lograr. Por ello es de suponer que este gesto de rendición en una cultura con armas de fuego sería mucho más difícil de convenirse o instituirse que el gesto de levantar ambas manos en alto con las palmas abiertas hacia el oponente. E incluso podría predecirse que, en caso de que tal gesto (una mano delante y otra detrás) fuese el convencional en una sociedad dada –por la razón que fuera–, los propios individuos que quisieran rendirse en medio de una pelea con armas de fuego podrían darse cuenta eventualmente de que sería más efectivo transgredir la norma culturalmente establecida y adoptar otra (p. ej. levantar ambas manos de modo que las dos queden al descubierto, en lugar de solo una) porque esa otra desempeña mejor su función (que sus oponentes dejen de verlo como una amenaza y le permitan salvar la vida) que la primera. Y esto mismo vale para el gesto de ofrecer las manos en una cultura donde el combate es cuerpo a cuerpo (sea con armas o sin ellas): ¿Qué sería más efectivo que arrodillarse o tumbarse y ofrecer las manos, que es lo mismo que hacerse completamente vulnerable e incapaz de combatir, para significar la propia rendición? ¿Acaso sería igual de efectivo levantar el puño (de lo que instintivamente, ahora sí, se puede intuir la amenaza de un golpe)? ¿O poner las manos como garras y gesticular como un animal de presa a punto de saltar sobre su víctima (de lo que instintivamente, también, se puede intuir la amenaza de un ataque)? ¿O meterse el dedo en la nariz y dar vueltas a la pata coja? Está claro que no. De modo que podemos concluir lo mismo que en los casos anteriores: una convención social, como el rendirse ofreciendo las dos manos juntas (de donde luego surgió el gesto central del rito de vasallaje feudal, y posteriormente, en torno al siglo XIII, el gesto de oración que hoy se utiliza casi universalmente para simbolizar la plegaria religiosa) (14) nunca surge de la nada, nunca es una «mera» convención, nunca es del todo arbitraria, y siempre se articula, en última instancia, en función de necesidades, fines y características propios de la naturaleza (biológica) humana.
Ahora, con todo esto en mente, creo que podemos acercarnos una vez más a los casos citados al principio y vislumbrar, aunque sea siempre de manera tentativa, posibles explicaciones funcionales para esas convenciones, costumbres o prohibiciones que aparentemente podrían considerarse arbitrarias. Por ejemplo, el caso de un hijo bailando sobre la tumba de su padre podría no ser considerado una ofensa en una cultura en que la danza formase parte de las ceremonias mortuorias y se entendiese como un gesto de homenaje, o tal vez se viese como un acto de reapropiación o integración del espíritu del padre por parte del hijo. Es cabal imaginar una sociedad así. Sin embargo, en una cultura como la nuestra en la que la danza (y en especial un estilo de baile como el claqué) se entiende en un sentido profano, carente de significación religiosa o ceremonial intrínseca, y va más bien ligada al entretenimiento, la ligereza e incluso el espectáculo, es fácil comprender que bailar sobre una tumba sea considerado un acto de profanación, bien porque se entienda que se está celebrando activamente la muerte del difunto (y celebrar la muerte de alguien implica desear o haber deseado su muerte), bien porque se entienda que se está ridiculizando con un acto trivial, banal o ligero el símbolo de su persona una vez fallecido (esto es, su tumba), profanándolo. El constructivista tendrá razón, pues, al afirmar que la prohibición de bailar sobre las tumbas depende de variaciones culturales (por ejemplo si la danza se considera algo sagrado o profano, homenaje o frivolidad), pero no deberá olvidar que hay un sustrato presente en todos los casos: la tendencia a honrar a los muertos. Y esto, por su universalidad, puede considerarse una constante antropológica o, en mis términos, una tendencia natural humana que precede a toda institución concreta: más bien al contrario, es esta tendencia natural la que dirige o regula la creación de instituciones concretas para adecuarse a su fin (honrar a los muertos), aunque luego éstas adopten formas y matices diversos. Por tanto, aunque en la forma puedan compararse los casos de alguien que, en nuestra cultura, baila claqué sobre la tumba de su padre y alguien que, en una cultura como la imaginada, baila ceremonialmente para honrarle (pues los dos, de facto, bailan sobre la tumba de su padre), funcionalmente sería más adecuado comparar el caso del que baila claqué con el de alguien que deshonra o profana una tumba en cualquier otra manera que su sociedad considere inaceptable, y el caso del que baila ceremonialmente para honrarle con el de alguien que, en nuestra cultura, llevase flores o rezase ante la sepultura.
Y consideraciones parecidas podrían hacerse en todos los demás casos, aunque ello no implique que, por el hecho de que existan razones para haberse establecido de tal forma, las convenciones, costumbres o prohibiciones en cuestión tengan que ser así. Pero el hecho de que existan dichas razones que las hacen adecuadas, y tal vez a algunas más adecuadas que otras, para ciertos fines, indica cuando menos que existen también esos fines, y que si trazamos una «línea genealógica» de tales fines, los más básicos –y sobre los cuales se van articulando todos los demás– existen previamente a las propias instituciones o convenciones que los persiguen, como se demostró en el ejemplo anterior sobre las razones para evitar la suciedad del suelo. Estas «líneas genealógicas» de las finalidades o funciones pueden descubrirse, al menos en principio, en toda convención o institución o realidad social humana. Incluso en el ejemplo de las canoas propuesto por Berger y Luckmann, donde parece que el fin de construir canoas (por ejemplo, para explorar nuevas tierras o contactar con otros pueblos) es totalmente convencional, se descubren fines naturales si se continúa preguntando como en el caso mencionado: explorar nuevas tierras es deseable porque se pueden extraer de ellas recursos naturales, contactar con otros pueblos es deseable (a veces) porque se puede comerciar con ellos o conquistarlos, etc. Al final, la cadena de fines, donde los más superficiales o inmediatos (como por ejemplo construir una canoa más resistente y que permita viajes más largos, o construir un asiento elevado para evitar la suciedad del suelo) son claramente convencionales, conduce siempre a fines más profundos que ya no son convencionales sino naturales o innatos (como por ejemplo la búsqueda de alimentos o parejas potenciales, o evitar el sufrimiento o la muerte).
No se trata, empero, de tomar partido, dentro de la vieja y trillada distinción entre innato y aprendido, o entre naturaleza y cultura, por una de las dos partes. Esta oposición implica, a mi juicio, una falsa dicotomía. No es que haya algunas cosas socialmente aprendidas o culturalmente mediadas y algunas otras innatas o preculturales. En verdad, todo el tejido de conductas y actividades humanas está siempre socialmente mediado desde que el infante se educa o se socializa en una cultura cualquiera. Lo único que quedaría fuera, tal vez, de esta sujeción o mediación cultural serían ciertas respuestas reflejas, automáticas, casi espasmos, como los estornudos o los sobresaltos ante un ruido inesperado. Pero ni siquiera esto es totalmente ajeno al rigor de la socialización: también hay formas culturales –aunque sean solo matices, ligeras variaciones sobre una misma base– de estornudar y de asustarse. Luego, por lo que se refiere a las culturas humanas, todo (o casi todo) es aprendido y todo (o casi todo) está culturalmente mediado. El sueño del constructivista. Pero ahora estamos en condiciones de añadir su contraparte: a su vez, todas las producciones culturales se arraigan y tienen su fundamento, de una manera u otra, en la consecución de fines «naturales» o biológicamente dados. Toda actividad humana se constituye socialmente por cuanto nacemos ya en una cultura (y adoptamos las maneras socialmente establecidas de hacer las cosas según nos vamos educando y socializando en ella), pero al mismo tiempo todas las culturas humanas, con sus diversas convenciones, instituciones, usos y normas, se organizan de acuerdo a ciertos fines naturales, tendencias innatas –por ser biológicamente dadas– que no pueden a su vez ser explicadas como constructos sociales, sino que –al contrario– los preceden y articulan. Esto implica que las realidades sociales no son arbitrarias, en el sentido de aleatorias o completamente variables, como concibe el constructivismo social –preñado de influjos existencialistas– desde los años cincuenta, sino que responden a necesidades biológicas, aunque lo hagan tomando diversas formas y variando entre diferentes culturas y diferentes épocas. En otras palabras: las realidades sociales no son arbitrarias ni aleatorias, precisamente porque surgen en función de esas necesidades naturales o biológicas y por tanto pueden adecuarse mejor o peor a ellas. Y donde hay relaciones funcionales, teleológicamente orientadas, la aleatoriedad y la arbitrariedad se diluyen.
Notas
(1) Berger, P. y Luckmann, T., La construcción social de la realidad, Amorrortu, 2012, págs. 73-74.
(2) Sartre, Jean-Paul, El existencialismo es un humanismo, 1946.
(3) Muñoz Pérez, Enrique, «El aporte de Jakob von Uexküll a Los conceptos fundamentales de la metafísica. Mundo, finitud, soledad (1929-1930) de Martin Heidegger». Diánoia vol. 60, no. 75, México, nov. 2015.
(4) Berger y Luckmann, op. cit., pág. 67. El subrayado es mío.
(5) Ibíd., págs. 70 y 65 respectivamente.
(6) Bloor, David, Conocimiento e imaginario social, Gedisa, 2014, pág. 85.
(7) Ibíd., pág. 86.
(8) Ibíd., pág. 87.
(9) Stulp G., Buunk A. P., Verhulst S., Pollet T. V. (2015), «Human Height Is Positively Related to Interpersonal Dominance in Dyadic Interactions». PloS one 10, 2, e0117860. https://doi.org/10.1371/journal.pone.0117860 (Traducción propia del fragmento citado.)
(10) Ibíd.
(11) Ortega y Gasset, José, El hombre y la gente, Alianza, 2010, págs. 204-205.
(12) Ibíd.
(13) Op. cit., págs. 210-211.
(14) «Después del siglo XII un nuevo gesto de oración, la unión de las manos, se extendió rápidamente en la liturgia de las iglesias cristianas (…) Todos los historiadores están de acuerdo en que el nuevo gesto de oración, la unión de las manos, deriva de una fórmula legal de la Edad Media mediante la cual el vasallo se sometía, de modo minuciosamente prefijado, a su señor feudal. (…) El propio origen de este gesto, como el de muchos otros, se encuentra en la Antigüedad, donde los cautivos sometidos al vencedor habían de unir sus manos para que les ataran.» Barasch, M., Giotto y el lenguaje del gesto, Akal, 1999, pág. 67.