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Malleus Feministarum #9: El patriarcado

2024, 2500 palabras

I

Vengo paseando por la zona oscura del Retiro, donde se hace cruising (o eso me han contado: yo nunca lo he visto), y me planteo qué pasaría si alguien invitase a un hombre cualquiera que pasease por aquí a participar en una orgía de estas que supuestamente hace la gente entre los arbustos. En algunos casos, si a un hombre cualquiera le ofreciesen tener sexo con una mujer joven y guapa en una orgía nocturna, y calculase que podría hacerlo sin sufrir ningún castigo, quizás aceptaría. Y pienso qué haría en ese caso: a quién le pediría permiso para tener sexo con ella. Y lo primero que me sale pensar es que le pediría permiso a los hombres que hubiera allí, no a ella directamente (o también, pero solo después de hacer eso primero).

 

Una feminista diría que esto se debe a su educación machista en una sociedad patriarcal y demás, pero en realidad es perfectamente intuitivo, perfectamente natural: uno no le pide permiso para actuar, en un contexto dado, a cualquier persona que esté por ahí pululando aleatoriamente, sino a quien mande en ese lugar. Y ni siquiera para interactuar con una persona dada, a veces, le pediríamos permiso a esa misma persona en primera instancia, sino a otra que mande sobre ella: por ejemplo, para interactuar con un niño pedimos permiso a sus padres, no al propio niño, y lo mismo con un subnormal o alguien que no pueda valerse por sí mismo, especialmente intelectualmente, etc. De igual modo, al entrar a algún sitio nuevo, uno le pide permiso al que posee ese territorio, al que manda allí: al dueño del lugar.

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Portada del disco Blow Your Speakers de la banda Manowar, 1987

En este caso, en ausencia de reglas explícitas o de un sistema legal efectivo (recuérdese que estamos hablando de una orgía nocturna entre degenerados escondidos entre los arbustos de un parque, de modo que es obvio que no rigen las leyes habituales), la autoridad no es institucional, ni legalmente mediada, sino que es razonable asumir que se generaría espontáneamente y alegalmente, y por tanto es esperable que regiría la «ley del más fuerte», que es la que rige siempre por defecto, en ausencia de otras leyes que logren imponerse y suplantar a esta más básica. Y puesto que, en un grupo donde hay hombres y mujeres, los más fuertes tenderán a ser siempre los hombres, dada la constitución física de unos y de otras, lo natural sería pedirle permiso a los hombres (en particular, al hombre alfa o al líder del grupo, pero, si no, a los hombres en general) para entrar en ese territorio e incluso para tratar con las mujeres que allí se encuentren, pues hay que asumir que bajo la ley del más fuerte las mujeres se encontrarían naturalmente (léase: espontáneamente, automáticamente) sometidas al dominio de los hombres, debido a las diferencias innatas de fuerza física y agresividad entre los dos sexos (pero sobre todo de fuerza física). Pensar cualquier otra cosa es hacerse, a mi juicio, demasiadas ilusiones.

Pero ver las cosas así también resulta iluminador en un sentido más amplio: nos revela que el patriarcado (en el sentido lato de «cualquier forma de organización social en la que los hombres dominen a las mujeres») no es ni un capricho ni un producto del azar, ni siquiera, en último término, el producto de una preferencia de los hombres, en el sentido de ser algo que se instituye porque los hombres lo prefieren así pero podría fácilmente ser de otra manera: el patriarcado es, en verdad, algo más parecido a una ley de la naturaleza, o el resultado espontáneo de las leyes de la naturaleza. Lo que habría que explicar es precisamente la ausencia de patriarcado que, sorprendentemente, se observa en nuestras sociedades occidentales actuales o en algún otro contexto histórico o antropológico donde el dominio de los hombres sobre las mujeres no haya sido la norma (aunque dudo que hayan sido muchos). La anomalía no es el patriarcado, sino la ausencia del mismo: la igualdad entre hombres y mujeres solo puede ser el resultado de forzar la naturaleza; de imprimir una cantidad inmensa de fuerza (o de trabajo, si se quiere) sobre un sistema que a la mínima, si deja de hacerse, tenderá a volver elásticamente a la norma natural; del mismo modo, y en el mismo sentido, en el que también es anómalo (y también requiere de la aplicación sostenida de una cantidad inmensa de trabajo) vivir en un estado de paz y seguridad como el que disfrutamos en la mayoría de naciones europeas, tal que yo puedo, por ejemplo, salir solo de noche a un parque con la tranquilidad de que probablemente no me pasará nada, incluso aunque haya degenerados follando ocultos entre los arbustos.

Evidentemente ambas cosas (el que las mujeres no estén sometidas a los hombres y que vivamos en tal estado de paz y seguridad) son prima facie buenas desde nuestra perspectiva (aunque habría que mirar si son estados sostenibles, y, específicamente, biológicamente adaptativos en términos del fitnessa largo plazo del grupo; pero este es otro tema), y decir que lo natural es lo contrario no equivale a decir que eso sea lo deseable o que sea mejor en ningún sentido que lo que tenemos actualmente. Pero lo que me parece importante es no darlo por sentado: no naturalizar ingenuamente nuestras anómalas circunstancias, creadas con tremendo esfuerzo por nuestros ancestros, y en menor medida por nuestros contemporáneos, y tomarlas por fáciles de crear o de replicar (o, justamente, por naturales), pues no lo son.

Hay que llamar la atención sobre el hecho de que la sociedad igualitaria, e incluso feminista, que tenemos hoy en Occidente (con especial insistencia durante la última década), es un estado extraordinariamente frágil; el resultado de una severa disciplinarización mental y física de todo el cuerpo social, pero especialmente de los hombres; y que, al igual que la relativa paz y seguridad en las calles que actualmente disfrutamos, es un estado que solo se mantiene gracias a aplicar esa presión constante. No hay que darlo por hecho, ni pensar que la norma histórica, el patriarcado (en este sentido amplio) es una especie de capricho o arreglo que simplemente se dio pero podría igualmente no haberse dado (si tan solo los hombres fuesen un poco más empáticos, o un poco menos machistas, o lo que suelan pensar las feministas). Muy al contrario: dada nuestra constitución biológica, tanto física como psíquica, el patriarcado es ni más ni menos que el orden natural de la especie.

II

La belleza es lo más importante para las mujeres, porque biológicamente es lo que más atrapa la atención y la voluntad de los hombres, o lo que más capacidad les da de atraer y moldear la atención y la voluntad de los hombres, que a su vez (salvo en condiciones anómalas, como las que tenemos en Occidente a día de hoy) son quienes tienen casi todo el poder económico y político, y buena parte del poder social. Las mujeres acceden a todo ese poder vicariamente a través, principalmente, de su capacidad de enamorar a los hombres, y por tanto (dada la naturaleza de la sexualidad masculina, por nuestra biología), primordialmente, a través de la belleza.

Todo lo demás es secundario: que sean listas, que sean buenas, que sean capaces (o incluso expertas) en algún área u otra de actividad humana, etc. Lo principal; lo que más importa naturalmente a los hombres, por encima de todo lo demás, es que sean guapas. Y eso incentiva que se desarrolle toda esa panoplia de rituales, pruebas y juegos femeninos por los que las chicas conforman sus jerarquías intrasexuales, que desde la infancia, y mucho más aún en la adolescencia, van inextricablemente ligadas a saber bailar (y bailar es siempre algo erótico), saber «sacarse partido» o embellecerse físicamente por medio de peinados, maquillajes, formas de vestir, formas de caminar y gesticular, etcétera. Toda la vida femenina (al menos hasta el momento de casarse, asentarse con un hombre y empezar a tener hijos, hasta hace muy poco), por lo menos para el grueso de las mujeres, esto es, para las mujeres normales, se canaliza por esa amalgama de prácticas que son, en suma, técnicas de seducción. La última iteración de esto es la reciente práctica entre las adolescentes de bailar, juguetear y hacer monerías mientras se graban en vídeo para subirlo a las redes sociales como Instagram o Tiktok, o los selfis posando para aparecer lo más guapas posible, pero es lo mismo en esencia.

De lo que tendrían que darse cuenta las teóricas feministas es de que esta realidad tiene raíces más profundas de lo que les suele parecer. Está arraigada en nuestra biología, y por tanto es muy difícil de modificar a nuestro gusto, y mucho más difícil aún de extirpar completamente, como muchas querrían. No es, ni mucho menos, el resultado de un capricho de los hombres: es una dinámica común, que se gesta orgánicamente en la interacción entre hombres y mujeres, y de la que también participan (en su mayoría de buen grado) las mujeres. Para cambiarla habría que cambiar, como mínimo, el funcionamiento del deseo sexual masculino, o la sexualidad masculina en su conjunto, cuando no la de los dos sexos.

Esto también explica el conocido hecho de que las feministas (al menos las más comprometidas y combativas) sean, por lo general, más feas que las mujeres no feministas: las mujeres feas, que no pueden ganar en el juego mainstream o mayoritario de la belleza y el «atrapar a un buen marido», son las que tienen más incentivos para denunciarlo y condenarlo in toto como ilegítimo. En lo que falla su análisis, de nuevo, no es en el diagnóstico de que las mujeres están sometidas a los hombres, ni en la forma en la que están sometidas y tratadas en el patriarcado (p. ej. como eminentemente objetos sexuales y reproductivos), sino en suponer que todo eso es en gran medida arbitrario, o que es el fruto de una mera convención social, en el sentido de algo que esta sociedad o cultura particular ha decidido instituir así, pero que igual de fácilmente podría no haberse dado. Presuponen que depende mayormente de una imposición masculina, cuando va más allá de eso: es una forma de estructuración u organización social que emerge espontáneamente (o naturalmente) dada la naturaleza de los dos sexos, y ambos sexos colaboran en esa dinámica. No es una forma especialmente masculina, incluso aunque pensemos que beneficia en último término a los hombres más que a las mujeres. En una palabra: el patriarcado no es convencional en el mismo sentido en el que lo son la democracia parlamentaria, la norma de no hablar en los cines, los modales al sentarse a la mesa o la forma correcta o educada de sonarse los mocos en cada cultura. El patriarcado es algo mucho más profundo y mucho más inevitable: el patriarcado es natural.

Esto es: el patriarcado es la forma de organización social que emergería espontáneamente en una mayoría abrumadora de las ocasiones, al menos en circunstancias tecnológicas premodernas. Si dejas a un grupo de niños y niñas en una isla desierta, la forma de organización social que emergerá más probablemente será algo así como un patriarcado. Es algo a lo que lleva casi indefectiblemente nuestra naturaleza, especialmente –aunque no solo– por las diferencias en agresividad y sobre todo en capacidad física –y esto implica, crucialmente, capacidad para la violencia, capacidad de hacer daño– de mujeres y hombres (o de machos y hembras humanos, para los que hagan distinción), junto con otros factores clave como las distintas formas de la sexualidad masculina, centrada en maximizar oportunidades de apareamiento con mujeres jóvenes y fértiles (léase: guapas), y la sexualidad femenina, centrada en maximizar el apareamiento y emparejamiento a medio-largo plazo, con alta inversión parental, de un macho lo más poderoso posible en todos los sentidos (la famosa hipergamia femenina). Todas estas cosas, junto con la necesidad de la división sexual del trabajo por motivos ergonómicos o de incrementar la eficiencia y, por tanto, las probabilidades de supervivencia del grupo, conspiran para conformar un tipo de organización social que será, a grandes rasgos y en la mayoría de las ocasiones, algo muy parecido a lo que hoy llamamos «patriarcado». Mucho tendría que cambiar nuestra naturaleza, o mucho tendrían que cambiar las circunstancias ambientales de nuestros ecosistemas, o ambas cosas, para que la trayectoria esperable fuese sustancialmente distinta.

Es cierto, por otro lado, que en nuestras sociedades occidentales actuales estamos ya en un estado prácticamente pospatriarcal, y esto es en buena medida mérito (o culpa, según a quién preguntes) de las feministas del último siglo y medio a esta parte, aunque más mérito aún del capitalismo y las fuerzas del mercado, así como de macrotendencias demográficas, culturales y tecnológicas que vienen de más allá. Pero el feminismo sin duda ha contribuido poderosamente a que las cosas hayan tomado el rumbo que han venido tomando, especialmente en el último siglo, y más aceleradamente aún en las últimas décadas. Sin embargo, no hay que olvidar que nuestra situación es extremadamente anómala desde el punto de vista histórico. Decir «nosotros ahora vivimos así» no invalida las dinámicas antropológicas –y, en último término, biológicas– que hacen que el patriarcado sea la forma natural de organización humana. También la norma histórica era que la mortalidad infantil fuese mucho más alta de lo que es ahora, pero que actualmente estemos en un contexto de mortalidad infantil muy baja no invalida que la norma histórica y lo natural (en el sentido de lo que tiende espontáneamente a suceder en la mayoría de circunstancias) sea tener una mortalidad infantil mucho mayor.

Ahora mismo, en Occidente al menos, estamos viviendo una excepción histórica en la que el patriarcado es más débil que nunca (aunque las feministas piensen que sigue siendo intolerablemente fuerte u opresivo, lo cierto es que, comparativamente, es más débil que en ninguna otra sociedad o periodo histórico), pero eso puede cambiar fácilmente y en cualquier momento. En cuanto vengan tiempos duros que hagan la excepcionalidad actual insostenible, la norma histórica volverá a imponerse por necesidad, sencillamente porque es a lo que estamos adaptados, y es la forma de organización hacia la que convergemos dada nuestra constitución biológica; de modo que, a no ser que para entonces la ingeniería genética o derivas evolutivas naturales (sin intervención tecnológica) hayan cambiado sustancialmente algunos de los aspectos clave de nuestra naturaleza humana (por ejemplo eliminando las diferencias de fuerza y agresividad entre hombres y mujeres, o cambiando sustancialmente nuestra sexualidad, etc.), lo esperable será que sigamos tendiendo hacia lo mismo.

Para revertir o cambiar dicha tendencia hacia la organización patriarcal hay que imprimir una presión constante sobre hombres y mujeres; para recuperarla o mantenerla, basta con que esa presión cese. Esta asimetría es clave: una cosa se da espontáneamente; la otra cuesta trabajo. La naturaleza humana es elástica: puedes deformarla hasta cierto punto a base de esfuerzo, pero en cuanto aflojes la presión volverá a su estado base. Y su estado base, si yo llevo razón, es uno en el que los hombres tienen el poder y las mujeres acceden vicariamente a ese poder a través, principalmente, de su belleza.

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